Se encontraron en su pueblo. Habían regresado a las casas maternas por el
fin de semana largo. Cada quien por su lado, pero allí se encontraron. En
realidad, no habría nada de extraño en ese casual encuentro si no fuera por los
acontecimientos de esa noche. No obstante la fecha se ha perdido, quizá hayan
pasado diecinueve, veinte o veintiún años… Lo único que se sabe es que sus
protagonistas ya tenían documentos de identidad –libreta electoral, se llamaba
en esos días- y también licencia de conducir -brevete, en el lenguaje de la
época-.
Habían estudiado la educación básica en los mismos centros educativos, pero
no tuvieron ocasión de hacerse amigos en sus días infantiles o de adolescencia.
Se hicieron patas cuando uno de los dos hacía los primeros años de la
universidad mientras que el otro egresaba de ella… Fue en los tiempos de la
universidad cuando se hicieron amigos; quizá con ocasión de haber sido
inquilinos de la misma mujer que arrendaba cuartos a jóvenes universitarios.
Aún con todo, la diferencia cronológica entre ellos, apenas llega a algo más de
once meses. Once meses y doce días, para ser exactos. Sobre eso, tan seguro
como de que existe un Dios en los cielos…
Si. Les une el mismo terruño originario, las mismas escuelas, la
misma universidad ¿Qué hacía la diferencia del encuentro de ese día? Era un
domingo. “Un domingo cualquiera” (parafraseando parte de una esperanzadora
publicidad televisiva) en el que el atardecer apenas se había perdido en el
horizonte donde el sol se había echado para descansar en medio de las aguas
marinas. Allí se encontraron, en medio de la Panamericana, esa larga y extensa
cinta vehicular que conduce a todos lados. Luego de saludarse, uno preguntó:
“¿Te vas a Piura? – Umhh… sí, pero más tarde, en alguno de los
buses de Tumbes… –Estoy en carro y salgo en media hora, aviso ahh. –
Ah ya, vamos pe. Eso fue lo relevante de esa “conversa”. Luego, de
hacer lo necesario en el tiempo más breve, salieron en el auto del mayor de
ellos. De alguna huevada conversarían, porque no hay recuerdos de nada de lo
que pudiera haber sido el tema de conversación. Se han hecho las averiguaciones
y nadie da información que sea útil… ¡Qué más da! En uno de los
siguientes poblados, el conductor ingresó por algunas de las calles que no eran
necesarias para la ruta que pretendían hacer… “Vamos a ver que hay un baile”,
dijo, como mejor justificación. Efectivamente, había una fiesta popular en la
Plaza Mayor. Luego de buscar el mejor lugar para mirar, una chica se acercó y
saludó al conductor nocturno. Miraron un rato el baile, mientras que los tres
conversaban animadamente… No. En realidad, el interesado conversaba con ella y
el otro hacía de campana. ¿Campana? Campana quien sabe de qué, pues finalmente
estaban en medio de una plaza llena de gente, de personas de todas las layas,
bailando gozosamente, entrados en copas, algunos… Un pata le invitó al
“campana” un vaso de cerveza, diciéndole reconocerle de un concurso de
matemática escolar que se había celebrado cuatro o cinco años antes. Así
parecía ser: algunos años antes, los mejores alumnos de la provincia se habían
reunido para ver quién era más rápido en resolver los problemas que un
desconocido –en aquellos días- Coveñas Naquiche, proponía como necesarios para
los alumnos del cuarto y quinto de secundaría. El muchacho aceptó el
convite, se tomó un vaso de cerveza y prontamente se escabulló apurado entre el
gentío. No estaba para acompañar a quien ya llevaba varias cervezas en el
buche… Quizá pasaron 20 minutos y decidieron partir. El destino final todavía
estaba a dos horas de camino.
No se sabe cómo ni el por qué, pero la amiga de esa noche se convirtió
también en pasajera. – “¿Sabes manejar?” preguntó el conductor.
