domingo, 3 de noviembre de 2024

Dolores

 “¡Eres bien huevona, ¿no?!” Las mujeres de alrededor se sonrieron con gusto. “Me dices que te condenaron por vender droga en tu casa, que te dieron la oportunidad de una pena chiquita, de ir a firmar cada mes con reglas de conducta y, ¿Qué por ‹facilidad› te fuiste a vivir con tu comadre que también se dedica a la venta de droga?” La mujer puso cara de perro reñido… “¡Así fue…! Yo solita me jodí”. El hombre le sonrió con piedad… Y con chanza le dijo: “Te daría un abrazo… pero ¿y si me siembras un quetito…? ¿Qué hago?” Sonrió ella, porque ella misma, decía en su relato que, en esta vez, no le encontraron nada, pero que en las actas policiales siempre les ponen cosas de más..  que en el cuarto de su comadre si había de la buena, ‹de moño rojo› y otras cositas. Para su mal, la comadre, ese día de la intervención, no estaba. Andaba de fiestera por, no sé qué, caserío de Sechura. Se rieron y, otra mujer se adueñó del imaginario micrófono.

“Señor juez estoy aquí, porque le quiñé la cara a mi marido”. Lo decía con esa voz cantarina que, ahora no puedo dibujar con letras, pero que suena bonito en el oído de los piuranos. Lo decía mientras sus puños se los acercaba repetidamente a la cara. El interlocutor, le retrucó “¿Le quiñaste…? ¿Con el cortaúñas? ¿Con el cuchillo? ¿Cómo fue? Ella, se limitó a un “Noooooo…. Ya estuviera condenada a 35 años”. Y mientras lo decía, miró compasiva a otra reclusa, una jovencita que se encontraba a unas sillas de sí. La buena moza aludida se avergonzó. Y continuó sin miedo: “Le pegué a mi marido con estas manos. Él es grandazo, de su vuelo –mientras con la quijada señalaba al que la escuchaba- grandazo… aah… pero es ‹manolarga› el facineroso… Y ese día, se me metió el demonio… Le dí… carajo… hasta que me dolieron los nudillos. Yo estaba… -hizo gesto de copa con su pulgar e índice derecho- medio tomadita, pero él estaba más… Y llegó pidiendo comida, como sí hubiera dejado algo para ‹elquecomer›…. Y me dio un manazo… Carajo… no sé de donde me salieron fuerzas… Quedó privado… Mi cuñada llamo a la policía… Y ya luego, yo estoy aquí. Me faltan tres días para irme, con redención de la pena por haber trabajado…” El hombre aplaudió: “Regalémosle un aplauso a Seberdina… que se va en tres días”. Todas se sumaron en algarabía. “¿Alguna quiere decirle algunas palabras?” Una muchacha, por sus formas, colombiana, le habló bonito: “Ojalá, algún día pueda yo ir a Campanas, a tu pueblo, y espero no encontrar a ese hombre en tu casa. Te quiero mucho”. Volvimos a aplaudir. La colombiana, sin embargo, aprovechó la oportunidad: “Mi mamá (se refería a Seberdina) ha estado aquí como un año, pero ¿Por qué? El hombre le pegó y ella se defendió y, no era la primera vez… ¡Ud. es juez ¿no?! ¿No hay el derecho a la legitima defensa? Ella no tenía que estar aquí. Él, en cambio, sí; pero está libre…. Como si nada”. Y la efervescencia de la indignación parecía contagiarse en sus almas.   

Eran algo cuarenta mujeres. Ese día recibieron la visita de los alumnos de la UPAO, del curso de Práctica Jurídica II. La idea era ofrecerles una charla sobre “beneficios penitenciarios”. Los alumnos se habían preparado para eso; más el aprendizaje fue nuestro. Ellas sabían poco de derechos -al menos de los que pretendíamos discursear- pero de la dureza de la vida eran maestras. Unas, con sus pequeñitos –unos de dos, otros de tres años- intentaban comportarse para escuchar a las demás y, luego alcanzar una bolsita en la que como regalo se les entregaba algunos útiles de aseo: pasta dental, papel higiénico, jabón, toallas higiénicas…. En algunas hasta jabón de ropa. Y el asunto empezó con “¿Alguna sabe que son los beneficios penitenciarios”? y luego siguieron más preguntas ¿Qué otros beneficios conocen? ¿Qué derechos da la liberación condicional? Y en ese tamizaje de saberes no podía evitarse los ayes y lamentos: “Yo he cumplido con todo. Y el juez no me ha dado solo porque dice que no confía en mí” Y otra, sin necesidad de autorización “es que los jueces son malos” y, otra: “¿Malos? Malos, no. Corruptos… págales y vas a ver”.

