sábado, 16 de diciembre de 2017

¿Culpable?

El acusado padecía su juicio con estoicismo. Sabía que era necesario callar. El profesional que asumía su defensa le recomendó exponer su versión de los hechos, pero él prefirió callar. La mujer fue llamada al estrado. Ingresó por una puerta lateral y se acomodó en el espacio reservado a los testigos. Él la miró con cierta ansiedad desde que se advirtió sus pies por la puerta de ingreso y no dejó de mirarla hasta que se hubo acomodado; ella, por su parte, puso su mirada al frente y, en ningún momento lo miró. Ni siquiera cuando uno de los jueces, antes de empezar el interrogatorio, le preguntó si estaba cómoda en el lugar. Aunque quizá, sin mirarlo directamente, puso atención en el umbral de su vista y, lo vio, resistiéndose a las ganas de volver la cara.

Los hechos que el fiscal anunció al inicio del juicio venían bien como violación sexual, agravada por el uso de arma punzo cortante. El acusado había tomado por asalto a la mujer en alguna de las calles de la ciudad, y amenazándola con un cuchillo, había simulado amistad, para obligarla a caminar junto con él por algunos minutos y, luego ingresarla a un hotel –uno de los varios que había por el lugar recorrido- espacio en el que dio rienda a sus instintos elementales. Con la intención de no despertar sospechas en el despachador de habitaciones, pidió un par de gaseosas y dos empanadas, para lo que se le entregó además un par de tenedores y dos cuchillos pequeños. La visita había alcanzado un poco más de una hora, o quizá, siendo generosos con el tiempo, la estadía en el cuarto de hotel, logró la hora y media, pero no más. Luego de haber dado rienda a sus depravaciones, el hombre, ahora ya con tres cuchillos, le daba indicaciones de salir de la forma más serena posible y, que en caso de gritar, estaba dispuesto a hundirle el cuchillo en la espalda, pues “ya tenía un ingreso en el penal y conocía ese mundo”. Le indicó que se adelantara brevemente y, en medio de las gentes, él se esfumaría. El asunto era que, le aseguraba que no lo volvería a ver más, nunca más. El fiscal enfatizó el hecho de que esto último no se logró, porque al salir del hotel, la mujer vio una cara conocida y, superando el miedo a las cuchilladas, corrió a los brazos del transeúnte pidiéndole ayuda y anunciándole la violación padecida. Este, por designios divinos, era su propio marido. 

El acusado fue aprendido fácilmente y, con la ayuda del serenazgo conducido a la comisaría del sector. Lo acusaban –ya sabemos- de violación. Conocedor de dichos trámites, le dijo al fiscal y al interrogador que guardaría silencio. Apenas les regaló una sonrisita, de esas cínicas y propia de los desvergonzados. El fiscal, inmediatamente puso a buen recaudo a la agraviada y, evitó contacto –incluso visual- con el facineroso para evitar su revictimización. Prontamente, biología forense alcanzó los resultados: había líquidos seminales del acusado en la victima y viceversa y, el médico de la Unidad de Medicina Legal, había encontrado un par de hematomas en las zonas próximas a la cavidad vaginal, compatibles con “hecho de violencia”; la mujer por su lado, desde las declaraciones preliminares, había sido muy congruente en el relato, en decir que no lo conocía, en anunciar que fue amenazada con un cuchillo, aunque no puede precisar sus características porque nunca lo vio, pero sintió la punzada puesto que lo escondía debajo de su polera. De hecho, no podía ser de otro modo ¿Cómo obligarla a caminar, cuando menos, una cuadra desde el momento en que la aborda hasta que ingresa al hotel? Se hacía necesaria la navaja o un cuchillo de la que la víctima daba fe por el hincón sentido.

La mujer volvió a declarar y reafirmaba la violación. Hizo detalle, en que no le decía nada al momento de tomar la habitación y, que se comió parte de la empanada, por temor a ser lesionada, además de narrar como es que, asquerosamente, fue penetrada sin su consentimiento. Habían sido los momentos más infelices de su vida… Su relato fue desgarrador. El mismo acusado, se sentía mal de tanto dolor, tan mal que pidió, a través de su abogado, salir de la sala. Quizá, ese gesto le contribuya para alcanzar la benevolencia judicial… quizá. Luego de ese relato, apareció el médico legista y el biólogo forense. El administrador del hotel lamentó no haber entregado los videos de sus cámaras de vigilancia y, justificó su omisión precisando que no supo del asunto sino hasta diez días después, cuando le llegó una solicitud del fiscal pidiéndole los videos del día de los hechos. El tema es que su sistema de grabación apenas alcanza los siete días y, que luego de ello los videos se borran automáticamente. Al revisar sus videos, ya se había perdido lo grabado para el día de los hechos. En todo caso, relataría lo que se acordaba del asunto: No había visto nunca antes a la pareja, por lo menos eso le parecía. En realidad, el abogado de la defensa le preguntó si antes había visto al acusado o a la agraviada. Y se vio obligado a decir, que no recordaba haberlos visto antes, y precisó “son tantas las parejas que llegan, que uno se olvida de las caras prontamente. De hecho, nuestra tarea, como parte del negocio, es también olvidar” y le regaló una sonrisa fingida y cómplice a la platea. Sostuvo que, muchas parejas piden cosas para comer: galletas, sanguches, piqueitos, incluso piden les compren hamburguesas en la tienda vecina. En el caso, le pareció extraño que pidieran cubiertos para comer la empanada. Eso incluyó los cuchillos. Los mismos fueron devueltos al salir.

El acusado ya tenía 9 meses y 25 días de privación de libertad. Y siempre guardó silencio. En las sucesivas diligencias, y desde la denuncia primigenia, el abogado de la agraviada siempre había sido agrio con él. Le lanzaba indirectas y lo insultaba sinuosamente. El marido de la mujer había participado en algunas de las actuaciones investigatorias; por ejemplo, en la reconstrucción de los hechos y la vez en que le tomaron por segunda vez muestras biológicas para asegurar la identidad del ADN. En el juicio oral, siempre había estado presente: se sentaba en el extremo más alejado de la última banca. Era la cuarta fecha y, el director de debates, anunció que en la siguiente escucharía los argumentos finales de los abogados y, que allí mismo dictarían –cuando menos- el fallo. Así, llegó la audiencia final.

El acusado, luego de las presentaciones de rigor, pidió levantar su silencio y, precisó: “Antes de que hablen los abogados quiero hablar yo, porque estoy dispuesto para las preguntas de todos”. Relató que conocía a la mujer desde unos siete meses antes de la ocurrencia, que era la séptima u octava vez que tenía encuentros sexuales con ella y, era la segunda que visitaba el mismo hotel. Negó haber tenido un cuchillo y, de hecho, en las actas policiales no se indicaba habérsele encontrado ninguno: el registro personal solo anotaba una billetera con documentos personales y cien soles en cuatro billetes: uno de cincuenta y los restantes en papel de menor nominación. En el monedero: una estampita de Rosa de Lima y un botón de camisa. En uno de los bolsillos, el jaboncito que suelen reservar las habitaciones de los hoteles. Dijo que en el círculo familiar muy íntimo, dígase sus hermanas mayores, a la agraviada le llamaba “Camila” aunque su nombre era “Carmen Lila” y, que el hipocorístico se debía a que en su infantitud la misma no podía pronunciar su nombre completo y, ella misma decía llamarse “Camila”. Ese nombre, estaba reservado solo para sus familiares muy cercanos, que sabían de esa historia infantil.
La información era irrelevante. No había como contrastarla. Los jueces sonrieron. Y continuó: “Nos conocimos porque ella trabaja en tal lugar y al menos una vez o dos, a la semana, pide al snack de al frente (donde yo trabajo) le envíen, a media mañana, jugo de melón y pan con palta. Yo me encargaba de prepararle y llevarle el pedido”. Dio detalles de la primera salida. Uno de los jueces, aburrido, intentó cortarlo, pero él refutó, con cierta hidalguía: “es mi derecho narrar los hechos y eso hago. Permítame contar mi versión”. Dio otros detalles que no vienen a cuento y, luego dijo: “Veo en sus caras que no me creen, pero es la verdad”, y anunció que en nombre de la caballerosidad guardó silencio, porque no le parecía bien dar los detalles que ahora ofrece, y su pérdida de libertad no suponía la pérdida de la esperanza de una retractación y explicó “si salí de la sala cuando Camila contaba los detalles de la violación, fue porque no quería que me vieran llorar. La decepción me embargaba y su cinismo desbordaba cualquier credibilidad posible y, siendo que la mía ahora está en juego, incluso mi libertad, solicito me confronten con el señor que está en el último asiento. Carmen, cuando está en la cumbre de la excitación, le gusta decir: “no la saques porque te mató”, e inmediatamente, imitó sus gemidos de placer. El hombre de atrás, se levantó, y a media voz pero con suficiente intensidad para ser escuchado, dijo: “Lo sabía. Lo sospeché desde el principio… es una puta. Maldita la hora que la conocí”. Dio media vuelta y se fue de la sala.

