"Primito, están sacando leche?” escribió la mujer en el wasap. Sin esperar respuesta continuó: “Me ha provocado natillas... Pa ver si este fin de semana me vendes unos diez litros de leche fresca”. El joven, respondió desde el otro lado: “No hay problema…. Pero con seguridad, que en estos días está cotizada y, no quiero quedar mal con nadie…”. Luego de unos minutos, el silencio wasapero se rompió con una expresión firma de contrato: “No, primo. Ya está escrito, yo llego este domingo pa preparar mis natillas… por favor quiero “leche mora”, “sin bautismo”, jijijiji”. El primo, concluyó: “Hecho”. Este domingo tendremos natillas. A esperar la sazón de la oferente.
Hace sesenta años: 4.30 de la madrugada, camino del tablazo que separa El Alto de Talara, el golpeteo de líquidos promovido por el andar de una piara de burros rompía los sonidos propios de la noche. Un hombre montado en un piajeno, apuraba a un par más que llevaba por delante… Era una carga preciada para las amas de casa. Una decena de mujeres, en las afueras del mercado, esperaban la leche de cabra que éste trasportaba. Los hombres que se iban al trabajo o los niños que irían al colegio, preferían tomarla tibia, esperando la natita que se forma en la superficie para comerla, sea que la robaran de un pellizcón, sea que la pusieran en medio de un pan… Pero tendrían que esperar, el arriero aún estaba a mitad de camino.
En inmediaciones del sector X-11, se asentaba una familia de cabreros. Un corral de durmientes y una casa de maderos –conseguidos desde los mismos castillos petroleros- acomodaban a más de un centenar de cabras y una familia dedicada su cuidado. Allí, un par de horas pasada la media noche, una mujer morena, acompañada de sus hijos, se dedicaban a sacar la leche y envasarla para su traslado al mercado talareño. Las familias de los obreros esperaban todos los días ese líquido esencial de los desayunos de la clase trabajadora… La distancia aproximada era unos 20 a 23 kilómetros, tres horas y algunos minutos eran necesarios para llegar de un lugar a otro… Era preciso, por tanto, empezar el viaje a las 3.15 de la madrugada a fin de llegar, si quiera, a las 6.30 a.m. Las mujeres, luego de recolectar sus raciones en sus respectivas viandas o jarras, tendrían que correr a sus fogones para cocer la leche y servirla prontamente, con el afán de que trabajadores y estudiantes, lleguen a sus centros de trabajo y escuelas, respectivamente, a las 8.00 de la mañana, sin tardanza que castigar.
Era la tarea de todos los días de aquel hombre bajito. Solía ir acompañado con uno de sus hijos, al que montaba al anca de su burro. Su compañía tenía la intención de mostrarle los caminos de la vida, el trajín de las ventas… Le ayudaría, primero, en el cuidado del trasporte: amarrar los burros en los corralones, luego de dejarlo acomodado en aquella esquina desde donde atendía a las caseras. Después de esa tarea, debía recibir el dinero y entregar los vueltos si fuera necesario… en el peor de los casos, correr con los tenderos vecinos para cambiar los billetes, por si fueran de alta nominación. En ese amanecer apareció una nueva clienta. Decía la mujer que la presentó, era la esposa del ingeniero, jefe de su esposo, que compraría siempre que el hombre le asegurase fuera limpia, pura, fresca… digamos, recién sacadita de la teta de la cabra. El hombre sonrió con el ánimo de superar, lo que –en el fondo- le parecía una desconfianza, un insulto escondido. Sonrió y le ofreció un “Ud. puede, si gusta, probarla ahora mismo… Lleve un litro y hiérvala. Si forma espuma al hervor, tenga por seguro que es pura como el resplandor del sol que va saliendo…” la expresión se acompañó con el señalamiento del horizonte por donde amenazaba la luz del Astro Rey. La acompañante le ofreció un recipiente y hombre despacho un litro que le donó a la mujer para la prueba. Un par de sonrisas despidieron al vendedor de aquellas clientas. No hubo, en esa mañana, nada más que anotar que sea de importancia. Las clientas habituales y, aquella otra recién llegada, se despidieron sucesivamente, deseándose –mutuamente- que el día sea bueno.
El amanecer del día siguiente sería distinto. El zangoloteo de la leche producido por el compás del andar de los pollinos, no solo rompía el silencio de la madrugada del viandante, actuaba sobre la naturaleza misma de la leche. Los seis contenedores se ajustaban al mismo movimiento y, en ese trajín la leche se sujetaba a un proceso químico de separación de las grasas naturales. Estas últimas se aglutinaban en pequeñas bolitas amarillentas, parecidas a minúsculas yemas de huevo, que se confundían con el blanco natural de la leche y que, flotaban por debajo de la superficie. Ni al vendedor ni a las caseras de todos los días, les había generado ninguna preocupación: de ordinario el líquido venía limpio: la ordeñadora –la mujer morena, acompañada de sus hijos- al tiempo de la recolección y en el momento del envasado la hacía pasar por una coladera muy fina, hecha de tocuyo, que la libraba de las impurezas. Así que las mujeres, conocedoras de la calidad, la recibían sin mayores reparos. El calor de fuego se encarga de disolver esas formas oleaginosas. Así había sido desde el primer día, nadie se había quejado de nada.
La nueva clienta estaba entre las primeras, tenía cara de preocupación y, casi que no conversaba con las otras… Recibió la leche y se dirigió al puesto policial para denunciar una supuesta contaminación, una alteración que no podía explicar. El policía acompaño a la mujer y, pudo advertir en los recipientes, que efectivamente en la superficie jugueteaban unas pequeñas bolitas amarillosas… El hombre explicó que el movimiento producía esas “grasitas” y hasta cogió una y se la echó en la boca. Las mujeres apuraban, pero el representante de la ley fue drástico: “La leche queda incautada y Ud. me acompaña a la comisaría”. El hombre sonrió apenado… perdió su venta y, los encargos para la comida del día no podrían satisfacerse… Decía que con el calor, esas grasitas desaparecen, así que pusieron la leche al sol… Siendo las once, estas persistían en su existencia y, el policía defraudado, tiró la leche a la calle y, mandó a calabozo al buen hombre: hasta la hora del almuerzo… No había en aquellos tiempos laboratorios ni nada que pudiera demostrar nada, así que, al día siguiente la naturaleza volvió a hacer su trabajo, y aunque no llegó la clienta, el policía volvió a incautar la leche… unas horas después, se volvió a perder en las afueras de la comisaría. Unos perros agradecieron la ignorancia del oficial.
Y llegó el tercer día ¿perdería nuevamente su preciado cargamento? Tendría que encontrarle una solución: evitar el tambaleo del camino se hacía imposible, pero sí que podía alterarse la consistencia del fluido lactoso y evitar los efectos del golpeteo. Así que, en esta oportunidad en cada recipiente se echó menos cantidad de la ordinaria para evitar que golpee con el techo del mismo, pero a la vez, se le agregó un poco de agua para evitar la viscosidad del producto. Las formas oleaginosas "desaparecieron" para gusto del gendarme y, desde esa fecha, se "bautizaba" la mercadería, se añadió un depósito más y algunas monedas se adicionaron en el bolsillo del lechero.
Claro… Aquellas mamás encargadas de los desayunos, prontamente advirtieron “el truquito” y, en vez de llevar una medida, se les adicionaba unas líneas más, en compensación por la canallada que originó una mujer que nunca más volvió a comprar un litro de leche.
Mientras tanto, esperaré las natillas de mi prima.
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