Tocaron la puerta. La mujer saludo con cierto afecto “Comadrita, como
está?” Luego de las palabras primeras y de la presentación del desconocido
acompañante, la visitante expuso la intención de la visita: quería un préstamo
para el compañero. Lo presentó como un hombre “estudiado”, con un nombre entre
sus colegas, y “de entera confianza”: a ella puntualmente le pagaba cada mes,
los desayunos y almuerzo que le servía. Y remató: “Es de buen diente ah…
pero paga bien, puntualito, eso sí. Hay que reconocer lo que es”. No dijo
más.
El hombre habló con soltura. Se sentó en una de las sillas del comedor
mostrando exceso de confianza y expuso que había sido enviado a trabajar por un
par de años en el lugar... Hizo referencia a las recientes lluvias y remató: “ahora
hay que aprovechar para hacer sembríos”. Explicó que necesitaba el dinero para
una urgencia de su hijo, para pagar una operación de apendicitis y ofreció
que en tres semanas devolvería el dinero, pero que para no perjudicarla
con los intereses, el pagaría todo el dinero, incluido “el servicio”, en
treinta días. La usurera, con cierta desconfianza, replicó ¿Y porque no va
al banco? Él contestó con rapidez: “Tengo crédito, pero demorará unos
siete u ocho días para que madure. Ud. sabe como son esas cosas y necesito el
dinero con urgencia. Mi mujer solo espera que le deposite en su cuenta para
poder hacer la operación. Si gusta me acompaña y Ud. verifica el depósito”.
La mujer le creyó y le entregó treinta mil soles. - “Comadrita Ud. es
testigo y garante. No se olvide”. – “Jajaja. No se preocupe
comadre. Acá el señor es de confianza”.
Cumplidos los treinta, la mujer espero ansiosa que el deudor toque la
puerta para el pago de lo pactado. No llegó así que le timbró a uno de tantos
celulares que solía andar en sus bolsillos. Le pidió no olvidara su compromiso
y que le esperaba por la noche. “De ese dinerito le doy de comer a los míos”
le dijo, para convérsele de su necesidad. Efectivamente el hombre, se apareció
esa noche, para pagar alguna parte de los intereses pactados. El mostró algunos
billetes, pero a la prestamista no le agradó el asunto. No era lo convenido.
Con la seriedad de ella, conversaron para “repactar” el contrato. El hombre, se
dio cuenta de su molestia, así que sacó de su relojera una sortija de oro y se
la ofreció como arras de su buena voluntad, mientras le decía: “Mire
Ud. si no le traigo el dinero mañana a las 12 del medio día, quédese con la
prenda como pago de los intereses. Vale mucho más que lo que ahora debo. Para
mi tiene un gran valor, pues fue de mi finado abuelo. Él me crió… así que le
tengo aprecio a esa prendita”. Era una sortija de oro macizo y
la había “incautado” a un delincuente al que acusó de haberle robado las
joyas a unos viejecitos que vivían en las afueras de ciudad. En realidad
parte de aquel robo, pero él, furtivamente, se la quedó para sí. Quizá pesaría
unos 12 gramos… Era oro del bueno. La mujer sonrió y, conocedora de sus
menesteres, se la metió entre su pecho, asegurándola con la tira del sujetador.
El hombre no cumplió su promesa. Quince días después volvió a la casa de la
mujer, con un pequeño paquete envuelto en un sobre manila, de esos de color
amarillo, algo ajado por el uso, pero todavía en buen estado. Le dijo: “Tengo
el dinero para devolverle, incluso para pagarle dos meses de intereses y para
recuperar la sortija que le dejé”, entreabrió el sobre y dejó ver el fajo
de billetes: eran dólares americanos. Y volvió a la carga: “Pero vengo a
proponer un negocio mejor: Hay un hombrecito que me vende una parcela y quiere
ochenta mil soles. Me falta cuarenta mil. ¿Podrá prestármelos y en dos meses le
devuelvo todo el dinero?” La mujer se asustó. “Noooo. No tengo ese
dinero. Ud. tiene prácticamente todo mi capital… ¿De dónde le presto
ingeniero?” Y replicó: “Pero Ud. podrá hacer algún préstamo en alguna
entidad financiera. De seguro con el título de su casa hasta algo más de lo que
necesito le podrá dar. En tres meses Ud. ha devuelto ese dinero y ha
acrecentado su capital casi en el cincuenta por ciento”. Le metió letra y
la mujer cayó redondita. Siete días después, la mujer le entregaba, en la
puerta de la entidad financiera, el dinero del sobre –que se lo había quedado
durante esos días en custodia- y el dinero que la Caja Municipal le había
prestado.
