El hombre caminaba con el sol en la cara. No era muy pesado, apenas había amanecido y, recorría la Panamericana de sur a norte. El sol le daba en la cara, pero apenas se inmutaba de él. Hablaba consigo mismo de sus proyectos comunes con el autor de sus días. Caminó, quizá una hora desde que se despidió del hombre que le entregó la soga que jalaba…
Sería quizá las ocho de la mañana... O quizá, el minutero ya habría sobrepasado la mitad de la esfera del reloj… quien sabe. Llevaba en la mano una soga de cabuya y, del otro lado de ésta, le acompañaba una yegua, vieja, percudida por los años, harto panzona y tambien muy huesosa. Salió de la pista y se metió unos metros en diagonal, hacia una vieja casucha. “Buenos días, papá”, dijo mientras sonreía con sus dientes grandes y sus largas patillas… “Le tengo un regalo”. El viejecito, que ya lo había visto venir, advertido por los alegres ladridos de los perros, lo esperaba en el quicio de la puerta, debajo de una breve extensión de calaminas… salió del breve corredor, se acercó a la bestia, acarició sus crines, y sonreía… La felicidad le embargaba pero apenas se notaba. “Habrá que alimentarla porque está preñada y también muy flaca”.
Los dos hombres conversaron sobre el cuidado del animal, quien había sido el propietario anterior, las razones de la venta, el beneficio de la compra y hasta de algo de la biografía de su anterior dueño, incluidos el número de hijos y lo bien que le había ido en la vida...“Años que no lo veo a ese hombre, ha de estar viejo como yo”, remató el anciano. El año había sido bueno y, en ese espacio circundante al Cerro Pelao, todavía había pastos, secos pero suficientes para alimentar a otro animal más. Habría que conseguir algarroba para asegurar que la cría nazca en buen estado. Las algarroberas todavía guardaban algo de lo que se recogió en el verano.
Un chiquillo, nieto del mayor y sobrino de recién llegado, presente en la escena, recibió un mandado: “échale agua en la fuente –ha de estar de sed- y amarrala en la sombra”. Cumplida la tarea, dejó al animal bajo un pequeño bosque de algarrobos en las proximidades. También estaba muy alegre por el animal; al fin de cuentas, él también se sentía su dueño. Éste, pese a su pastoril oficio, nunca había tenido un “caballo” como herramienta de trabajo. No recordaba haber montado uno y, en todo caso, su memoria le llevaba a aquella vez en que el tío Augusto lo subió a las ancas del suyo para darle un paseo por la quebrada… también recordaba aquella foto en la que aparecía –muy pequeño todavía- montado en una mula del tío José Escobar… no recordaba la escena, pero tenía la foto. Le gustaba la idea de montar la yegua y ya soñaba con hacerlo, pero le advirtieron que, ya no era prudente porque faltaba pocas semanas para el parir…
Quién sabe si alguna vez el abuelo tuvo caballos entre sus recuas. Los que le habían oído contar la historia de su vida, sabían que vivió por muchos sitios, que su manada de cabras le había permitido vivir durante tantos años y criar a muchos hijos, incluso a los hijos de su padre, que cuando el abuelo era adulto, se le había dado por seguir preñando a mozas que podrían ser, muy bien, sus hijas o mujeres de sus hijos. Había arriado piaras de burros en las montañas llevando mercaderías de granos hacia el Ecuador, se había encargado de alguna mula de carga en esa labor, pero no había más… No se le había oído contar alguna hazaña montando algún caballo. Los chiquillos que le acompañábamos en aquellos días, a lo más, habíamos podido ver entre sus propiedades hasta tres burros a la vez, muchas cabras, algunas ovejas y varios perros. También había gallinas –para los huevos del desayuno- y un gallo, para asegurarse sonoros kikirikikies en las madrugadas. Sería, para la gavilla de nietos y de bisnietos, el primer cuadrúpedo noble, entre tantos animales.
Minutos después, se abrió la puerta del corral y las cabras salieron en busca de alimento, sería llevadas primero hacia la quebrada –para que tomen agua- y luego las pastarían por los arenales cercanos… No quiso acompañar al viejo en la tarea. Se ofreció en hacer limpieza de los corrales de las cabras, pero la intención era otra: quedarse cerca del animal recién llegado, mirarlo, acercarle algo de alimento… mirarlo otra vez… soñar con el potrillo que nacería, con cabalgar encima de ella… Quién sabe si ese animal tuvo un nombre, pero esa tarde, tres o cuatro chiquillos llegaron animados por la curiosidad… se ofrecieron al abuelo en llegar todos los días para ayudar en la alimentación, llevarla a la quebrada para darle de tomar, juntarle paja seca o traer algarroba… en fin lo que fuera necesario. Hasta para la confección de los aperos… “Ah muchachitos estos… en quince días hablamos. A ver si les quedan ganas. La emoción les gana… jajajaja”.
Efectivamente, la contentura y la emoción se fue apagando con los días. El alimentar el animal se convirtió en carga y costó algunas lágrimas y reniegos. Pero una tarde, uno de los chiquillos le dijo al abuelo que el animal estaba intranquilo y, que tenía un líquido por entre las verijas… El abuelo, se acercó al animal pero minimizó la noticia y, mando al par de churres amarrar los burros hacia el otro extremo del pampón. No dijo más, y como ya se acercaba la noche, les invitó un poco de café y unos panes tiesos con un poco de chancaca. Luego les contó una historia de aquellas que siempre repetía y que a la vez, siempre gustaba, invitándolos a dormir, porque el día siguiente habría trabajo. Y efectivamente lo hubo… Antes del amanecer, los perros ladraban hacia el lado del animal… ladraban alborozados...
En la vida no todo es trabajo y, en todo caso, este siempre tiene sus recompensas. Las primeras luces del alba nos mostraron –y con la ayuda de una linterna- un pequeño y endeble potrillo, que aprendía a sostenerse por si mismo… caminaba apoyándose entre las patas de la madre, buscaba sus ubres y ésta la empujaba con la cabeza, invitándolo a caminar por si mismo… Había nacido el esperado… El abuelo revisó que todo estuviera bien. Cogió al pequeño potrillo, examinó sus patas y la ruptura del cordón umbilical… le hecho un poco de grasa, para auyentar las moscas y, le dio una palmada obligándolo a correr. Sonreía. Sus dientes pequeños mostraban su alegría. “Todo está bien. Habrá que cuidarlo y en algunos días sabremos si tenemos un miembro nuevo en la familia". Horas después, el animal se atrevía a correr alborozado con el ladrido de los perros. Era el primer potrillo y decidimos que tenga un nombre. No sé como ni porque, ni quien lo propuso pero convinimos -sin mayores requiebros- que “Galeno” sea su nombre. Una madrugada de junio nació.
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