El relato se extendió más de lo debido. Mañana dictarán sentencia.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Día

Las cabras salieron presurosas. El sol ya brillaba, pleno y a todo dar, en el oriente. Una cabra colorada, cabecilla, tomó delantera y cogió el camino hacia la quebrada. Iba presurosa, como todos los días. En pocos minutos, sin importar nada, el hato pasó por detrás de la abandonada ladrillera de los Zapata y, enfiló por el camino que corría detrás de la “granja” de Pedro Lama. Unas cabras, recientemente paridas, retrasaban la caminata: balaban con el sentimiento propio de las madres, se paraban y volvía sus cabezas hacia el corral que minutos antes habían dejado. Sus lamentos eran eco de otros balidos, que en la distancia perdían intensidad: eran los críos que se quedaban en el corral y que, por su pequeñez, no estaban preparados para caminatas largas propias del pastoreo. Los recién nacidos, en caso de exponerse al sol extenuante, prontamente se cansaban y se convertían en pérdida. no solo de sí mismos sino también de la madre, que por acompañar a su cría, estaba dispuesta a no regresar al corral.

Un par de pastores pequeños se habían adelantado. Entre la “granja” de Pedro Lama y las ladrilleras de los Cobeñas, habían plantas –o rebrotes- de “borrachera”. Una planta rastrera y también tóxica, a los que los mayores les atribuían la pérdida de los animales. Los chivos que la comían en pocos días perdían fuerza motora, el cuello se les torcía y hasta perdía control de las mandíbulas, lo que –en condiciones graves- les impedía rumiar y, exigían el sacrificio del animal. Allí, en ese espacio, los dos más pequeños, encomendados al cuidado de las cabras, encandilados por la belleza de las flores que producían, acampanadas, blancas y lilas, empezaron a recoger algunas de ellas. Dizque, para regalárselas a su abuela. En cuanto hubo pasado el rebaño, se juntaron los cinco en los tres burros en que se conducían. El viejo al ver en la alforja las flores, preguntó ¿Y qué es eso? Sin dar pie a la respuesta, continuó: “Bota eso, carajo. ¿Que no estoy diciendo que son venenosas? Bota, bota, bota…” Repitió para no dar lugar a las dudas. Y remató, ya con menguado tono de voz: “¿O quieres morirte? Cojudo... jum”

Los arenales, desbordados detrás de un extenso potrero, hacía difícil la caminata. Los animales, no obstante no se amilanaban. La sed o, quizá el olor del agua, les llevaba a la quebrada y, luego de andar por en medio del largo callejón en los potreros de algunos vecinos, los otros dos pastores se adelantaron. La intención era distinta: dar de beber al piajeno que les llevaba y y tan pronto, continuar el camino hacia la casa, distante desde el abrevadero, a un kilómetro, aproximadamente. La finalidad, era dejar algún recado, pero por encima de ello, recoger los fiambres que la abuela y que las madres de cada quien, preparaban para la media mañana y los almuerzos; o lo que hubiere para apaciguar el hambre que el campo despierta.

Las cabras se allegaban a la corriente de agua y, cada cual se acomodaba del mejor modo para calmar su sed. Los perros, jugueteaban con la hierba, mientras los burros con la paciencia, propia de ellos, esperaban que los pastores los acerquen, les suelten las riendas para también beber. En ese espacio, los animales, se tomaban un breve descanso. Muy breve, en realidad. También forzado, para el regreso de los pastores que se perdían en la distancia con destino a la casa. Quizá una media hora y, el horizonte se distinguía a los enviados, por lo que el ganado era reconducido hacía el desembocadero de la quebrada para bordear los cercos de las propiedades de otros y, alcanzar el campo libre, los arenales con sus faiques, vichayos, algarrobos, yucas de monte y otros arbustos. Aquí, el rebaño se esparcía libremente y libremente se conducía por donde los mejores pastos les permitan saciar su hambre. Los pastores ya no los arreaban ni les apuraban. Se limitaban a señalar los límites, amplios y generosos por dónde comer. El viejo, daba instrucciones. Al final, mientras miraba su reloj de agujas que escondía en la relojera de su pantalón, dijo: “A las 11.00 u 11.30 nos encontramos en El Mirador. No se olviden de llenar sus alforjas con algarrobas”. Con besos al viento y desviando el andar de su burro se alejó.

En el citado mirador había un árbol, maltratado por los vientos venidos del mar, pero destacaba por su utilidad. Sus ramas se había acondicionado para que los pastores puedan subirse en ellas y descansar. También cumplía su finalidad: ubicado en una duna muy alta permitía otear los campos y verificar por donde se conducía el rebaño. No hubo fiambre esa vez. Un poco de café con leche, para cada quien, se convirtió en el combustible para remitirlos a la búsqueda de yucas de campo. Escarbarlas en la arena caliente y con el sol en su esplendor o conducía a la flojera y a maldecir el momento o, como ahora, cuando eran muchos los pastorcitos, a inventarse competencias en la que encontrar alguna de regular tamaño o lograrla sin que se rompa se convertía en el aliciente para superar cualquier dificultad. En algunos casos hasta se ponía en juego parte de los almuerzos o como castigo no beber agua sino hasta la vuelta a los corrales.

Con los tiempos logrados, con el sol en aumento y con el hambre en el filo de las tripas, los hombres se condujeron por en medio de los arenales apurando al ganado, sacándolos de sus comodidades para reconducirlos a nuevos espacios. Las recomendaciones no eran pocas, “Estense atentos a la chivona carate, y ténganle cuidado, no sea que se quede”. Se hacía referencia a una cabra lerda, que de ordinaria se perdía de la manada y, obligaba a su búsqueda fuera de los horarios. A veces, su rezago la confundía y había que buscarla en los rebaños de otras familias. Así, entre silbidos y gritos, el camino se acortaba y, sin ya tenerlo en cuenta, se llegaba a “los tanques”, que eran un par de cisternas abandonadas en un lugar específico, en que además ya no había dunas y se estaba muy cerca al cuartucho que se adosaba a los corrales. Allí, los algarrobos, más altos y cuidados, posibilitaban sombra y frescor, para todos: hombres, burros y cabras. Y mientras los primeros aprovecharían para alimentarse; los otros descansarían. Era la hora de sestear.

El árbol del frente de la vieja cabaña, nos daba sombra. El sol seguía reluciente, pero no superaba la alegría de estar sentados para darle trámite a lo que hubiera en las viandas y garrafas. El viejo se había adelantado unos minutos a nuestra llegada: nos esperaba una jarra de café, algo caliente, pero que venía bien para aliviar las tripas. Lo enfriaba lanzándolo desde un pocillo a otro y, mientras cada quien hacía lo necesario para almorzar, también nos disponíamos para oir una nueva historia, una de aquellas que contaba el abuelo y, que se renovaba cada vez, con los olvidos que el trascurso de tiempo imponía o con vivencias nuevas que le daban un aspecto renovado. No importaba ya cuando ocurrió, importaba que él nos la contara, que si venía de su boca, no había porque dudar de su autenticidad. En ese momento, el tiempo se detenía y, mientras tomábamos a pico de botella nuestros refrescos y compartíamos las yucas, el pescado o el arroz blanco, nos encandilábamos con esas historias que ahora extraño.

Buenas noches.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Satisfacciones

Un claxón sonó a media mañana. Una voz le acompañaba: “Mangooos, melooones, sandíaaas”. Y el claxon volvía a sonar. Era el frutero. El frutero y su transportista. Una datsun crema, destartalada, de barandas despintadas era la tienda andante de los sábados por la mañana. Su claxon no se cansaba de acompañar la voz anunciante de frutas… recorría unos metros y se detenía para esperar a las posibles clientas. Su público era las mujeres, las encargadas de dar de comer a los chiquillos que ante el anuncio de las frutas de temporada, se convertían en pedigueños pájaros fruteros, dispuestos, incluso a robarse algún mango por entre las rendijas de las barandas y los tripleys que sostenía los olorosos frutos en venta. 

Los centavos encontrados en alguna de las cómodas eran insuficientes para comprar alguna fruta… “Tio, tio, un manguito y le ayudo a gritar… ya pe tío”, era lo que se podía distinguir entre las parlanchinas voces, de varios de los potenciales pillos… Se requería una vista atenta y una mano ligera para espantar alguna manita furtiva que pudiera lanzarse por alguna fruta… En un lado, un costalillo -¿cómo dicen ahora?- de polietileno "arrejuntaba" la fruta de descarte, la comida de los chanchos… Sandías magulladas o rotas, mangos parasitados, melones remaduros encontraban allí un espacio donde acomodarse… “Tío, le cambio el saquito. Ud. diga: no se ve bien allí”. El hombre no parecía interesarle la propuesta. Seguía gritando y anunciado la mercadería… “Sandías dulces… sandías pa la calor. Venga casera… hay de todo precio”. La datsun se detuvo justo al costado de una canchita de arena. Los pataenelsuelo futboleros, se olvidaron de la redonda y se acercaron a chismear… “Hablen, apuesta una sandía. Quedan tres minutos”. Otro replicó en contrapropuesta: “Gol gana”. 

