Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio... Le gustan aquellas de empastado negro. En ella guarda sus quehaceres diarios. Desde las notas para sus clases universitarias hasta las líneas estructurales de sus argumentos ante los tribunales. Cada folio es un amasijo de cosas… citas jurídicas, ideas sobrevinientes, quehaceres domésticos, sumatorias de cuentas de quien sabe que cosas, libros por leer, pasajes bíblicos… mil cosas.
Lamentaba, cada vez, que muchas hojas de su agenda, de los días venideros, estuvieran a medio llenar y con cosas programadas a más de un mes… La razón fundamental de los vacíos -esos a los que les tenía fobia- era que “los jueces y los secretarios son ociosos… siempre patean para adelante las audiencias…” Se quejaba de dejar vanos para reacomodar su propia agenda... "¿Cómo es que tengo que depender de la vida de otros?", se preguntaba con tono de aflicción.
Sin perjuicio, en algunas de las páginas, puede leerse en algunos días cosas como “viene del día tal, del mes cual”. Y hace referencia a la necesidad de reacomodar sus actividades solo porque en un día específico y en una hora dada, donde se anota -por ejemplo- dar un paseo vespertino o visitar a menganito. Esta acción se modifica por el hecho de que recibió una retrasada notificación indicándole -para ese día y momento- una audiencia judicial. Se alegraba porque al fin tendría la audiencia que tanto se había demorado… se agriaba, porque… porque le modificaba una actividad que probablemente nunca haría… Su molestia, en realidad, era con la vida. No tenía amigos. En el edificio donde funciona su estudio, se ubican otros tantos y, en los pasillos siempre se saludan con deferencia, casi con afecto amical... A ella sin embargo, no pasaban del "doctora", con una levantada de de cejas, como mejor saludo. Es más, desde las puertas abiertas siempre podía ver -en momentos de ocio- a los otros abogados (y abogadas) departiendo risueñamente... Ella nunca estaría allí. No tenían afanes de invitarla. Era... algo como un "mala vibra" colectiva. A nadie le había hecho nada, pero todos la evitaban con denuedo. Cae mal... como esos chapuzones vespertinos inesperados, que te encuentran en la calle y sin nada con que cobijarse.
Su agenda, siempre iba bajo el brazo... o en su cartera. De encontrarla, podría verificarse que no tenía nombre ni datos de identificación. "Es mía, personal, yo la porto; por tanto no necesita que escriba mi nombre por que sé como me llamo", habría dicho alguna vez, como explicación, cuando regresó a una tienda de regalos luego de haberla olvidado. Conviene decir que, los folios de su agenda siempre dejaban un margen en los laterales de cada cara, para marcar -cada bendito día del año; en cada noche, antes de dormir, la cosas que efectivamente se cumplían y, aquellas otras que no. Al final, en la esquina inferior de cada folio, ponía una “p” o una “n”… positivo o negativo, según las sumas de “vistos” o de las “aspas” de cada actividad. Cuando los resaltadores se hicieron comunes, el verde era su preferido… resaltaba, fundamentalmente, las actividades logradas. En su mesita de noche, había un contenedor de vidrio -que en otros tiempos lo fue de café instantáneo- con tres o cuatro, para evitar su falta. Sin embargo, también odiaba al “puto” marcador: exponía la gran cantidad de tareas que realizaba al día, sin importar el involucramiento de otras personas para esos afanes… "Si en el mundo solo viviera yo... sería feliz".
Vivía en el mundo... para hacer la vida difícil a los otros. El asunto es fácil de explicar: Sentía un malestar en las encías… Llamaba al consultorio del odontólogo para una cita. Si la secretaria -o quien hiciera sus veces- dijera: “Sra. Gilaura… la agenda está llena. Le programo para mañana en la primera hora de la tarde ¿le parece?”. Fingía dolor, multiplicando su malestar por mil y haría lo imposible para que su atención se realice en el día. Si hubiera necesidad de llamar al mejor amigo del odontólogo para que lo convenza de una atención adicional, no dudaría de hacerlo… En una de tantas, llegó a la biblioteca municipal tres minutos antes de cerrar y, ante la cara de cansancio de quien atiende, ponía su mejor carita, una angelical, para “revisar el libro tal por tres minutos… En lo que vas acomodando tu escritorio, apagando la computadora y revisando tu monedero, te aseguro que termino…”. Se le dio pase solo porque sabían que no dejaría de insistir. Claro, "el Luis", el señor encargado de la limpieza, tenía una consigna: bajar la palanca de la electricidad. Y así fue… allí se acabó esa visita. Su compulsividad por hacer las cosas que ella misma programaba, era más que sus edulcoradas y falseadas formas de pedir la contribución de otros en sus asuntos personales. Le importaba poco los demás.... importaba que se cumpliera sus programaciones diarias.
Su agenda tenía vida propia y, ella era esclava de ésta. ¿Qué hoja será la que no tenga un renglón sin escribir? Si, quizá los sábados, pero ni tanto. Eran los días dedicados a la enseñanza universitaria y, al menos, algún diagrama había en la que diseñaba lo que sus alumnos tendrían que padecer… Eso, por las mañanas. Las tardes, tenían con rojo, una escritura que decía, “dormir” y, copaba dos líneas. El segundo y cuarto sábado del mes, en vez de "dormir", indicaba: "lavandería". Luego, habría una visita a las amigas, algún encuentro cinéfilo, ir de compras, o limpiar las hojas de sus plantas de maceta. La libreta de apuntes diaria no recogía los plañidos que suponía expresiones semejantes a “para que me comprometí…pero ya. Hay que cumplir”, o “Si yo cuido mis plantas, porque se les secan las hojas…” La mujer era de mil cosas, sin importar la importancia que merecieran… Tenía miedo al ocio… salvo cuando era horario de labores… Un alumno: “nos pone a leer separatas y nos remite a discusiones bizantinas, solo para quedarse pegada a su celular mirando videos… digo… porque suele reírse”. En el horario de labores, el miedo al ocio, el horror al vacío, se iba por un tacho…
En fin… toda su vida era un abanico de cosas actuadas y por hacer. La retahíla de agendas que se acumulan en el fondo del ultimo cajón de su escritorio es testigo colectivo de aquello que no le podía ocultar a la almohada cada noche: “¿Qué pasaría si Dios me encontrara sin hacer nada? La vida hay que vivirla sin desperdiciar ni un minuto. Cualquier vaciedad es una afrenta al amor infinito de Dios. Que la muerte no me encuentre dormida” y luego recitaba de memoria un pedazo del salmo 23: "Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento". Era su TOC.
El miedo al vacío llenaba su vida... Toc, toc, toc.
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