Resultó un tantito forajido. Quiso salir antes y hubo consecuencias. Apenas
tenía muy pocos años, quizá dos o, a lo mejor tres. Un cuerpecito bastante
debilucho permitía que los males ingresaran pronto y le afectaran. Algunas
mujeres viejas, paridas y con experiencias en prole, no le auguraban esperanza
alguna… respiraba con dificultad, comía casi nada y el calor corporal había
aumentado. El médico le había recetado las medicinas necesarias pero no hacían
efecto y, lo que magramente se lograba, con el transcurso de las horas se
perdía… quizá habría que abrirle la puerta a la resignación… que la palidez de
sus ojos le impidan mayores sufrimientos.
La mujer cogió a niño entre sus brazos y, lo escondió entre su pecho de la
muerte. Abrió la puerta y, en lo que terminaba la madrugada, se echó a caminar,
implorando al cielo con el corazón estrujado, mojando con sus lágrimas parte de
su vestido. Anduvo por el camino de la quebrada, quebrada arriba, con el paso
apurado, quizá unos cuatro kilómetros, quizá menos, quizá más. Llegó con
las primeras luces del alba… un perro le acompañaba. Los del lugar, al ver a
los desconocidos ladraban. No había necesidad de nada. El humo del fogón y el
olor del café se sentía a metros de la casa… tocó la puerta, mientras que la
dueña de la casa le abría advertida por el ladrido de los escuálidos
perros. “¿Mi padrino?” preguntó sin saludar y evidenciando su angustia. La
visitada, advirtió el riesgo y le pidió que espere mientras la invitaba con el
gesto a pasar a su sala. “Pedrooo”, gritó… “Apura Pedro… el muchachito…” Un
hombre, ya entrado en años, apareció detrás de la cortina de tela, con cara de
durmiente y a la vez de preocupación. Se ponía, mientras tanto, una camisa.
La mujer, mostró al niño… “Mi hijo… mi hijo está mal”, dijo la
mujer como saludo…
Pedro Tomás, era un curandero, viejo, de confianza, de cabecera.
Lanzaba los naipes sobre la mesa, miraba en sus botellas las hierbas encurtidas
en aceites aromatizados y salazonados en sus propias savias. Era su
padrino de bautizo, amigo de su padre, de mutua confianza, agorero de noticias
buenas y seguro efectivo de las malas vibras de los envidiosos. Había librado
de enfermedades a casi todos los suyos… Había acertado, incluso cuando la
ciencia médica no ofrecía remedio alguno. Quizá esta sería una nueva
oportunidad… En otros tiempos, curó a su compadre de unos dolores de
articulaciones que le impedía caminar con tranquilidad, le anunció que perdería
la vista con mayor gravedad que la que ocurre con el común de los mortales. Un
plato de comida ofrecido en un funeral, estaba preparado para causarle males
personales, en sus hijos en sus bienes, en sus animales… Esa pérdida de visión
progresiva había sido provocada por ese embrujo. “Lo que se come, ingresa en el
cuerpo, en las venas y es muy difícil de evitar sus consecuencias. No coma lo
que le ofrezcan fuera de su casa… Si insisten, llévelo. Ni siquiera se lo dé a
sus perros. Haga un hueco en el corral y entiérrelo. Le hecha un poco de sal.
Tenga cuidado con lo que come”. Así le recomendó en aquella oportunidad y, de
eso ya habían pasado muchos años.
“Ay muchacha… no tenías que traerlo…” le dijo a la mujer como respuesta a
su lamento. Ésta intentaba no sollozar. El hombre le reprochó con cariño, se
metió en un pequeño cuartito, se quedó en silencio unos minutos, quizá rezaba.
