El siglo XIII estaba
en su atardecer y, los catalanes habían logrado que el rey Pedro III de Aragón,
también conocido como Pedro, el Grande, reconociera derechos en favor de los
señores principales, de distintas naturalezas. Se vio precisado de reconocer derechos
y privilegios en favor de los señores feudales y de los señores obispos y, de
alguna forma institucionalizó formas muy específicas de organización política.
En particular, de una institución que ahora denominamos “parlamento”. El asunto
vino así…
En estos menesteres
siempre se hace necesario explicar temas de la parentela…. Allí vamos. Este
Pedro III es hijo de Jaime I, el Conquistador… ¿Lo recuerdan? ¿Si? Es ese rey que fue engendrado con engaños,
cuando los nobles aragoneses le metieron harto vino por el buche a Pedro II,
abuelo de nuestro personaje y luego lo encamaron con su propia esposa para
asegurar un heredero… ¿Ya? Bueno, los invito a leer “marrullerías”, para que se
entienda los parentescos. El asunto es que Dn Jaime I, el padre, tenía el título
de “Conde de Barcelona”, que no era poca cosa y, en cuanto rey de Aragón, le
posibilitaba algunos privilegios frente a los señores principales de Cataluña: aseguraba
prestaciones y contraprestaciones en las que las obediencias y vasallajes
dependían de circunstancias protocolares, por las que cualquier defecto, o “quítame
esta paja” podía convertirse en pretexto para empezar una revuelta.
Don Jaime, en su
crónica “Libro de los hechos del rey Jaime” da detalles de la forma como consigue los territorios de Mallorca y de
Valencia a favor de la corona de Aragón. Esta tarea militar, que al final
concluye con la capitulación y rendición del rey musulmán en 1238, se vio
empañada por los desencuentros intestinos de los propios “ricohombres”
aragoneses, que dueños y señores de varias ciudades se disputaban,
bandoleramente, pedazos de tierra y la fidelidad de los siervos de la gleba.
Tal era el desorden que amargamente, Jaime, el Conquistador, cuenta: “Y
señalamos fecha a los ricohombres, al maestre del Temple, del Hospital, al de
Uclés y al de Calatrava que estaban en nuestras tierras, para que se nos
uniesen en Teruel, a la entrada de mayo. Pero, al día fijado para que acudiesen
a Teruel, los que habían recibido la orden no vinieron».
La fidelidad y buenas
relaciones mantenidas por Jaime I con los señores de Barcelona se puso en
riesgo cuando aquel se vio precisado de dividir su reino entre sus varios
hijos. El hombre fue muy prolífico… por
las puras no le apodaron “el Conquistador”. Muchos señores vieron mermadas sus
seguridades y, con mayor razón cuando se dieron cuenta que el heredero de la
corona de Aragón era Pedro III. Éste había construido su fama a punta de espada,
flechas y alabardas para sometimiento de la aristocracia frente a la realeza. Con
ello, la inquietud se convirtió en protesta y las protestas en levantamientos. Pedro
III se obliga a convocar a las Cortes de Barcelona para el reconocimiento de
privilegios existentes y la dación de otros nuevos. De hecho, de tiempo de su
padre era la prioridad concedida a las naves mercantiles catalanas, la exención
del impuesto a las mercaderías, el reconocimiento de las corporaciones de
mercaderes, entre otros. Se anotan en Las Ordenaciones de la Ribera y, que- en
buena cuenta- es un código de derecho marítimo.
Los valencianos, pese a su anexión con Aragón, siempre fueron una
piedra en el zapato. Pedro III andaba urgido de monedas para financiar su
campaña pacificadora, así que exigió a los catalanes apuren el pago del
impuesto del bovaje. ¡Para que hizo eso! Los catalanes afilaron sus machetes,
digo sus espadas. El impuesto del bovaje, –y en el entendimiento de los señores
de esos días- era una concesión graciosa que, además, requería la convocatoria
de los hombres principales a cortes para realizar su cumplimiento. Así que, se
negaron. El rey Pedro III encarceló a algunos varones de buen apellido, pero el
asunto no cesó. Cataluña mantuvo la zozobra.
Con las protestas en el cuello, Pedro III convoca a cortes y, éstas se
celebran en Barcelona en 1283 y da pie al documento Recognoverunt Proceres
que se convierte en la aceptación y reconocimiento de los usos y privilegios jurados
por reyes anteriores y en la dación de nuevas cartas de franquezas en beneficio
de los barceloneses. Entre otras, se reconoce la ciudadanía a todo aquel que
hubiere vivido en la ciudad por más de un año y, respecto de las cortes mismas,
se afirma que el rey se obligaba a realizar Corte General una vez al año, con el
objeto de tratar de buena forma los asuntos relacionados con el estado y la
reforma de la tierra y de los impuestos. El propio rey establecía: "si
nosotros y nuestros sucesores queremos hacer una constitución o estatuto en
Cataluña, los someteremos a la aprobación y al consentimiento de los prelados,
barones, caballeros y de los ciudadanos...".
Pedro III, el Grande |
Con las cosas así, se van sentando las bases para la prosperidad de la
ciudad condal de Barcelona, escenario que hará de la vida ficcional de Arnau
Estanyol una que puede leerse en la novela “La catedral del mar”, que recrea a
la Catuluña del siglo siguiente.
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