“Me limpio las tripas con esas disposiciones” grito el rey. “Este es mi reino y aquí mando yo, después del señor Jesucristo”, masculló al final con afán de serenarse. El embajador, venido desde Orvieto, temió por su vida. Se sabía de las malas cóleras y de la rabiosa irascibilidad del rey Dn. Pedro III y ya las noticias de que le había cortado el pescuezo a Dn. Fernando Sánchez de Castro, algunos años antes, era de conocimiento de todas las embajadas, incluso, en la corte papal. El emisario, a ese momento, no sólo renegaba en sus adentros de haber aceptado la encomienda, sino que, además, se reprochaba: “Si fue capaz de ahogar a su hermano, y de degollarlo, después; en mi caso puede que la cosa sea peor. ¡Vaya la hora en que se me ocurre venir!”.
Y es que la
muerte de Fernando Sánchez de manos del infante Pedro, se parecía a la de Abel
desde las manos de Caín. Ambos eran infantes. Su padre el rey Jaime I, alias el
Conquistador, se encontraba en el trono y, había puesto sus esperanzas en el
primero: le había encomendado algunas tareas de negociaciones con varios
señores feudales de la España medieval, le encargó su propia defensa en el
viaje a Tierra Santa para participar en la cruzada de 1269, lo envió con
facultades diplomáticas con el rey Manfredo de Sicilia para adelantársele a
Alfonso X de Castilla en sus afanes de alianzas internacionales y posibles
extensiones comerciales. En cambio, al infante Pedro las tareas le fueron
otras: de mayores riesgos. Era el "policía" del reino. Se le encargó apagar
los tumultos, evitar las reyertas y poner el “estate quieto” a quien
pretenda generar inestabilidad en la monarquía de su padre. Su fama, por tanto,
era de la un guerrero despiadado y carente de empatía para con los demás. Sin perjuicio, ambos hijos,
pretendían el mejor querer de su padre, que, a su vez, vería la luz a la
repartición del reino... Con la muerte de Fernando, la luz solo fue para Pedro.
La
comunidad judía, por su lado, estaba muy bien asentada en Aragón. Así había sido antes, con
Jaime I; así lo era ahora, con Pedro III. Algunos miembros notables de la misma
actuaban como funcionarios de la corona y/o como asesores privados del rey. Un
mandamiento talmúdico dispone que los judíos le deben fidelidad a los reyes –y por
tanto a las leyes civiles- de los territorios en los que habitan. Se habían
ganado sus posiciones desde la afirmación de su fidelidad monárquica; empero sería
huera si no produce frutos para la corona. Tres eran las manzanas: los médicos judíos eran los mejores de esos días (pregúntenle a Sancho
I de León); su dispersión por el mundo, los hacía políglotas, así que, si se
necesitaba un traductor, los judíos eran muy buenos en esos menesteres: los que
conocían la lengua árabe, valían doblemente y, la tercera tarea, era la de las
finanzas. Eran excelentes en la contabilidad y también en las triquiñuelas
legales para acrecentar los patrimonios. Yusef Ravaia, el judío inspector de
cuentas, cobros y pagos de la Corona de Aragón, ingresó a la sala con paso
firme, se acercó al rey y al oído le dijo: “Aquiétese. No ponga en riesgo las
cuentas de la corona y, menos, las suyas propias”. “Gazmoño gálico”, replicó el
rey, insultando calladamente al papa Martín IV… Sus cóleras habían disminuido.
Otro hombre, judío por sus ropas, portaba un libro en el que, en escritura
hebrea –expuesta así para esconder la información acumulada- anotaba las
cuentas del reino. Le mostró un par de líneas y, con un gesto de negación, le
hizo saber que no era necesario pelearse con el embajador papal. En todo caso,
le aconsejó, era mejor enviar a emisarios propios para negociar los términos
del vasajalle solicitado.
Mientras
Pedro III había alcanzado el trono de Aragón en 1276; Martín IV era papa desde
apenas unos meses antes; desde marzo de 1281, cuando finalmente se logró “consenso”
entre los cardenales italianos y franceses para alcanzar su elección apostólica.