“No se vaya Dn Chicato”, reclamó un tercero. El conductor celebró el atrevimiento con un “apuren pues carajo… que no tengo todo el día”. Dos minutos después, cuando ya un par de mujeres se alejaban con las frutas pal refresco del medio día, la camioneta se echó a andar… “Ya peeee… falta poquitooo”! Con su risa característica les contestó: “Hay harto mango. En una hora estoy de vuelta”. Y luego de hacer sonar su claxón “media hora más de juego y, de allí se ponen a limpiar en ese lado…” les dijo, mientras señalaba con el índice un extremo del pampón donde se distinguían bolsas plásticas, papeles, deshechos de casa, arbustos mal cortados, etc. Un ruido de algarabía se encendió raudamente… Discutían como si la vida se les fuera en una pelota: “Empecemos de nuevo… de nuevo, de nuevo”, otros reclamaban la contabilidad de nuevos tiempos para el partido pero sin olvidar los goles que ya se habían alcanzado, un tercero hablaba de recomponer los equipos porque un par ya se habían ido… En fin, la discusión no tenía cuando parar… diez minutos sin llegar a acuerdos. Al fin, alguien dijo algo sensato: “mejor limpiamos primero, nos comemos los melones y luego jugamos hasta cuando querramos…”. Quien sabe de donde aparecieron un par de rastrillos, machetes y palanas. 

Con un poco más de una hora, la bocina de la camioneta se oía a la distancia… Cuando llegó por ese lado, la limpieza casi que terminaba: se veía distinto el paisaje, no habían envolturas, ni papeles, ni latas viejas ni plásticos de deshecho… Nada. El hombre se bajó de la camioneta. Llamó a uno de modo arbitrario: “allí hay medio ciento de mangos”. Los otros no necesitaron llamado… Se arremolinaron otra vez. El hombre, sostuvo la bolsa con firmeza: “Solo falta que metan la basura en los sacos. Tienen tres minutos”. En menos de ese tiempo, se reafirmó el nuevo paisaje. El sudor de los chiquillos era nada con la satisfacción que ellos mismo sentían, de ver que los alrededores de su pampón tenían otra cara… El vendedor, se sumó: “Se ve bien… los voy a contratar pa que me limpien la chacra…” Y sonrió socarronamente.

Un saquillo viejo contenía algo más de medio ciento de mangos. Los revisaron. Tenían algunos quiñes, pero igual era rescatables y, sobretodo, comestibles. El prurito de no ensuciar lo recientemente limpiado, los condujo a la quebrada. Caminaron algo de diez minutos y, encontrar la breve acequia en que se había convertido la quebrada Fernández. Se lavaron así mismos, se acomodaron debajo de un árbol y comieron los mangos, hasta la hartura… Luego de algunos minutos, en medio del arenal, en una playa de la misma quebrada, se instalaron un par de palos por lado, unos que se había cortado de un matorral de pájaros bobos próximo, y empezaron una nueva contienda… Los mangos les habían reconstituido suficientemente para otro partidito. Uno que no le hiciera remilgos al sol y que cubra el tiempo que faltaba para la hora del almuerzo.

Buenas tardes.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Control parlamentario y autonomía institucional

El pasado lunes 06 de noviembre, el parlamentario Daniel Salaverry Villa hace denuncia constitucional contra el Fiscal de la Nación Pablo Wilfredo Sánchez Velarde y, solicita que el Congreso lo destituya e inhabilite por “omisión funcional en la lucha contra la corrupción” y precisa que se ha vulnerado la independencia e imparcialidad y tutela de la recta administración justicia (art. 139 y 159 de la Constitución) y los principios constitucionales de la buena administración y proscripción de la corrupción (art. 39 de la Constitución).

Los fundamentos sobre la que se sostiene la acusación se materializan en a) encuestas de opinión sobre el caso Lava Jato, b) declaraciones de congresistas sobre el mismo tema, c) las declaraciones de una de las partes procesales (representantes del Poder Ejecutivo interviniente como procurador), d) el tratamiento diferenciado respecto de la ausencia de denuncia contra los representantes de Graña y Montero y el hecho de denuncia inmediata del ex presidente Alejandro Toledo. Incluso, se evalúa la participación de la citada empresa en la realización delictiva, comparando su actuación con la empresa ODEBRECHT. 

La justificación jurídica se relaciona con el denominado juicio político que posibilita que el Congreso de la República pueda sancionar a determinados mandatarios y representantes institucionales por “infracción a la Constitución”. El Tribunal Constitucional ha precisado, en interpretación del art. 100 de la Constitución que se trata de “faltas políticas” que por su trascendencia ponen en riesgo el desenvolvimiento del aparato estatal, siempre que la acción u omisión atribuida le sea imputable en atención “al cargo que se ostenta”. Se parte del hecho de que, en primer término, el acusado es el primer representante del Ministerio Público y, como tal, su autoridad se extiende a todos los funcionarios y servidores adscritos a dicha institución. En segundo lugar, se advierte la ausencia de denuncia contra los directivos de Graña y Montero, dígase las personas de José Graña Miro Quezada, Hernando Graña Acuña y Mario Alvarado Pflucker, y finalmente, se deduce que, “no ha realizado ninguna acción para remediar” tales omisiones, lo que materializa la desatención del deber funcional constitucional de asegurar la independencia e imparcialidad del Ministerio Público en el aseguramiento de los intereses públicos tutelados por el derecho y la recta administración de justicia. Adicionalmente, se afecta el deber constitucional de “buena administración” en la medida en que la omisión denunciada impide la transparencia con que han de actuar los funcionarios públicos en el buen servicio a la Nación y en la lucha contra la corrupción. Hasta aquí el resumen de las 25 páginas que contienen la denuncia constitucional contra el magistrado Pablo Sánchez Velarde.

La tarea principal del Ministerio Público es la de conducir la persecución del delito y ejercitar la acción penal en defensa de los intereses públicos. Tampoco se puede negar la autonomía institucional como rezan los arts. 158 y 159 de la Constitución. El asunto es ¿compete al Fiscal de la Nación subsanar las omisiones de los fiscales cuando éstos están en falta? El Fiscal de la Nación, según la Ley Orgánica del Ministerio Público (LOMP) es un órgano del Ministerio Público, sin embargo el ejercicio de sus funciones se materializan a través de la Junta de Fiscales Supremos. Sus funciones, por tanto son representativas, como expone el art. 64 de su LOMP, y atributivas, conforme a las reconocidas en los arts. 66 y 80 A y 80 B relacionadas con la posibilidad de demandar ante el Tribunal Constitucional, denunciar a los altos funcionarios por delitos advertidos en el juicio político, ejercer iniciativa legislativa, designar equipos fiscales para casos complejos y fiscales especializados para delitos específicos. Tareas, que hay que decir, las efectúa conjuntamente con la Junta de Fiscales Supremos, pero del tenor de ellas no se deriva el hecho de que sea también su deber el de subsanar las omisiones que puedan advertirse del ejercicio ministerial de aquellos. 

En realidad, debe reconocerse que el art. 5, de la LOMP señala que los fiscales –cualquiera fuera el lugar donde ejercen función- actúan independientemente en el ejercicio de sus atribuciones, las que ejercen con “propio criterio y en la forma que estimen más arreglada a los fines de su institución”. El deber de fidelidad es a favor de “los lineamientos y los criterios institucionales para el logro de sus objetivos, emitidos por el órgano competente” como reza el art. IX de la Ley 30483, Ley de la Carrera Fiscal (LCF), al punto que su independencia y autonomía solo tienen como límite la Constitución y la ley. Si, remitiéndonos a aquella, se reconoce “la proscripción a de avocarse a las causas pendientes”, la pregunta es ¿A cuento de que podría interferir el Fiscal de la Nación en la estrategia y actividad ministerial de un fiscal? Imaginemos que, el Fiscal de la Nación deba “orientar” a cada fiscal en cada caso que le toca atender.

Debe sumarse el hecho de que es verdad –también- la proscripción de la arbitrariedad y, si como dice la denuncia constitucional que se ha dado trato distinto a unos (el presidente Alejandro Toledo) y a otros (los directivos de la empresa Graña y Montero), entonces, la pregunta es ¿Dónde está los otros intervinientes en el proceso? En un proceso de investigación penal no sólo participan los abogados de las partes, también media un procurador que en representación del Estado interviene procesalmente ¿es que ha acaso éste no ha advertido la deficiencia? Y si la advirtió ¿solicitó alguna pretensión y/o ha presentado el recurso de queja para controlar la supuesta ausencia de objetividad denunciada? La denuncia constitucional no dice nada acerca de este control inmediato que se encuentra debidamente regulado por las normas de procesales e institucionales.

