“¡Eres bien huevona, ¿no?!” Las mujeres de alrededor se sonrieron con gusto. “Me dices que te condenaron por vender droga en tu casa, que te dieron la oportunidad de una pena chiquita, de ir a firmar cada mes con reglas de conducta y, ¿Qué por ‹facilidad› te fuiste a vivir con tu comadre que también se dedica a la venta de droga?” La mujer puso cara de perro reñido… “¡Así fue…! Yo solita me jodí”. El hombre le sonrió con piedad… Y con chanza le dijo: “Te daría un abrazo… pero ¿y si me siembras un quetito…? ¿Qué hago?” Sonrió ella, porque ella misma, decía en su relato que, en esta vez, no le encontraron nada, pero que en las actas policiales siempre les ponen cosas de más.. que en el cuarto de su comadre si había de la buena, ‹de moño rojo› y otras cositas. Para su mal, la comadre, ese día de la intervención, no estaba. Andaba de fiestera por, no sé qué, caserío de Sechura. Se rieron y, otra mujer se adueñó del imaginario micrófono.
“Señor juez estoy aquí, porque le quiñé la
cara a mi marido”. Lo decía con esa voz
cantarina que, ahora no puedo dibujar con letras, pero que suena bonito en el
oído de los piuranos. Lo decía mientras sus puños se los acercaba repetidamente
a la cara. El interlocutor, le retrucó “¿Le
quiñaste…? ¿Con el cortaúñas? ¿Con el cuchillo? ¿Cómo fue? Ella, se limitó
a un “Noooooo…. Ya estuviera condenada a
35 años”. Y mientras lo decía, miró compasiva a otra reclusa, una
jovencita que se encontraba a unas sillas de sí. La buena moza aludida se avergonzó. Y
continuó sin miedo: “Le pegué a mi marido
con estas manos. Él es grandazo, de su vuelo –mientras con la quijada señalaba
al que la escuchaba- grandazo… aah… pero es ‹manolarga› el facineroso… Y ese día,
se me metió el demonio… Le dí… carajo… hasta que me dolieron los nudillos. Yo
estaba… -hizo gesto de copa con su pulgar e índice derecho- medio tomadita,
pero él estaba más… Y llegó pidiendo comida, como sí hubiera dejado algo para ‹elquecomer›….
Y me dio un manazo… Carajo… no sé de donde me salieron fuerzas… Quedó privado…
Mi cuñada llamo a la policía… Y ya luego, yo estoy aquí. Me faltan tres días
para irme, con redención de la pena por haber trabajado…” El hombre aplaudió: “Regalémosle un aplauso a Seberdina… que se
va en tres días”. Todas se sumaron en algarabía. “¿Alguna quiere decirle algunas palabras?” Una muchacha, por sus
formas, colombiana, le habló bonito: “Ojalá,
algún día pueda yo ir a Campanas, a tu pueblo, y espero no encontrar a ese
hombre en tu casa. Te quiero mucho”. Volvimos a aplaudir. La colombiana,
sin embargo, aprovechó la oportunidad: “Mi
mamá (se refería a Seberdina) ha estado aquí como un año, pero ¿Por qué? El hombre
le pegó y ella se defendió y, no era la primera vez… ¡Ud. es juez ¿no?! ¿No hay
el derecho a la legitima defensa? Ella no tenía que estar aquí. Él, en cambio,
sí; pero está libre…. Como si nada”. Y la efervescencia de la indignación
parecía contagiarse en sus almas.
Eran algo cuarenta mujeres. Ese día recibieron la visita de los alumnos
de la UPAO, del curso de Práctica Jurídica II. La idea era ofrecerles una
charla sobre “beneficios penitenciarios”. Los alumnos se habían preparado para
eso; más el aprendizaje fue nuestro. Ellas sabían poco de derechos -al menos de los que pretendíamos discursear- pero de la
dureza de la vida eran maestras. Unas, con sus pequeñitos –unos de dos, otros de tres
años- intentaban comportarse para escuchar a las demás y, luego alcanzar una
bolsita en la que como regalo se les entregaba algunos útiles de aseo: pasta
dental, papel higiénico, jabón, toallas higiénicas…. En algunas hasta jabón de
ropa. Y el asunto empezó con “¿Alguna
sabe que son los beneficios penitenciarios”? y luego siguieron más
preguntas ¿Qué otros beneficios conocen? ¿Qué
derechos da la liberación condicional? Y en ese tamizaje de saberes no podía
evitarse los ayes y lamentos: “Yo he
cumplido con todo. Y el juez no me ha dado solo porque dice que no confía en mí”
Y otra, sin necesidad de autorización “es
que los jueces son malos” y, otra: “¿Malos?