Le pidió que ingrese. Sobre el escritorio de madera había un crucifijo, una
imagen de la virgen María y otra de San Antonio. Los tocó y cogió el mazo de
naipes que se acomodaba en una de las esquinas, barajó mientras decía unas
palabras en voz muy bajita y, finalmente, le pidió a la mujer separara en dos
el grupo de naipes. Los lanzó a la mesa unos tras otros, mientras formaba una
figura que parecía una cruz… Su cara exponía gestos de angustia, se sumaba a la
que ya tenía por ver a su ahijada en tan mal estado. Quien sabe que veía en las
figuras que adornaban cada carta… finalmente sonrió. “No te preocupes mujer…”
Cogió una carta, la última lanzada y la mostró: Era un varón emperifollado en
ropas elegantes. “Este es el rey, el más importante de la baraja. Le ha vencido
a la muerte”, le dijo mientras mostraba una segunda carta, que ya había sido
lanzada con anticipación. Tenía como ilustración un personaje oscuro, escondido
detrás de una túnica y de la que solo se veía una huesosa mano que sostenía una
guadaña. “Tu hijo va a vivir. No te preocupes”. Volvió a recoger las
cartas y las lanzó por segunda vez. Mientras hacía eso le preguntó: “Cuéntame
cómo fue tu embarazo”. La mujer le dio detalles y, luego, le volvió a decir en
forma de interrogación ¿Y porque se quedó en el hospital la criatura?”. La
mujer explicó que se complicó el embarazo y se adelantó el parto en dos meses…
“Allí está el asunto”, replicó… “Esto te pasa por apurado”, anunció mientras
miraba con cariño al menor que, se acurrucaba en los brazos de su madre.
“Sus problemas respiratorios vienen porque al nacer sin el tiempo de
ley, los pulmones no se terminaron de madurar. Habrá que completar con plantas
medicinales lo que la naturaleza no hizo. Tenemos que reforzar esos
pulmoncitos”. El hombre, tenía también libros de medicina, sabía cosas de
anatomía humana y, cuando algo no le convencía o cogía sus libros de medicinas
naturales, o de bajaras o un vademécum de terminología médica. Leyó, en esta
vez, algunas páginas de los tres tipos de libros, lanzó por tercera vez las
cartas y luego, cogió un lapicero, arrancó una hoja de una libreta anillada y,
escribió una receta. Había que, juntar varios ingredientes, entre
otros: verdolaguilla –que crece en las orillas húmedas de las quebradas,
alcanfor, miel de abeja, zumo de cascara de limón y otros vegetales, con los
que había que lograr un extracto líquido que debía dárselo a tomar –por muy mal
sabor que tuviera- dos veces al día por un año entero. Si se quisiera mejorar
con mayor rapidez, habría que poner dos gotas en cada fosa nasal, tres veces
por semana. Anunció, que esta última tarea sería dolorosa, porque la acidez del
remedio hiere las mucosas nasales y produce harto dolor… “Si quieres a tu hijo,
tendrás que hacerlo”.
Sobre el regazo de la madre, descubrió al niño, lo revisó cuidadosamente…
miró un lunar extraño que tenía en el cuello y, dijo mirando a la mujer: “Ese
es de tu familia. Lo conozco bien”, mientras sonreía complacido. Le habló
mimosamente a la criatura, estrujó su cuerpecito con delicadeza, lo masajeo
mientras hacía calladas oraciones y, más luego lo santiguó con una bolita de
papel de periódico. El terminar sus oraciones, extendió el papel y leyó sus
ajaduras… “No hay nada. Haz el remedio y empieza a darle a partir de mañana.
Mientras tanto, continúa con las medicinas del doctor, que aunque no parezca ya
están haciendo efecto. Ahora mismo, no hay fiebre. Aquí no hay maldad. Es
una cosa de la naturaleza, de Dios. Ten paciencia”.
Salió de la pequeña
estancia y regresó con un pocillo de café y un par de panes, acompañados de un
huevo criollo sancochado y se lo ofreció a la mujer. El alma le había vuelto al
cuerpo y, comió lo ofrecido y por el mismo camino andado, regresó a su casa… con
nuevo semblante, con otros ánimos.
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