¿Cómo pretender responsabilidad político-funcional del funcionario del más alto rango si previamente no se verifica si se ha cumplido con las exigencias normativas de control procesal? Esto evidencia que el asunto no es tanto de preocupación por la lucha contra la corrupción si no que, ésta es efectivamente una de naturaleza política. A la usanza nuestra, a la de nuestro parlamento de estos días.

Publicado en Semana, revista de diario El Tiempo, 12 de noviembre de 2017.

viernes, 27 de octubre de 2017

Trelles

¿Alguien recuerda al profe Trelles? Hay razones para no recordarlo. La primera, el tiempo transcurrido; la segunda, el hecho de habernos ofrecido solo dos o tres clases; la tercera, las limitaciones de nuestra memoria.

Eran los primeros días del año escolar de 1985 y, ingresábamos a un espacio nuevo, el de la secundaria, allí donde nos habían recomendado con rigor mayor esfuerzo por el asunto de la polidocencia. Conocíamos en esos días y, de a pocos, a los que nos enseñarían alguna materia a lo largo de la secundaria: los hermanos Pedro y Benito López, dados a materias opuestas: matemática y lengua, respectivamente; Gustavo López y Dñ. Olda Olaya de Gallo en sus clases de historia, Benjamín Medina estrenándose como docente en las clases de religión; Víctor Hidalgo López, cuyas sesiones de psicología eran un espectáculo, Dña Bertha Céspedes y el “Negro” Martínez nos enseñaron algunas cosas de la gramática de la lengua de Shakespeare, “Margarito” era el encargado de la formación física y la Sra. Herlinda Herrera asumía la materia de educación laboral. La buenamoza Emérita Marchan bienhadada al dictado de frases cortas y al análisis literario de obras universales, “Bimbo” era el especialista en las fórmulas químicas y físicas, Armando Peña y los cursos de educación cívica.

Ese año, nos recibió en ese salón del lado suroeste el “profe” de Educación para el arte. En la primera clase, luego de las presentaciones de rigor, indicó que necesitaría algunas cosas para aprender a pintar, si así lo queríamos. Probablemente, explicaría el asunto desde la perspectiva de las escasas economías familiares, por lo que, la petición de implementos se efectuaría conforme avanzaramos en el curso y cumpliéramos con los objetivos trazados. Pidió por adelantado cartulinas, simples o dúplex, para con ella formar nuestros primeros “lienzos” y algún pincel. Quien no tuviera para comprarlos, podía elaborarlos –dijo- con sus propios cabellos. Claro, creo era una broma. Un par de clases más: una de tonalidades de color y, la otra destinada lograr parte de un bodegón en grises, y se fue del colegio. Se despidió indicando que había logrado su cambio a otra institución educativa.

Para esos días, el asunto nos fue desapercibido y han trascurrido treinta y dos años. ¿Quién podría recordar a alguien con quien solo ha tenido muy breve contacto? Dicen, los especializados en la psicología del testimonio que, el contacto con una persona desconocida de muy escaso tiempo es también insuficiente para un reconocimiento posterior y, por ello se postula que los reconocimientos en rueda de personas son insuficientes para atribuir alguna acción. Eramos chiquillos y, nuestra mejor pretensión era la de no tener clases o que si éstas eran irremediables, que fueran de educación física. No importaba quien fuera el profesor: el anuncio de alguna enfermedad del docente, aunque suene duro, nos llenaba de alegría, pues era siempre mejor no tener clases. Y si se iba para no volver, mejor todavía.

Hace unas horas, un hombre moreno, de cabellos lacios, flaco, entrado en años hacía cola en una entidad bancaria. Iba adelante. En el zigzag de la cola pude advertirlo y al tenerlo cara a cara le pregunté: ¿Es Ud. el profesor Trelles? Sí, me dijo, con cara de desconcierto… ¿y Ud.? Fui su alumno en el año 85, en Máncora. Se quedó pensando… Quizá del 84. El 85 ya no estuve en el Alberto Pallete. Le repliqué: “Estuvo un mes o algo más?” y luego, de pensar un poco, contestó: “Es verdad, tienes razón”. Nos sonreímos. El breve espacio del zigzag, nos invitó a despedirnos. Un fuerte apretón de manos y, un generoso “gracias”, nos despidió.

Él nunca recordará mi nombre, ni mis orejas grandes, ni ninguna de mis otras características personales y, yo, ahora, aún sigo preguntándome como es que mi memoria se devolvió en el tiempo, retornó treinta y dos años atrás para rememorar aquella vez que me dijo: “Con un lápiz de carbón, Ud. puede hace cosas interesantes. El trazo hay que perfeccionarlo. Ud. puede mejorar los detalles”. Nunca me ha interesado ni el dibujo ni la pintura, pero quizá la dedicación que le puso a sus últimas clases se convirtió en el condimento indispensable para que se guarde en mi memoria esa breve escena ocurrida debajo de un techo de eternit de onda corta, en un salón de clase, en cuyo extremo faltaba parte de la cubierta y, permitía que, al medio día, el calor se hiciera sentir.

No obstante, siendo la memoria extraña y también esquiva, no alcanza para su nombre completo. ¿Alguien recuerda al profe Trelles?

lunes, 11 de septiembre de 2017

Motos, ley y conmoción social

El Ministro del Interior ha hecho referencia a la necesidad de enfrentar a la inseguridad ciudadana, anunciando una posible propuesta legislativa donde se prohíba la conducción de dos personas varones en una misma motocicleta, pues es el trasporte de los asaltantes. Hizo hincapié en que no habría afectación al ámbito familiar porque la restricción no alcanza aquellos varones que aseguren parentesco. La propuesta se desliza en atención al atentado en el Jr. La Unión, Lima, donde hubo un muerto y cuatro heridos.

Es interesante el asunto, porque sí mañana un desquiciado mata a su mujer y hiere a sus hijos con un cuchillo de cocina, con un video que llene los ojos de la colectividad, lo más probable es que se prohíba la venta de cuchillos, por el solo hecho de que un sujeto hizo mal uso de un instrumento que se usa no solo en la cocina, también en los comercios de carne y de pescado. Evidentemente, no habría problemas si es que la persona que quiera comprar el dichoso cuchillo, firma una declaración jurada indicando que no utilizará el bien para fines mortales, menos contra sus familiares.

En realidad, no parece evidente la necedad. En las redes sociales, el asunto tienen quienes los defiendan: “Vivo en el Callao y he sido testigo de varios asaltos donde los delincuentes huyen en motos de alta velocidad”, mientras que otro decía: “Si. Es mejor limitar el uso de motocicletas porque así se les hace más difícil, aunque luego los jueces se encargan de liberarlos”. Definitivamente el miedo nos ha paralizado. No nos deja pensar con claridad. Es indicio de ese miedo la misma propuesta del ministro. La efectúa tan pronto vio las escenas televisadas de cómo se realizó el asalto y, efectivamente, se ve que uno de los asaltante se traslada en una moto. ¿Se puede legislar desde el miedo?

En el 2004, la Municipalidad de Piura, en la O.M 033-2004 decía que el trasporte público en motocicletas era ilegal, pero que pese a la prohibición, la ciudadanía mantenía el uso de dichos vehículos, por lo que se estableció fuertes multas, la retención de la licencia de conducir y el internamiento vehicular para quienes ofrecían el servicio. La medida no dio resultado: las gentes sin otros medios laborales sostienen la economía familiar mediante este servicio, que aunque irregular, tiene aceptación en la colectividad.

Al advertirse en el año 2007, que la ordenanza municipal citada era infructífera, se dictó una nueva: O.M 012-2007, que luego fue modificada por la O.M 11-00 de noviembre de 2012 con la que se pretendía enfrenar a la delincuencia motorizada, precisándose la prohibición de ingreso al centro de la ciudad, salvo por razones de trabajo, estudio o habitación. La prohibición del transporte público se mantiene desde el 2004, pero la O.M 183-00 de 26 de agosto de 2015, anuncia que “el desplazamiento de dos personas a bordo de un vehículo de dos ruedas si está reconocido en nuestra legislación” por lo que el ingreso al anillo cívico solo se efectuará “con un acompañante y debe ser un familiar directo debidamente acreditado con el dni”.

Tal parece que Piura se adelantó y entonces será necesario evaluar esta experiencia piurana para verificar la necesidad de la medida y la proporcionalidad de la pretensión ministerial, partiendo de las ocurrencias sociales: a) A pesar de la ilegalidad, los piuranos continúan usando el servicio de transporte lineal en la forma de taxi, b) Un número de piuranos tienen sus motocicletas personales para el transporte personal y familiar, c) Algunas gentes utilizan las motocicletas para realizar asaltos a otras personas, d) en las calles del centro de Piura se conducen motociclistas, con dos cascos, que ofrecen el servicio de taxi sin mayores reticencias, d) los operativos municipales y policiales son ineficaces ante la aceptación social de servicio de taxi en motocicleta.

