El chiquillo llegó por mi casa. Era, más o menos, de mi edad y portaba un
contenedor de tecnopor en el que guardaba los marcianos de la venta. El sol de
mediodía alumbraba como sabe hacerlo en este terruño muy próximo al Ecuador.
Debía ser tiempo de vacaciones o quizá un domingo. La puerta de la sala
estaba abierta de par en par, al igual que la ventana de la casa de madera de
los abuelos. Tocó la puerta y luego se anunció con el “a veeeer” muy
nuestro, muy de los piuranos…
A esas horas no eran ordinarias las visitas y, en todo caso, los vecinos
que pudieren llegar lo hacían por el postigo, que era el espacio en el que
habitualmente hacíamos nuestra vida ordinaria. Insistió con el “a veeeerrr” y,
finalmente salimos a la sala, dos o tres mujeres y este pechito… El chiquillo
anunció la venta de bolos. Así le llamábamos los mancoreños a lo que en otros lugares
les denominan “bodoques”, “marcianos”, “chalacas”, “chups”... Alguna de
las convidadas, antes que preguntar por los sabores, lo inquirió ¿Tú quién
eres? ¿No vives por aquí? El chiquillo contestó, aunque no recuerdo qué, pero
mi madre aprovechó el asunto para darme una clase de buenos modales y, con la
que –además- le subía la autoestima al ocasional vendedor: “Ya ves, este
niño le ayuda a su mamá… además de las tareas escolares se da tiempo para
colaborar en la economía familiar y, seguramente su cuarto está ordenado: la
cama hecha, los zapatos en su lugar, la ropa sucia en el bote correspondiente
y, ya habrá hecho las tareas y, bla, bla, bla…” En ese rato odié a ese
chiquillo.
Mi madre lo reconoció en cuanto lo vió y también yo sabía quién era. En el
único colegio primario de mi pueblo, todos los chiquillos nos conocíamos,
aunque sea de nombre y de cara. No éramos amigos, pero sabía cuál era su salón
y quien su profesor. Su salón de clase era el primero de la entrada tomando la
vereda del lado izquierdo, su profesor era un moreno, flacucho y medio
vozarrón, fanático del fulbito y de su "monark" que lo llevaba a
todos lados. De allí lo conocía y no era del barrio… De hecho, para llegar
hasta mi casa, con una caja de bodoques a cuestas y al mediodía, significaba
que había recorrido algo más de kilómetro y medio de soledad, de un camino de
tierra en que las casas se hallaban distanciadas unas de otras y, si por cada
una de ellas, había tenido que esperar en la puerta y sujetarse al
interrogatorio de vecinas “chismocientas”, entonces debió salir de su casa,
cuando menos a las diez de la mañana. Una de mis tías, le alcanzó una
vianda de agua, la que se tomó con avidez, mientras que le anotaba con cierta
severidad: “no te vayas a comer los bolos porque si no…. Juummm, se olvidan de
la buena venta y te cae…” El chiquillo sonrió con timidez.
¿Y cómo va la venta?, le volvieron a preguntar. Quedaban pocos hielos
edulcorados en el contenedor. Quizá solo unos doce o quince. Le compraron tres
y se los comieron entre ellas… “Estas agripado. Te hace mal”, me dijeron como
mejor justificación para no invitarme. Le recomendaron al ocasional vendedor
regresara a su casa, “porque ya estaba muy lejos de ella”, pero este anunció:
“No. Voy a donde mis abuelos y luego me regreso”. La casa de
sus abuelos también era de maderos, como la de los míos: de durmientes que
hacían de pilares y sobre los que se encajaban tablones lograban las paredes
limitantes con los vecinos y las divisorias internas de la casa. La diferencia
es que la casa de sus abuelos se parecía mucho a las que había en El Alto,
suponían la construcción de un tabladillo con una escalera de acceso, que
permitía que las casas tuvieran pisos de madera que sonaban como un cajón de
resonancia o crujían según el “sabor” de la madera o la corporeidad del
andante. La nuestra no tenía ese tabladillo, el piso era de cemento y no
producía esos requiebros de sonidos.
Conocía la casa de sus abuelos y conocía a sus abuelos. Un par de
viejecitos que solían pasar las tardes sentados en sus perezosas o en alguna
silla de madera, cada cual al lado de su puerta mirando a los chiquillos –y
entre ellos, a alguno de sus nietos- que jugaban frente a ella. No eran de
muchos amigos, pero algunas veces cuando mi madre volvía de las chacras de la
quebrada Fernández, se quedaba en su corredor para saludarlos; en otras
acudía a ellos para que santiguaran a alguno de los churres de la casa, sea
porque los “ojeaban” , sea porque presentaban malestar de cuerpo. Esas eran las
ocasiones en las que podía subirme a su pequeña terraza o entrar en la
sala de esa casa de maderos para caminar sobre su piso y sentir el crujir de
sus durmientes o el taconeo de sus tablas… No había como esconderse, el piso de
madera era siempre el anunciante anticipado de aquel que por él pasaba.
De esas casas de madera, solo había tres en mi pueblo. Cuando menos dos yo
recuerdo. Las demás se confeccionaba de ladrillos, pero en su mayoría, con
puntales y horcones del algarrobo, chalica de hualtaco sostenidas en tiras de
caña de Guayaquil y se enlucían con arcilla adimentada con hojarasca de
algarrobo. Esas dos casas, era distintas, se construyeron con tablones y
durmientes, de esos aquellos que las empresas de Talara montaban los castillos
petroleros del tablazo talareño y, que recalaron en la caleta mancoreña a la
mitad del siglo XX. Ya no queda nada de esas casas y el chiquillo ya no vende
marcianos. La tercera fue un edificio público que se adosaba a la orilla del mar, en la ensenada aquella donde ahora aparece un bulevar. De esa construcción las lluvias del 83 no dejaron huella.
Ah no… también viene a mi memoria una uarta construcción... aún se mantiene viva frente a la iglesia Virgen del Carmen
de la ciudad. Quizá sea más antigua que las mencionadas… solo quizá.
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