Malos, no. Corruptos… págales y vas a ver”.
Y desde los beneficios penitenciarios, de la ausencia de un asesor
jurídico que les permita formar sus expedientes o de la falta de un psicólogo
que les ofrezca consejería y, de la escasa presencia de un cura para que les
preste consejería espiritual, pasamos a los más negro de la justicia: la
corrupción. La mujer se ganó el oído de todos: “Mi familia le ha pagado a mi abogado diez mil soles, porque dice que
con eso me va a sacar. Así me ofreció, porque con ese dinero iba a comer el
fiscal, el secretario del juez y el juez… Me dijo que en tres meses era libre y
ya van como ocho. Casi que alcanzo el año. ¿Será que como me pidió doce mil y
solo le he dado diez… quien sabe…?” El hombre solo le dijo: “Ojalá pronto alcances tu libertad. Estoy
seguro que tus hijos la merecen. Ellos estarán muy contentos de tenerte consigo;
pero, si por tal dinero te ofrecieron libertad, sin que tu hayas visto siquiera
la luz del sol en tan largo tiempo lo más probable es que te hayan engañado…
¿No dices que tu abogado ya no te contesta las llamadas y que has tenido que
recurrir a la defensa pública? No niego la opción de jueces corruptos, pero a
veces nos dejamos ganar por las ansias de libertad que queremos conseguirla a
cualquier precio… y justamente por cosas fáciles nos encontramos aquí: querer
pasar droga al penal en una botella de gaseosa, vender droga en cantidades
pequeñas para decir que somos consumidores, por no pagar los alimentos de
nuestros hijos, creer que podemos envenenar al marido sin que nos descubran”.
Eran mil historias y todas ellas merecedoras de alguna gracia jurídica,
de la indulgente mirada de la justicia, de alguna migaja de beneficio
penitenciario. Allí había una mujer de pelo corto, estaba parada al filo de una
puerta y, espetó: “Ud me ha puesto doce
años de cárcel por nada… Yo soy fulana de tal”. Y le replicamos “Uy… sí. Tu cara me parece conocida… ¿Hace
seis meses fue eso?” La mujer había llegado –al parecer- a sabiendas de que el
juez que la había condenado estaba allí. Sacó su sentencia y leyó: “La traza del pelo recortado como de varón
es un indicador coincidente con la descripción que efectúa la agraviada, a la
que le robaron su cartera, documentos personales y su celular”. Y luego de
conversar –casi públicamente- de las razones de la sentencia, ella no se sentía
convencida de su culpabilidad pero aceptaba que había poco que hacer con tantas
pruebas en el expediente. Se limitaba, al “pero
son pruebas prefabricadas”: el celular no era de la agraviada, lo puso el
policía, era un celular inservible; el arma encontrada era una de juguete y, el
conductor de la moto nunca fue intervenido, porque era un datero de los polis…
Al final, entre reclamos, risas e inconveniencias, la conversación con esta
mujer terminó con un “gracias por
escucharme” y, un “te pido disculpas
por tanto dolor”. Y entre risas: “pero
son doce añazos, la primaria y la secundaria completa… De vez en cuando, como
ahora, visítenos”. El hombre ofreció regresar y, una dijo: “pero regrese como civil, solo como abogado…
para que asuma mi caso”. La de pelo corto reafirmo: “Sí. Para que me tramite la revisión en la Corte Suprema”.
Los alumnos por su parte… también asumían los dolores de aquellas
mujeres y, desde sus cortas experiencias estudiantiles se dieron cuenta que, en
tan pequeño espacio hecho de ladrillos se pueden esconder tan grandes dolores en
las almas, que basta un oído atento para que el alivio se contente
satisfactoriamente. Ese día, el profesor fue el alumno y los alumnos, otra vez
alumnos, de historias que les afirman sus preferencias por el derecho… la
voluntad de alcanzar justicia para sus causas.
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