En realidad, este buen hombre había logrado el puesto desde las maquinaciones,
triquiñuelas y malas artes alcanzadas por el rey Carlos de Anjou, quien mandó a
apresar a dos cardenales italianos para adquirir mayoría. El nuevo papa, por
tanto, se convirtió en… no sé si marioneta… en un gran aliado del rey galo. El conclave para la elección de Martín se
realizó en Viterbo, distante a unos 80 km de Roma. Conviene decir que éste no llegó
a Roma. Nunca puso los pies allí en la sede romana. Prefirió hacer juramento y asunción del cargo
desde el castillo de Orvieto. Esta era una ciudad poderosa, económica y
militarmente. Su aliada era Florencia, por lo que había poco que temer entre
sus muros y castillos. Es más, los túneles subterráneos de la ciudad –aún bajo
ataque de sus enemigos- le daban no sólo la seguridad de huir, sino también la de
permanecer –si así lo elegía- sin mayores riesgos. Bajo la losa pétrea en que
se erige la ciudad, había otra, oculta y con sus propias seguridades, trampas y
acondicionamientos. Martin IV, por su origen, era francés, natural de Tours,
y por sus formas, nunca llegó a ser cabeza de la iglesia de Roma, al menos no, materialmente.
Regresemos…
Los emisarios papales regresaron sin haber conseguido mucho. Advertían que,
Pedro III ni siquiera se había inmutado; empero pudieron anotar información que
sería relevante para lo que vendría después, para decisiones futuras de la
corona papal, pero por sobre ellas, para decisiones del rey Carlos I de Anjou…
todas ellas relacionadas con el dominio y señorío del mar Mediterráneo. Y aquí viene
bien otras historias, que se relacionan con ‹privilegios› y ‹lengualarga›, que aparecen
en este muro. De ellas resalto dos ideas: Jaime I, padre de Pedro III, fue
excomulgado por el papa Inocencio IV y, para su readmisión en la Iglesia,
sujetó sus reinos a vasallaje en el año de 1246 y; la segunda, cuando Pedro III
juró su coronación como rey de Aragón en noviembre de 1276 “olvidó” varios
asuntos protocolares, entre ellos, jurar el vasallaje en favor del papa y otras
obligaciones en favor de distintos señores de esos terruños. La oferta aragonesa,
por tanto, de enviar a sus embajadores nunca se cumplió, al menos no, con las
intenciones de negociar subordinaciones. De otro lado, Carlos de Anjou y Martín
IV se convertirán en sus enemigos, en la piedra en el zapato para sus
pretensiones expansionistas.
Vayamos a
otros valles… Manfredo de Sicilia, al que hemos mencionado antes, por asuntos
que no viene a cuento explicar, fungió de rey de Sicilia desde el año 1254;
empero el papa Inocencio IV (uno que estuvo antes de nuestro Martin IV) solicitó que la isla debía sujetarse a la autoridad
papal y la solicitud fue denegada. Así que, le declaró la guerra a Manfredo y, con la
ayuda del tal Carlos I de Anjou le dieron muerte al mentado rey siciliano en el
1266 y, al verdadero heredero del trono , un tal Conradino, en el
1268. Estas muertes traerían
consecuencias en los intereses de la corona aragonesa... Luego de la visita del
embajador papal a las tierras de Aragón, dos días después, cuando Pedro III
departía con sus asesores; uno de ellos, le recordó que Constanza, su esposa,
las veces que correspondía al protocolo y, desde la muerte de Manfredo se hacía
llamar “reina de Sicilia”, asunto que no era baladí; dado que era hija de aquel
y, como tal, le correspondía la corona. El judío, asesor de sus personales
asuntos, concluyó: “Si Dios está con Ud. ¿Qué importa la voluntad de un papa
espurio?”. Una embajada, al día siguiente, se dirigía hacia Orvieto para pedir
autorización papal para una cruzada contra Túnez. El rey aragonés ponía en
marcha su maquinaria y sus mejores tretas para reclamar al menor costo,
aun por la fuerza, la corona de Sicilia. Contra la voluntad del papa o de
cualquier rey galo que intente ser inoportuno.
Y todo en nombre de la cristiandad.
Rostro de Pedro III, reconstruido con IA |
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