De la conjugación de esas proposiciones, se deriva una primera pregunta: ¿Por qué las citadas ordenanzas municipales han sido ineficaces? Sería interesante tener una fotografía de las calles de Piura y se podrá advertir que los espacios donde se ubica un edificio público está adornado, a pocos metros, de cantidades considerables de motos, estacionadas en zonas rígidas. Los policías conducen el tránsito muy cerca, pero no se inmutan. Son ejemplos: la calle Libertad a la altura de la RENIEC y la Av. Loreto en toda su extensión. La Policía Nacional del Perú advertirá que no es suficiente con sancionar al motociclista cuando la demanda por el servicio rebasa toda expectativa en la que los piuranos prefieren el riesgo de conducirse en un vehículo que no garantiza seguridad, conforme a los estándares que se exige al transporte público.

Según el Plan Provincial de Seguridad Ciudadana 2016, en el año 2015 se realizaron 3800 delitos relacionados con hurtos y robos (incluye todas las modalidades posibles) y, aunque no se hace detalle de las veces del uso de las motocicletas como instrumento de huida, imaginemos que en la mitad de esos delitos se utiliza dicho instrumentos, entonces tenemos que 1900 veces hay una moto y, presumiendo que los asaltantes repiten sus conductas, en realidad tendremos que, probamente, solo 1000 motos se dedican a actividades ilícitas. Si se sabe que en Piura, según el INEI, al 2012, habían 42 000 vehículos menores entonces la intención es legislar para afectar a la totalidad del parque automotriz menor a sabiendas que solo el 2.5% está involucrado en actividades non sanctas. ¿Será que debemos pensar con seriedad nuestras estrategias de abordaje a la delincuencia? ¿O pretendemos una ley –ahora de alcance general- destinada a su desatención por la ineficacia de su pretensión? Es como querer quemar la cocina por no poder atrapar al ratón.

Lo único visible del tema es que el Ministro del Interior se ha quedado sin estrategias frente a la delincuencia, pero también se advierte, que no siempre la ley es la solución a los problemas sociales.


Publicado en SEMANA, suplemento dominical de diario El Tiempo, 10 de septiembre de 2017.

miércoles, 30 de agosto de 2017

Plazos de la investigación preparatoria

Sujetarse a un proceso judicial, para un ciudadano ordinario, puede ser la peor de las pesadillas. De allí nace ese viejo dicho popular: “más vale un mal acuerdo a que un buen juicio”. Si el proceso es de naturaleza penal, la situación se complica: nadie está interesado en someterse a un proceso donde se pone en riesgo no sólo la libertad sino también la honra y el patrimonio. Añadámosle también, el tiempo. Un proceso judicial puede durar, en teoría, el tiempo que se tiene previsto como pena máxima multiplicado por tres.

El art. 83 del Código Penal señala que la opción de persecución penal prescribe “cuando el tiempo trascurrido sobrepasa en una mitad al plazo ordinario de prescripción”, y una interpretación jurisprudencial del art. 339 del Código Procesal penal sostiene que la suspensión de la prescripción “no podrá prolongarse más allá de un tiempo acumulado equivalente al plazo ordinario de prescripción más una mitad de dicho plazo”, que en buen romance significa que, entre la acumulación del tiempo de la prescripción misma y la suspensión de la prescripción se puede alcanzar el triple de la pena máxima. El homicidio simple tiene una pena máxima de 20 años. Entonces la prescripción, conforme al 83 citado, será a los 20 años (plazo ordinario) a los que se suma “la mitad del plazo ordinario”: 10 años, es decir, a los 30 años. Si añadimos la posibilidad de la suspensión de la prescripción, que se sujeta a la misma regla, entonces, el delito de homicidio deja de ser perseguible a los 60 años, contados desde su realización. En teoría.

Contra dicha posibilidad se erige el derecho convencional “a ser procesado dentro de un plazo razonable”, sobre el que la jurisprudencia de la Corte IDH y el TEDH ya han precisado cuáles son sus exigencias mínimas, señalándose como contorno genérico el hecho de que en el proceso penal los tiempos no se contabilizan cronológicamente, sino que es necesario atender otros indicadores: la complejidad del proceso, el comportamiento procesal del acusado y la diligencia de los órganos estatales, para evaluar si se ha afectado el derecho al plazo razonable. En cristiano: un proceso penal tiene una fecha de inicio, pero no una de término definida desde el calendario gregoriano; lo que posibilita que los procesos, aun cuando se tratara de la misma materia, unos suelen demorar más que otros para tener una sentencia definitiva. A esto, en el derecho se le llama la teoría del “no plazo”.

Empero, ello no es estorbo para que determinadas instituciones procesales puedan tener límites temporales o plazos específicos. ¿Qué ocurriría por ejemplo si la posibilidad de apelar no tuviera plazo, o si la prisión preventiva se sujetara a la indefinición de “lo razonable”? Ningún fiscal permitiría que el acusado impugne la sentencia por fuera del plazo establecido en el art. 414 del Código Procesal Penal, argumentando que “como la sentencia es muy extensa y recién el abogado ha asumido el caso” entonces debe adicionársele uno o dos días más para la admisión de la impugnación planteada. El juez tampoco lo admitiría.

Lo mismo ha de ocurrir con los plazos de la investigación preparatoria señalados en el art. 342 del Código Procesal Penal: llegado al término del plazo, no sólo ha concluido la investigación preparatoria, sino que además supone “la caducidad de lo que se pudo o debió hacer” como reza el art. 144 de la norma procesal. La prórroga –cuando la ley la ha establecido como posibilidad- deberá efectuarse antes de que le alcance la caducidad, en mérito a asegurar la continuidad entre el plazo que llega a su término y el plazo de prórroga. Ha de reconocerse que, las reglas para la aplicación de la extensión del plazo de la investigación preparatoria no precisan que la pretensión ampliatoria deba efectuarse antes del término del primer periodo; empero ello no puede ser justificación para que el Ministerio Público lo solicite cuando ya no tiene plazo de investigación, en aplicación extensiva de las reglas aplicables a la prórroga de la prisión preventiva y al imperativo del art. VII del Título Preliminar que señala que la ley procesal que “limite un poder conferido a las partes o establezca sanciones procesales será interpretada restrictivamente”. La regulación de la prórroga de la prisión preventiva establece, que la prolongación de la medida, “el fiscal debe solicitarla (…) antes de su vencimiento”. La misma regla para la prórroga de los plazos de la investigación preparatoria. 

Quienes sostienen la posibilidad de la prórroga por fuera del plazo argumentan que la casación 54-2009 La Libertad que el incumplimiento del plazo no supone sanción procesal alguna, sino que solo advierte una responsabilidad disciplinaria; empero a diferencia de la situación evaluada por la judicatura en dicha oportunidad, no se pretende generar una nueva causal de sobreseimiento, sino que, en cumplimiento del art. 343 inc 2 de la norma adjetiva, al vencimiento del plazo, el fiscal atienda la finalización de la investigación preparatoria y, decida o requerir el sobreseimiento o exponer acusación.

Una interpretación distinta, agregando plazos no reconocidos normativamente, es pretender aplicar los criterios de la teoría del no plazo, allí donde, justamente, el legislador ha querido que los tiempos se computen cronológicamente, conforme a las indicaciones del art. 143 del Código Procesal Penal. El asunto es simple.

lunes, 21 de agosto de 2017

Confesión

“Bendígame padre, porque he pecado”, suplicó el penitente. Del otro lado de la rejilla del confesionario, una voz cavernosa, replicó con reparo: “¿Que has hecho buen hombre?” Y aquel, empezó a narrar las circunstancias que le envolvían: varón y honorífico de la Asociación de Profesionales Cristianos, casado y con un pequeño que ya tenía siete años… Confesó pecados contra la Iglesia: dudaba largamente de los dogmas de la fe y se regodeaba en las prácticas espiritistas a las que acudía con cierta frecuencia con un viejo chamán tambograndino. Había acudido, desde su última confesión –realizada ya casi un año atrás- en tres oportunidades.

Luego, de exponer los detalles de aquellas sesiones chamánicas, de las que se sentía muy inclinado desde pequeño y. a las que prestaba devoción porque le permitían liberarse de muchas de sus dudas relativas a la vida en la Iglesia, porque justamente, eran la oportunidad donde desaparecía su aridez espiritual, sintiendo, en cada vez, la presencia del mismísimo Cristo, que lo hacía copartícipe de su pasión como testigo ocular de los hechos del Gólgota, pero también de episodios aislados del futuro. Por a través de esas visiones, ya hacía muchos años, pudo conocer de anticipado que su padre moriría como producto de un accidente de trabajo… Nada pudo impedirlo, pero el conocimiento adelantado, le había permitido estar preparado para la ocurrencia.

