Apenas unos rayos de luna atravesaban la floresta del macupillo. Era el
escondite perfecto y, perfecta eternidad era los diez minutos primeros de las
diez de la noche, en que ambos se encontraban. El macupillo era el escondite de
los hijos de ella, de los hijos y de los amiguitos de sus hijos. Entre sus
ramas había baldes, tapas de ollas, carritos de madera y otras chucherías
infantiles… Ese mundo se apagaba a las cinco de la tarde. Los niños volvían a
sus casas a las tareas domésticas y escolares. Florecía nuevamente, cada
miércoles después de la hora 22, en medio de la obscuridad, por a través
del cri-cri de los grillos y del chirrido de otros insectos nocturnos… Estos no
existían en la hora de los amantes.
“Abrázame apasionadamente con tus brazos fuertes” le dijo la mujer a su
mudo acompañante. El hombre, casi de rodillas, en la misma posición en que ella
estaba, cogió su cuello con ambas manos y la besó delicadamente. Y mientras un
beso húmedo recorría su garganta, le susurró: “Un día de estos, te vendrás
conmigo”. Ella no contestó, cogió su mano y con el brazo de su amante rodeo su
propia cintura, invitándolo a aprisionarla. Casi como un lamento calladamente
anunció: “siempre seré tu prisionera”. El sonrió. Solo confirmó lo que sabía.
Un par de hombres pasaban cerca de allí. Uno de ellos, con oído de tísico,
oyó los requiebres y paró en seco su andar. El otro imitó su actuar. Se acercó
sigiloso y alumbró con su linterna la cara de los amantes cuasi desnudos. “Le
diré a tu marido, Maruja”, amenazó y siguió su camino. Ella reconoció la voz,
pero no dijo nada. Se puso su ropa y regresó a su casa. El vecino que le
acompañaba, solo sonrió y pensó con el corazón: “Ahora viene mi venganza… Ella
se encargará de todo. Te arrepentirás de haber metido tu linterna donde no
debías”. Se despidieron bastante preocupados y, mientras un beso con mordida
alcanzaba la comisura de los labios de la mujer, solo le dijo: “Será mejor no
vernos por un tiempo”. Ella replicó: “Si. Es lo mejor”.
La mujer cubrió los cuerpos dormidos de sus hijos y se echó junto a su
marido… le dio un beso de buenas noches y, mientras se acurrucaba rumiaba como
evitarse el problemón. Dos minutos después, salía de su cama. Un ruido extraño
en el corral le preocupó… “Espera Toño, creo que la puerta de corral de las
palomas se ha quedado abierta… no sea que el gato haga daño”. Salió de la
habitación y, media hora después regresó llorosa, agitada, con las ropas medio
arrancadas… “Toñooo… donde has estado…” El hombre medio adormitado… se le
levantó y al ver su mujer en ese estado gritó, mientras se tiraba de la cama:
“¿Qué pasó?” Minutos después, una denuncia por agresión sexual se anotaba en
los cuadernos policiales… “Mientras forcejeaba con él pode tocar una zona
aspera de su cuerpo… medio rugosa y peluda, como un lunar. No podría decir
quien fue. No se veía”, se leía por alguna de las líneas de las tres páginas
que contenían la lamentosa declaración de la mujer. El médico del lugar, en
ausencia de un forense, dejó constancia en su certificado médico, que la mujer
presentaba dos equimosis en cada brazos y un moretón en la parte interna del
muslo izquierdo. También dejó constancia de su melena enterrada y su lábil
estado emocional. También se indicó en el documento que, “por pudor, propio de
las víctimas de este tipo de agresiones, no se le hizo el correspondiente
hisopado vaginal”.
Un año después, el ocasional testigo de la escena amatoria de los furtivos
amantes, esos que aprovechaban del escondrijo de los niños para sentir
mutuamente sus pieles, se sentaba en el banquillo de los acusados, bajo
la imputación de violación sexual agravada. Un certificado médico legal
señalaba que, presentaba a la altura del abdomen un lunar de particulares
características: El, en su declaración judicial, anunció lo que sus ojos vieron
a la luz de su linterna en la breve fracción de su alumbrado: “Maruja estaba
con un hombre medio arrodillados, abrazados uno del otro, pero solo pudo
reconocerle a ella, por que justamente, la luz le dio en la cara”. Del hombre
sólo pudo decir, que parecía más joven que ella, que era de cabello lacio y que
“no regresó a mirar cuando lo alumbró” y que apenas sólo dijo “puta madre”,
cuando los descubrió. El final de su declaración judicial, lloroso dijo:
“Maldita la hora en la que me acerqué a ese macupillo”. Dijo que iba acompañado
de su amigo quien pudiera ser testigo parcial de lo que vio, pero éste nunca se
presentó en la audiencia.
Maruja casi que pidió permiso medio llorosa para declarar que fue vejada en
ese lugar, lanzada por un hombre contra el suelo, sin poder reconocerlo
físicamente, porque en la obscuridad no se veía nada y solo escuchaba su voz:
“Ahora te voy a poner a gozar, negra” y otras groserías, que “solo de pensarlas
me hacen agua los ojos” dijo. El fiscal preguntó y ella, casi no queriendo,
volvió a mencionar el lunar rugoso. No hubo más. Se leyeron los certificados
médicos. El penal de Rio Seco pronto tuvo un nuevo inquilino, enviado por seis
años… “Maldita la hora en la que me acerqué a ese macupillo”, volvió a enunciar
el acusado, al momento en que traspasaba el quicio del portón negro que,
socarronamente, les anuncia a los transeúntes: “Bienvenidos” con letras verdes
y sombreados rojos.
Un año y medio después, la
Maruja vuelve a encontrarse con su amante, cada miércoles a las diez de la
noche, por diez minutos a la luz de la luna bajo ese mismo macupillo… Debe
tener más cuidado. Sus hijos han crecido y puede que tenga problemas. Esta
noche, la primera después de esa larga ausencia, en medio de la noche obscura,
calladamente le dice: “Abrázame apasionadamente con tus brazos fuertes… hazme
gemir como sólo tú sabes… haz que me estremezca de placer”.
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