“Si”, le contestó el inquirido, y, sin más, cambiaron los asientos. Para
ser honestos, dejó de ser el copiloto y se convirtió en “chofer de limosina”…
Nunca antes había manejado, pero por el bien de todos, era mejor que así lo
hiciera. Cruzaron varios otros poblados, cuando de pronto, en la distancia,
desde una parte alta de la carretera, divisaron varias luces de colores: Dos o
tres camionetas policiales tenían detenidos a dos o tres autos y a un enorme
tráiler, cargado de cañas de Guayaquil. “Puta madre… nos jodimos” se
dijeron entre sí. La distancia no era mucha y detener el auto -digo la
limosina- para cambiar de conductor sería la mayor evidencia de la falta. El
muchacho nunca en su corta existencia había manejado autos, por lo menos, no en
carreteras abiertas y, en consecuencia, nunca un policía le había pedido
documentos… ¡Carajo!.
Los amigos son los amigos… tampoco es que debían exponerse a que condujera
el vehículo quien pretendía “juguetear” con la acompañante… Era preferible que
se dedicara a una sola cosa, mientras que el otro tomaba el timón con las dos
manos. Era lo mejor… cincuenta mil días después, cuenta uno de los
protagonistas, era lo más conveniente. El inconveniente es que nadie pensó que
un domingo a las diez de la noche, hubiera un operativo policial en medio de
esa desolada carretera. Intentaron pasar a velocidad media, casi sin mirar a
los costados. El silbato policial se dejó oír y un policía hizo señal para que
estacionaran… “¿Huimos?” –“No huevón… para no más. Enciende los
intermitentes de estacionamiento… El botón rojo.”, fue la breve
conversación en los pocos segundos posibles y con voz entre dientes, mientras
por encima del hombro le alcanzaba su identidad y su licencia de conducir…
Medio temeroso, el aprendiz de conductor cogió los documentos y se estacionó
delante del camión. Las luces altas del mismo les daban en la espalda e
iluminaba lo que por delante del camino había, exponiendo contra la berma las
siluetas de sus cabezas y de su propio vehículo. El policía, mientras se
sacaba el kepí, pidió, casi sin hablar, los documentos… Bajó el vidrio y,
con temor entregó los dos carnés y, mientras que, la autoridad miraba con
detenimiento, dijo de modo imperativo: “tarjeta de propiedad”. Mientras
el muchacho tembloroso la buscaba en la cajuela, el policía preguntó que a
donde iban… “Un ratito”, le dieron como respuesta, mientras trémulo entregaba
el documento solicitado: “Somos universitarios y mañana empiezan los
exámenes finales…” El policía volvió a mirar los documentos con
detenimiento… los golpeó contra su mano y dijo: “Son hermanos… bueno… sigan
no más. Cuidado con la llovizna que puede empeorar”.
El novato –como pudo- puso “primera” y salió con el motor medio
tartamudeando, pero salió... Luego de unos metros, reían a carcajadas por el
susto, era una risa nerviosa en la que se confundía también la felicidad… Las
luces del carguero posterior impidieron que el policía viera con claridad si
coincidían la cara del conductor con la foto de los documentos presentados y… “los
hermanos” a los que hizo referencia, no eran los que iban detrás (es más
seguro de que se diera cuenta de que no…) Hacía mención a los datos consignados
en la tarjeta del conductor y a la licencia de conducir del supuesto conductor.
Rieron durante todo el tiempo que faltaba del camino. La llovizna les acompañó
hasta sus casas.
La proximidad al destino era inminente. “Ya carajo, maneja tú” dijo
el inexperto conductor. Unos minutos después se apeaba en la casa donde
era inquilino. “Nos vemos pata”, le dijeron como despedida... "Duerma
que mañana hay exámenes", contestó… medio en broma, medio en
serio.
¿Dormiría el fulano? Esa es la interrogante.
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