Aun a sabiendas, de la posibilidad de la repetición, pedía perdón por haber faltado a las enseñanzas de la Iglesia, sin mucha confianza de que fuera pecado la participación en estas formas de acercamiento a la Divinidad… Aún con ello, en la duda, era siempre mejor pedir perdón. El asunto vital de su presencia por detrás del anonimato en ese pequeño espacio de la confesión, sin embargo, eran sus pecados contra el sexto mandamiento. Se acusaba de no tener relaciones con su esposa –desde hacía casi cinco años- pero a la vez se acusaba de prácticas sexuales por fuera del matrimonio… hecho que le procuraba la mayor de las vergüenzas, al punto que a ese momento aún no delataba la completitud de su pecado.

¿Dónde trabajas? Preguntó el confesor. “Soy docente universitario e investigador”, contestó el interpelado y continuó ofreciendo detalles de los cursos que se le habían encargado: “Comunicación digital” y “Deontología de las comunicaciones”. Y luego de algunas otras preguntas relacionadas a su relación de pareja, a insistencia del eclesiástico, declaró con mucho miedo: “No es con una mujer con la que tengo relaciones… padre. Soy gay… Soy homosexual y tengo una relación –digamos constituida- con un colega, con él nos debemos fidelidad –si cabe la expresión- a pesar de nuestras complicadas posiciones: Yo soy casado desde hace ocho años y, él, pues, aunque tenemos edades similares, está en la misma situación que yo a los días de previos de mi matrimonio: decidir si asume su homosexualidad frente al mundo o sí casarse para evitar las sospechas de sus padres y de sus hermanos… que por lo demás, es una familia de la “gran sociedad” de nuestra pequeña ciudad… “¿Padre… está allí?” Con una voz, ahora cansina: “si muchacho…” Respiró profundo y, sentenció con desgano: “Sé que no debo darte la absolución, pero tampoco tengo respuestas a tan grave problema… La Iglesia, nuestra Santa Madre, no mira a todos hijos con la misma compasión en estos temas: los varones tienen derecho a pecar, las mujeres sólo si no motivan escándalo y, ustedes están condenados al ostracismo, a la nada, a la inexistencia”.

Y continuó: “¿Eres feliz? ¿Te sientes realizado?” El hombre contestó: “Si no fuera porque me casé, todo lo demás: él, mi hijo, la mujer que es mi esposa y mi trabajo son lo mejor que la vida me ha dado”. Un nuevo silencio rebotó en la nave de la Catedral. Un par de murciélagos rompían el espacio con su vuelo, mientras los yesos de las imágenes sagradas se mantenían firmes ante las expresiones de esa infelicidad con nombre propio. “Ella sabe quién soy yo y de mi vida… y yo sé la de ella: de su pareja, de sus éxitos profesionales, de sus encuentros a escondidas” Y remató: “Yo no tengo nada que reclamar, pero si mucho que agradecer”.

El hombre de Dios, siguió preguntando y, preguntando mientras pedía al mismo Dios, iluminación, para tan difícil momento. Nunca había tenido una confesión de tal naturaleza, pero se daba cuenta de que alrededor del penitente se habían construido cinco vidas: la suya propia y cuatro ajenas, que entrelazadas unas con otras, eran parte de las del millón y medio que ofrecen vida a este terruño de la patria. Sentía no tenía derecho a condenar, solo porque esas vidas no calzaran con lo que su organización eclesial espera. Le ofreció su compasión por el dolor padecido y por la felicidad no alcanzada.

Ya con más de una hora de confesión, el religioso salió de su cubil, dio la vuelta hacia el hombre y le dio un abrazo que solo materializaba compasión y ternura. Los ojos de aquel, ante la acogida, se convirtieron en un pozo acuoso de felicidad: de saberse comprendido, de sentirse perdonado. En ese momento, volvió a ver a Dios.

La esterilidad del alma había terminado.

Amantes

Se despertó con un mal sabor… Un sentimiento de culpa le embargaba, a la vez que, una sonrisa de complacencia se dibujaba en sus labios. Se confundía el miedo y la satisfacción, la turbación y el regodeo, el dolor del alma con los recuerdos de la delectación corpórea. Y no quería decidirse por ninguna. Un “no sé qué” se atragantaba entre su pecho y la garganta, pero, cada que aparecía, en el instante posterior florecía la ensoñación del cuerpo ajeno, de ese que sabía que nunca sería suyo, pero que había logrado poseerlo, siquiera por algunos largos minutos de la noche previa.


Ese muy buen cuerpo, de curvas pronunciadas, bien despachadito, de mujer casada y con ya algunos años, le ofrecía experiencias distintas: carnes por amasijar entre sus dedos que, cual pianista, lograba músicas en formas de callados quejidos naturales, que despertaban en sus oídos juveniles sensaciones distintas, extrañas, gozosas. Una noche en que la culpa se perdía en bocadas de aire pletóricas de amor carnal, de mudas mordidas en la piel del otro, de purísima efervescencia de sudoraciones confundidas… Ese breve espacio permitido por el descanso de fin de semana, fue cubierto de enérgicos y rítmicos ejercicios, que se justificarían, al llegar a casa, en el agotador viaje que suponía el bus público en una vía atormentada por los rezagos de los aniegos del verano.

Siempre se habían mirado con deseo. Ninguno había dicho nada de los mismos, pero esa noche coincidieron en la puerta de salida y, sin querer, sus maletines cargados de papeles, se entrelazaron, motivando una invitación para un cebichito vespertino de viernes, que terminó en el hotelito de al lado, en un ronroneo cómplice, donde ese par de cuerpos dieron cuerda a los deseos reprimidos, de un lado, del cuerpo voluptuoso y maduro y; del otro, de la rigidez de los músculos que se escondían debajo de una camisa, logrados –ha de decirse- en rutinas inflexibles de gimnasio. Aún con ello, el par de chopps no eran suficientes para acallar el sentido de la culpa, de la traición a otros, distintos, ajenos e ignorantes de la escena… pero se aplicaron en esa breve empresa que, culminaría esa misma noche, pues no habían afanes de repetición. Ella habría logrado lo que hace tiempo ya había perdido y, él había conocido un nuevo cuerpo para anotarlo en su lista de experiencias… éste lleno de novedosas experiencias.

En los contornos del anochecer, confundidos en el humo de un cigarro y, atareados por los cláxones de los taxis que podían advertir desde el segundo piso, el traqueteo de la cama y el olor de las sabanas mojadas eran la escenografía inadvertida para este par de amantes, que esa noche modificaron sus horarios e inventaron excusas vanas para esta historia, que sabían era prohibida.

El sentimiento de culpa se perdió entre los quehaceres sabatinos, el encuentro con los amigos y, la necesidad de volver a gozar de ese par de pechos aperaltados y las curvas voluptuosas de sus caderas motivaron la repetición… un par de veces por mes se encuentran furtivamente, en el descanso meridiano, con ocasión de algún cumpleañero agasajado, en viajes de trabajo, o sin siquiera tener pretexto, en algún hotel de la ciudad, que con frecuencia es cambiado para evitar el descubrimiento de los no-comprometidos. El trascurso de los días, dieron hicieron florecen el goce frente a la culpa, el miedo sucumbió ante la sonrisa complaciente y, los sudoríparos movimientos duales se repiten desde hace un lustro, para entera satisfacción de los amantes.

Hace unos días, ella intenta dejar de verlo… pero lo extraña “a morir”. Es el enésimo intento.

Diligencia

Una notificación había regresado. La secretaria recordó esa mañana que había que tomar declaraciones en un proceso administrativo sancionador. Una mirada al expediente: unas pocas hojas acompañaba a la denuncia; pero los quejados, el juez, el secretario, el administrador y hasta el encargado de notificaciones se habían encargado de contestar, cada quien con su respectivo paquete de fotocopias y recortes periodísticos que la demora denunciada por el quejoso era imposible de evitar por el solo hecho de que el pueblito en donde tenía que hacerse la diligencia había quedado aislado por las lluvias del año 2008. No obstante la suficiencia justificatoria -para evitar mayores zozobras- se había ordenado que se investigue a la asistente judicial –que autorizaba la notificación- y al notificador –que ya había respondido, con fotografías inclusive, de la imposibilidad de llegar al caserío donde debía realizarse el acto procesal-. Era un expediente inútil…

Esa mañana, a la mitad de ésta, una muchacha –adornada de una tímida sonrisa- pidió permiso para ingresar “¿Aquí es el juzgado penal? Buenos días he sido citada para declarar como testigo”. Invitada a sentarse, expuso sus argumentos y justificaciones, que no hacía más que asegurar que se había aprendido la lección: que tenía en la cabeza las noticias de las lluvias, que el teniente alcalde había pedido ayuda a las autoridades de Piura para su caserío por el aislamiento, que el desborde de las quebradas San Francisco y Carneros habían imposibilitado el acceso desde cualquiera de los caseríos o centros poblados vecinos al caserío, que el juez había sido diligente… que todos había sido diligentes, pero su mejor argumento era la estación lluviosa: “mi resolución está fecha desde diciembre, la cédula tiene fecha 30 de diciembre, el notificador la recibe el primer día hábil de enero y la diligencia está señalada para el mes de febrero ¿Qué culpa tengo yo que el notificador no pueda llegar a notificar a las partes procesales antes de que llueva? ¿Quién iba a saber que llovería con tanta fuerza?!”