Y desde los beneficios penitenciarios, de la ausencia de un asesor jurídico que les permita formar sus expedientes o de la falta de un psicólogo que les ofrezca consejería y, de la escasa presencia de un cura para que les preste consejería espiritual, pasamos a los más negro de la justicia: la corrupción. La mujer se ganó el oído de todos: “Mi familia le ha pagado a mi abogado diez mil soles, porque dice que con eso me va a sacar. Así me ofreció, porque con ese dinero iba a comer el fiscal, el secretario del juez y el juez… Me dijo que en tres meses era libre y ya van como ocho. Casi que alcanzo el año. ¿Será que como me pidió doce mil y solo le he dado diez… quien sabe…?” El hombre solo le dijo: “Ojalá pronto alcances tu libertad. Estoy seguro que tus hijos la merecen. Ellos estarán muy contentos de tenerte consigo; pero, si por tal dinero te ofrecieron libertad, sin que tu hayas visto siquiera la luz del sol en tan largo tiempo lo más probable es que te hayan engañado… ¿No dices que tu abogado ya no te contesta las llamadas y que has tenido que recurrir a la defensa pública? No niego la opción de jueces corruptos, pero a veces nos dejamos ganar por las ansias de libertad que queremos conseguirla a cualquier precio… y justamente por cosas fáciles nos encontramos aquí: querer pasar droga al penal en una botella de gaseosa, vender droga en cantidades pequeñas para decir que somos consumidores, por no pagar los alimentos de nuestros hijos, creer que podemos envenenar al marido sin que nos descubran”.

Eran mil historias y todas ellas merecedoras de alguna gracia jurídica, de la indulgente mirada de la justicia, de alguna migaja de beneficio penitenciario. Allí había una mujer de pelo corto, estaba parada al filo de una puerta y, espetó: “Ud me ha puesto doce años de cárcel por nada… Yo soy fulana de tal”. Y le replicamos “Uy… sí. Tu cara me parece conocida… ¿Hace seis meses fue eso?” La mujer había llegado –al parecer- a sabiendas de que el juez que la había condenado estaba allí. Sacó su sentencia y leyó: “La traza del pelo recortado como de varón es un indicador coincidente con la descripción que efectúa la agraviada, a la que le robaron su cartera, documentos personales y su celular”. Y luego de conversar –casi públicamente- de las razones de la sentencia, ella no se sentía convencida de su culpabilidad pero aceptaba que había poco que hacer con tantas pruebas en el expediente. Se limitaba, al “pero son pruebas prefabricadas”: el celular no era de la agraviada, lo puso el policía, era un celular inservible; el arma encontrada era una de juguete y, el conductor de la moto nunca fue intervenido, porque era un datero de los polis… Al final, entre reclamos, risas e inconveniencias, la conversación con esta mujer terminó con un “gracias por escucharme” y, un “te pido disculpas por tanto dolor”. Y entre risas: “pero son doce añazos, la primaria y la secundaria completa… De vez en cuando, como ahora, visítenos”. El hombre ofreció regresar y, una dijo: “pero regrese como civil, solo como abogado… para que asuma mi caso”. La de pelo corto reafirmo: “Sí. Para que me tramite la revisión en la Corte Suprema”.

Los alumnos por su parte… también asumían los dolores de aquellas mujeres y, desde sus cortas experiencias estudiantiles se dieron cuenta que, en tan pequeño espacio hecho de ladrillos se pueden esconder tan grandes dolores en las almas, que basta un oído atento para que el alivio se contente satisfactoriamente. Ese día, el profesor fue el alumno y los alumnos, otra vez alumnos, de historias que les afirman sus preferencias por el derecho… la voluntad de alcanzar justicia para sus causas.

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Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...