¿Sabes de ajedrez? ¿Has visto guerrear a un alfil en medio del cuadricular
conflicto? Nunca he jugado ajedrez, pero me gusta esa figura. Dicen que juega
en diagonal y no puede saltar por sobre ninguna pieza. Las vence a todas
tomando su lugar.
En el ajedrez del incipiente medioevo, la partida representa una batalla,
por eso los personajes que pleitean son siempre guerreros: el rey, comandante
general del ejército; la dama, que en aquellos días era el mantri o
consejero real; mientras que, el alfil representa a un soldado de mando medio;
que a su vez ofrece protección a los peones o soldados rasos. Una visión
romántica del medioevo intermedio, convirtió al “consejero real”, en “La Dama”.
El rey no pleitea por nada: pleiteaba por su dama, aunque en el tablero, ésta
siempre le ofrece la mayor protección posible… como en la vida de todos los
días.
El alfil, pieza de gozne entre el mundo real y el de los plebeyos; miraba
con aspiración, en sus días iniciales, la posición del consejero real; empero
cuando éste le dio su sitio a la dama real, entonces, la miraba con deseo…
envidiaba al rey. Aprendió a recorrer el tablero, blandiendo su espada,
ofreciendo protección a sus subordinados; pero a la vez, pretendiendo que ella
se fijara en él… deseando olvide el turbante rematado en cruz y, piense en los
colmillos de elefante que lo distinguían…
Las guerras dejaron el campo de batalla y se hicieron incruentas, aunque no
por eso, dejaron de ser duras. La diplomacia y el derecho se convirtieron en el
nuevo campo de batalla. No se requería de todos los combatientes en el momento
de luchar, pero sí que cada quien efectuará tarea en el espacio oportuno y en
el tiempo adecuado… aunque estos no siempre fueran sucesivos. De hecho, el
proceso jurídico es siempre una batalla, dos contendores con aspiraciones
contrapuestas, muchos colaboradores, incluso con sus respectivas pretensiones.
Es más, en algunas ocasiones, el rey es desplazado por alguna otra figura como
protagonista principal.
La dama estaba en riesgo y batallaba sin cesar por la pretensión de no ser
reemplazada por la nada. La idea era no morir y, en la peor de las
circunstancias, pleitear en la mejor de las batallas y morir a sabiendas de que
se dejó la piel por evitarlo. Esa mañana no llegó a la reunión pactada y un par
de días después, herida, merodeo la Sala de los Pares, sin aproximarse. Sus
iguales todos, sin saber murmuraban: pleitea por ella misma, sin anunciar nada.
Alguno se aproximó para preguntar por su ausencia. Su mudez no ayudaba. Hubo
quienes, conocida la noticia, regalaron sentidos cortejos y ocurridos consejos
para el mejor pleitear… Los mensajes y los mensajeros –y cualquier otro
instrumento que permitiera la transmisión de aquellos- se convirtieron también
en piezas incondicionales de ese ajedrez: valía la jurisprudencia, algún
antecedente, la revisión de los hechos, otra revisión para buscar resquicios,
hubo que escribir pliegos de argumentaciones y conversar con otros entendidos
en este tipo de problemas... Esta vez, miró a quien estuvo en la disposición de
jugar de alfil, a otro igual que ella, pero que reconociendo su integridad, se
disponía a tomar el puesto de jugar en diagonal, de recorrer el tablero en
dicha posición. Había revisar la táctica empleada hasta ese momento y que
reestructurar la estrategia a partir de nuevos objetivos. Los alfílicos
pensamientos e ideas eran de ella, y ella se convirtió en idílica Dulcinea.
¿Dulcinea? ¿Es que los cuentos de caballería también sirven? ¿Qué hace aquí
el Quijote de la Mancha discurriendo en sus disparatados recuerdos? Pues no
tiene poco que hacer. De hecho, la pelea era quijotesca... El contrincante, una
especie de molino de viento, al que muchos, de la misma laya le deben la
muerte, esa que equivale al abandono de la función dentro del juego ajedrecístico,
por cosas mayores o a veces, hasta sinrazón… solo bastaba que el Consejo de
Guerra, requiriera a alguno que debiera morir, con razones de fundamento o, a
veces, por el puro instinto de matar, por purito hecho del sádico disfrute en
el morir del otro, aun cuando fuera evidente la falacia de la causa. Dulcinea
era, pues, ella, la que se ponía en riesgo… Al alfil solo le bastaba saber su
voluntad y verificar si tenía argumento. Entonces, ahora, era La Dama «virtuosa,
emperatriz de La Mancha, de sin par y sin igual belleza», como describía
Cervantes a la “Dulce Ana”, aquella que inspirara el nombre ficticio de Aldonza
Lorenzo. Esa misma descripción hacía el Alfil de La Dama a quien servía.
Negado para los discursos, usaba el lenguaje de otros para decir aquello,
que por sus mismas fuerzas no podía. Ella parecía saberlo. En los momentos
difíciles así parecía expresarlo. O ¿quién sabe? Quizá el alfil expone razones
que no tiene y pretende objetivos para los que su vida no alcanza. La Dama
sigue perteneciendo al mundo del idilio, aquel donde Dulcinea del Toboso es
real y el Quijote, un sujeto soñador de pretensiones vanas. En el mundo de los
hechos, ese que importa al derecho, ella sigue siendo La Dama y, el Alfil
ha guardado su espada. Su pluma está escondida y su argumento olvidado, se
encuentra a la espera de oportunidades en las que deba exponer razones que
justifiquen su desempeño en el complicado y trebejista tablero del proceso.
El tablero es el mismo, la dama siempre tiene a un rey que la proteja, el
alfil solo es una pieza valiosa en los diagonales, las torres que sostienen la
muralla se sustentan en el derecho mismo que sostiene a la pretensión y al
tablero mismo, pero el resultado de este juego, aún es incierto, sigue siendo
un misterio… como misteriosas son las palpitaciones que impulsan este cuento
que no sé, “a cuento de qué, viene”.
Nunca he jugado ajedrez.
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