Era un caso muerto: uno de aquellos en los que la investigación está llamada a apaciguar el ánimo del quejoso. De hecho, unos días más tarde, cuando le tocó declarar, advertía que era cierto lo que decían sus propias autoridades locales, pero se quejaba de que los jueces debían prever que en los meses de verano, en Piura suele llover y, la zona donde vive suele aislarse… Se había resignado, o la fecha señalada en la primera semana de mayo, le satisfacía en el alma.

La mujer, esa mañana, aun sin ser acusada, y con todo lo que tenía a su favor, se mostraba temerosa... Enfundada en un vestido de colorines, de fondo color zanahoria; el escote cuadrado y el cero de sus mangas de muy recatada factura, eran suficientes para resaltar su belleza… ahora menguada por su miedo… “¿A que le teme si Ud. no está procesada?”, le preguntamos. “No, doctor”, dijo… “No es miedo. Es impotencia, es rabia, es desánimo…" El mismo quejoso ha ido ayer al juzgado a reírse de nosotros, que ya nos tiene quejados, que hemos sido citados, pero sabe bien que no hay mala intención por parte nuestra… Sabe además, que el juez tiene miedo, que lo que menos quiere ahora es una queja porque está postulando para la titularidad en el puesto… Eso da cólera” Unas lágrimas de impotencia se dejaron salir, sin que ella pudiera evitarlo. Y continuó: “Yo no tengo hijos, pero un día los tendré…” Sin rematar la idea, retomó la compostura, y con alguna seriedad, con el gesto en sus ojos, reclamó: “que eso no sea parte de mi declaración”. Un vaso de agua le alivió el alma y le recuperó el semblante.

Los rizos negros de sus cabellos, ahora mojados por las lágrimas, eran el cuadro perfecto para… Esos rizos caían por detrás de sus orejas y cubrían parte de su cuello, alargado, moreno… ahora tenso por las emociones que le provocaban, en su decir, esas acusaciones injustas. No hay modo de describir, las sensaciones que ella no relataba, pero mis ojos podían darse cuenta de su sufrimiento, además de ajeno, cercano. Se notaba su congoja por lo que ella sabía –sin decirlo, todavía- era una investigación infecunda desde la resolución que le daba cabida. El par de ojos de paloma cuculí, se había marchitado en los cuarenta y cinco minutos de preguntas y respuestas… la timidez que traslucían a su llegada, se había convertido en masa acuosa, repleta de desaliento y consternación. El vaso de agua, apenas había logrado alcanzarles algo de tranquilidad… Una intranquila paz que no llegaba a la largura de sus dedos, que afligidos se movían sobre el borde de la mesa, jugaban con un lapicero, que pretendía ponerle el punto final a la declaración de esa mañana… Su sonrisa no estaba… se había fugado para darle campo a la preocupación que le embargaba.

Ya con la calma apenas alcanzada y luego de hacerle saber en tono de ironía que toda la culpa recaían en ella por haber decidido trabajar en una institución malhadada en el sentimiento secular, rió con soltura. “Donde uno vaya, habrán problemas. El asunto es que me hacen llorar…” pensó un par de segundos, y remató, “pero, luego rio” y acompañó su dicho con una sonrisa ingenua, reluciente de belleza, resaltando su naricita canela… ese color propio, de las mujeres de esta tierra, pero que en ella, asumía una connotación especial…

Unos meses más tarde, por arbitrariedades que la vida tiene, nos volvimos a encontrar.

miércoles, 21 de junio de 2017

Chacra

Ya había pasado el mediodía, y el examen empezaba. Las viejas instalaciones de una desaparecida empresa petrolera servían ahora como aulas. Holgadas, pero insuficientes ante el siempre agobiante calor mancoreño. El agobio en el alma era mayor si es que, en la hora punta del calor, además de al hambre, debías enfrentarte a un examen.

Decían –y en estos tiempos también lo repiten- que los cursos más difíciles para un estudiante de secundaria son los que se empaquetan en el tercer año. El curso de química, quizá el más espinoso. Requería, de memoria para aprenderse los nombres de los elementos químicos y sus respectivas siglas y, luego de ello, aprenderse las fórmulas básicas para alcanzar los compuestos químicos elementales. Todo nos ponía en muy graves apuros. La sal de cocina, la soda caustica, el amoniaco, el ácido sulfúrico, el bicarbonato de sodio, el gas metano, el vinagre… se relacionaban con expresiones que iban más o menos de la siguiente forma: NaCl, NaOH7, H2SO4, NH3, CO2, CH3COOH, a la vez que era obligatorio conocer sus respectivos nombres científicos. No se diga nada de la clasificación: óxidos básicos, óxidos ácidos, hidruros, hidrácidos, hidróxidos, etc, etc, etc. El asunto iba así…

El profe, un hombre alto, de cabellos ondulados, con una cojera pronunciada debida quizá a la poliomielitis, sudaba con el calor y, probablemente, con el hacer frente a los jovenzuelos a los que tenía que evaluar esa tarde. “Ya, carajo. Dejen sus cosas al frente. Solo necesitan sus lapiceros y borradores y una hoja en que apuntar”, decía mientras recorría entre las filas mirando con atención por si alguno quiera pasar por listo dejando algún cuaderno, hojas o apuntes que pudieran servir para la copia… “Apúrense. ¿O acaso no tienen hambre? Apúrense. El que termina va saliendo!”. A la voz de irse, todo el mundo apuró el paso… No quedaron cuadernos, ni mochilas, ni maletines, nada que impidiera el inicio del examen.

Una vuelta más, no estaría de más. “Ey tú. ¿Y ese papel que sale de tu bolsillo?” con su voz grave, le dijo a un pelucón de la parte final… “Esas patillas”, dijo, mientras revisaba que el trozo de papel higiénico que le fue alcanzado no tuviera anotaciones. A un par les pidió que vaciaran los bolsillos de sus camisas y, miró con detalle, en las hojas de navaja que se utilizaban como saca puntas, que en ocasiones servían como pergamino para anotar las copias. “¿Son chacreros o no?”, preguntaba con sarcasmo, mientras que alguno reclamaba con zalamería: “Apure profe… que se enfría la sopa”.

En un salón de clase, la Constitución se va al tacho. Nadie es inocente, por el contrario, se presume la culpabilidad. Como bien decía Cantinflas “Se sospecha de todos, pero no se desconfía de naides” y, por tanto, volver a mirar en detalle los tableros de esos avenjentados pupitres se hacía necesario para evitar trampas en los resultados: en ellos no solo había pintados corazones con nombres de quienes alguna vez pasaron por allí, o juegos de mesa en miniatura en los que se pasaban las horas si la clase era aburrida, sino que también podían servir para anotar las fórmulas necesarias para aprobar el examen… esa tarde nada adornaba los nombres de las parejitas de aquellos días… “Carajo… al primero que intente copiar lo mando a… apañar algarrobas! ¡y tiene cero en el promedio!. No quiero caras tristes, ya saben ah”. Y empezó el examen.

El profe dictó seis preguntas. La consigna era responder cinco, con un “si pueden” de acompañamiento. La sexta era de yapa. Así, empezó la carrera contra el tiempo. Nos mirábamos entre si, le preguntábamos al techo, mirábamos al profe pasearse con su sádica expresión facial que anunciaba un “así quería verlos”, mientras de cuando en cuando una sonrisita… acompañada de un “¿Ya?” nos apuraba para acabar prontamente. La aguja larga del reloj casi que llegaba a la mitad de la esfera, mientras la más pequeña, lenta ella, parecía que para la ocasión le hacía competencia al minutero: Había pasado el uno. Un par de gentes salieron. Entregaron sus cartillas a medio llenar y, se fueron en silencio. Unos minutos más, el profe recogió un diminuto papel de suelo. En letras pequeñas y de colores: azul, rojo, negro se anotaban los “oso”, los “ico”, los “ato”, los “ito” y las fórmulas de cómo llegar a ellos… De seguro había otras cosas: era un pequeño acordeón cargado de fórmulas, definiciones y hasta de ejemplos, elaborado como una larga tabla sinóptica en la que había acuñado lo que durante más de tres meses se había dictado en clases… “Esto es tuyo”, le dijo al más cercano y, ante la negativa, replicó: “¿Cómo que no? si está en línea recta hacia tu bolsillo… Párate”. Atemorizado el muchacho, miraba a todos los lados. Lo peor que le podía pasar era que lo desaprobaran en el curso y, tal pareciera que esa no era una opción para su libreta…