Un mes después, la policía la abordó cuando salió de comprar algunos
recados para la preparación de su almuerzo. “Señora”, le dijo el
uniformado “hay una denuncia contra Ud. por estafa en la comisaría y también
por venta de de drogas… acompáñeme, quizá con su declaración todo quede
zanjado”. Pidió unos minutos para apagar la cocina y, salió sin
presagiar su futuro. Entró en la comisaría y otro policía de gesto adusto
interrogaba a un sujeto de malas fachas: ¿Quién te vende la droga Mocarrito?
Preguntó. El acusado contesto “No sé el nombre de la mujer, pero vive
en la calle tal, cuadra tal, casa de tales características… Dicen que también
presta plata”. La mujer oyó y se sorprendió de lo oído. Identificaba, la
calle, el número de la cuadra y hasta las características de la casa: ¡Era la
suya! Lo miró asustada y esperó. El policía que amigablemente la había
conducido desde su casa hasta la institución pública cambió de un solo trazo de
gestó y le espetó: “¿Conoce Ud. al hombre que está allí?” La mujer,
asustada, negó con la cabeza, mientras que miraba el perfil del declarante. “No”,
dijo finalmente con voz tímida. Con gesto adusto, el policía le indicó
que había graves denuncias en su contra, que le había hecho seguimiento de
hacía algunas semanas, que había movimientos sospechosos en su casa, que
personas la sindicaban como distribuidora de drogas y que se dedicaba al
“blanqueo de dinero” y le remató: “Ud. es viuda. Su casa está siempre
puestecita, he visto que sus muebles están en buen estado, su ropa es de buena
calidad y no tiene trabajo estable ¿De donde saca Ud. el dinero?”. La mujer
solo esbozo una sonrisa miedosa y murmuró: “De mis negocitos…” –“Esta
complicado su asunto”, retrucó. De su cajón sacó un código penal de pasta
azul y fingió leer: “Por tráfico ilícito de drogas hasta 35 años de pena
privativa de libertad”. Mientras se paraba, masculló: “Espere un rato, el
Comisario le va a interrogar”.
Luego de unos minutos… una voz le habló: “Doña Chepa, que hace aquí”.
La mujer regresó la mirada con temor y en el instante siguiente se convirtió en
esperanza. “Ingeniero, me dicen que vendo drogas pero Ud. sabe que no.
Conoce a alguien que me ayude”. Era su deudor. Se sonrió con malicia y le
señaló: “Soy abogado… déjeme que se puede hacer”. Caminó unos pasos y
habló con el policía que la custodiaba. Este cogió del escritorio un folder lleno
de papeles y se los entregó. El hombre le hizo una seña y se metió en otra
oficina. Luego de varios minutos, en realidad, más de media hora, salió,
con cara de angustia, de preocupación: “¿Vende droga? ¿Sabe Ud. que es el
delito de lavado de activos? El expediente policial está complicado y las penas
son altas…. Yo no soy ingeniero. Soy fiscal… haré todo lo posible por ayudarla.
Ahorita la van a detener. Está complicado”. Todo eso, sin apartarse de su
cara de angustia y preocupación. La mujer pasó al calabozo y éste recomendó: “trátenla
bien ah”. Igual, el calabozo era una inmundicia, los olores fecales se
confundían con las soeces rimas garabateadas en las paredes. Un hediondo
colchón se acurrucaba en la esquina más oscura. La mujer sólo podía sacar su nariz
por los espacios libres de la reja.
Tres horas después la sacaron del humillante calabozo. El fiscal le dijo:
“Los delitos son graves y pueden ir hasta con 35 años de prisión. No puedo
hacer nada…” La mujer sollozante le rogó por sus hijos, por el amor de su
madre, por la amistad de ambos. “En nombre de esa amistad, es que debo
atender a los que han hecho la investigación, son seis policías y el Comisario
los que firman las actas… habrá que darles una buena propina. Debe ser muy
buena, ah… porque los delitos son muy graves. Y eso que no está el asunto de la
usura. Eso de prestar plata con intereses también es delito… Pero no se
preocupe. Eso no va a salir”. Se volvió a ir y regresó: “Dice el
hombre que son diez mil soles…” La mujer agravó su gesto de preocupación y
sin importarle continuó “…por cada uno”. Un lamento se oyó en la
pequeña sala: “Doctor no tengo ese dinero… Ud. sabe que no lo tengo….” –“Así
son las cosas, señora. A veces se gana, a veces se pierde”; replicó. La
mujer, no tenía alma, había sido ahogada en lágrimas, pero aquel hombrecito le
dio una salida: “Mire… le debo yo ochenta mil verdad… Yo me encargo de pagar
a los policías, quedan diez. Esos me los dejo por mi negociación. Le parece?”
No lo podía creer, la mujer sabía que todo estaba perdido... Y pensó ¿si
llamo a un abogado? Y adivinándole sus pensamientos, bondadoso él, le
recomendó: “Ni piense en abogados porque le cobrarán un poco menos pero
igual Ud. perderá la libertad. O mi propuesta o su libertad”.
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