En la distancia, a tres filas de allí, otro, le señalaba con el dedo amenazador, mientras pensaba “pendejo… ya te cagaste. Eso te pasa por chacrero”. Le habían hurtado el documento, pero al fin de cuentas no le fue necesario ya que de tanto repetirla, con el ánimo de perfeccionarla, se la había grabado y no le era necesaria para el examen”. El profe miró el examen del sospechoso, miró su lapicero con atención y, le ordenó: “continua” y luego de hacerle marcas a su examen con un lapicero de tinta líquida le anuncio “quiero ver si sabes”. Empezó a pasearse por en medio de las filas. “Chacreritos, no?” decía, mientras miraba papeles, tipos de letras, lapiceros y, probablemente hasta los temblores de las manos…

Eran las 2.30 de la tarde. Se terminó la tortura para todos. Como quien no quiere la cosa, y luego de despedirse de todos, anunció: “Fulano: búscame mañana a la hora del recreo”. ¿A qué vendría esa llamada?

miércoles, 14 de junio de 2017

Chucaque

Era el año 86. Aún eramos muy chiquillos. Trece años era el promedio de vida de ese casi centenar de chiquillos que conformábamos el segundo año de secundaria. Los difíciles momentos vividos por las lluvias del 83 ya se habían superado en nuestras recién adolescentes vidas… Todo había vuelto a la normalidad. Bueno, en la renovada Panamericana aún quedaban los chamberos encargados del asfaltado y de la señalización de la vía; empero en términos generales, nuestra vida había vuelto a ser la misma: el mismo panadero de toda la vida recorría las tardes mancoreñas ofreciendo todo tipo de dulces; en el mercado, las mismas caseras de siempre y, las ferias de sabatinas volvían a convocarnos. En las noches de los martes, so pretexto de la liturgia juvenil, las calles volvían a ser nuestras… Ah...! la laguna... esa de agua salada que se formó donde ahora hay un bulevar, se convirtió en la piscina de más de uno.

Ese año Dña. Bertha se despidió de las aulas y un nuevo profesor llegaba. Inexperto, apenas podía con nuestras palomilladas. Había vuelto a las calles, también, Dn. Hortencio, el vendedor de alcoholes: “Llevo cañazo, primera, aguardiente… Llevooooo!!!! Gritaba por las calles mientras a cada lado le acompañaban un par de garrafas, de esos botellones plásticos en los que se vendía aceite de cocina… en aquellos días eran de color oxido. “Cañazo señora, cómprese una media… muy bueno para los calambres de estómago, para las frotaciones… para el chucaque, doña”, les decía a sus eventuales clientas con las que se encontraba en la calle… Esa cantarina voz, en imitación de algún mozalbete: “vendo cañazo, vendo primera…” se dejaba oir a media voz, en el salón mientras el profesor escribía en la pizarra. Nadie daba razón de su autoría cuando aquel volvía para descubrir al palomilla. La risotada era general.

Si bien el colegio era mixto. Los salones se dividían: unos para varones y otros para mujeres. Así los varones nos ubicábamos en la esquina suroeste y, las chicas en el borde noreste. Aquí, en este espacio, habían dos recintos y, adosado a éstos un tubo de fierro, de quizá 12 pulgadas de espesor que servía de asiento para las horas de recreo… pero esa mañana, quien sabe porque, había entre 12 y 15 chicas en plena chacotada, quizá entregaron prontamente su examen y salieron o, a lo mejor, el profesor no llegó a clase. Qué más da… Parloteaban de lo lindo… Ellas y la algarabía eran una misma cosa.

Una mujer, madre de familia de alguno de sus condiscípulos, pasó muy cerca. Era el camino a la dirección. Callaron sus voces pero a alguien se le ocurrió la broma y esperaron su regreso… Cuando ya había pasado, “suegraaaaa”, dijo una voz femenina… y todas se rieron… “suegraaaaaa” volvieron a decir, al ver que la mujer hacía oídos sordos. El asunto, no se repetiría: la mujer volvió y, todas le tiraron dedo a una… “Ella, señora”, “ella, señora”, repetían con el esmero propio de la palomillada, mientras la empujaban a la palestra… La mujer le recriminó, quizá con severidad, acaso con el ánimo de entrar en el chacoteo: “Oye muchacha, primero aprende a lavar tus calzones”, se dio la vuelta y se fue. Las chicas no cabían en sus cuerpos de la risa… mientras jaloneaban y abrazaban a la compañera para menguar su vergüenza… Rió, con esa risa propia de los rostros enrojecidos por la cortedad y la timidez… Y se limitaba a decir: “No chicas, eso no se vale… así no es”, y luego de un momento, el sonrojo la volvía a asaltar: “pucha, que dirá la señora…”

Al final del día, mientras todas reían ella, sentía que un pirético malestar le abundaba, y una risita de ficción mostraba para apaciaguar la chacota de las demás... Esperaba las campanadas de salida, pues solo quería llegar a su casa. Así, al escucharla cogió su brazelete rojo, se lo enfundó en el brazo derecho, tomó su vara de mando y, salió prontamente para llegar a su puesto de cuidado. Esa semana le había dado como tarea ayudar a cruzar a los alumnos a la altura del mercado… El malestar le llenaba el alma, Llegó a su casa y, el hambre le había abandonado… se echó a dormir. Dicen sus vecinas, que doña Angélica, su madre, ya a la oracioncita, buscaba a Dn. Hortencio para que le venda una “media” de aguardiente. Los calambres estomacales, propios del chucaque le exigían una frotación y una buena santiguada. La muchacha no asistió al colegio un par de días. El chuchaque estuvo más fiero que el dengue.

Treinta y un años después, niega los hechos.

Junio

Corría el último año de facultad y la preocupación era donde hacer las prácticas pre-profesionales para alcanzar prontamente el título profesional y materializar el “para que seas otro en la vida” de nuestros viejos. Había varias instituciones que ofrecían puestos para practicantes, pero no todos eran pretendidos por algunos. La pelea se concentraba entre los mejores por las instituciones que ofrecían estipendio a cambio de las horas de aprendizaje. En aquellos días, no había obligación legal de pagarlas, pero si necesidad de controlar los tiempos dedicados a esas tareas para asegurar los espacios dedicados a las clases universitarias y al estudio personal. Solo tres o cuatro eran de aquellas que permitían que a fin de mes puedas tener algunos soles en el bolsillo.

El lugar al que se pudo acceder se ubicaba frente a la plazuela que lleva por nombre el de un pintor muy reconocido. En aquellos días, las palomas anidadas en los campanarios de la iglesia, que daba cobijo a la institución receptora,  se  paseaban por la plaza muy de mañana buscando que comer. Éramos tres, llegamos y tímidamente tocamos las puertas. En la recepción, una avejentada mujer, de formas amables, casi forzadas, nos recibió ofreciéndonos ser atendidos prontamente. Luego de unos minutos, anunció: “Pasen jóvenes. En el salón del fondo, les esperan”. Se me asignó trabajar con una abogada, a quien, cuando menos, conocía de vista por ex alumna de la misma universidad. Nuestras primeras tareas fueron las de verificar que el papel estuviera listo en las impresoras, en aquellos días, de cinta, simulando ser máquinas de escribir. Más tarde se nos dio de tarea el “seguimiento de casos”, dígase ir al juzgado para verificar si se había cumplido con la notificación, si existía algún depósito judicial que cobrar, si ya se había expedido resolución para nuestros pedidos… Nuestra oficina era una de aquellas dedicadas al ejercicio del derecho en favor de las personas sin recursos, una especie de defensoría pública para personas pobres. De pobreza, en el más amplio sentido, y se prefería de decir “personas en estado de vulnerabilidad”, porque no sólo se trataba de defender a la viuda, al pobre y al huérfano conforme al significado semántico, sino que se asumía causas en las que, aún con recursos las personas se veían disminuidas por el solo hecho de pensar distinto,  de exponer sus ideas contra el gobierno de turno, lo que podía suponer acusaciones de terrorismo, defraudaciones tributarias,  incitación al desorden público.

Por esta vía nos fuimos acercando al ejercicio del poder desde donde imparte la justicia. La cosa no era fácil: el sólo acceso al expediente podía durar días, pues se perdían en los desordenados anaqueles y estantes judiciales, pero además, advertíamos que, como que lo aprendido en las aulas no era lo mismo que lo que se encontraba en ellos: en algunos expedientes, de un secretario específico, se anotaba en las declaraciones de los acusados el juramento de “decir verdad” sobre los hechos; alguna vez, el secretario llamó a la jueza para que obligue al imputado a contestar las preguntas cuando hacía ejercicio de su derecho a no declarar… Y no parecía extraño. Nuestro primer caso, estuvo relacionado con un habeas corpus en favor de un muchacho desaparecido, decían, en ejercicios militares; pero que según alguno de sus compañeros –sin decirlo a viva voz- había sido muerto por un capitán, a la llegada al cuartel, porque no quiso cumplir la orden de escupir un gargajo en el plato de un compañero.  También había quienes anunciaban que no había muerto y que estaba detenido en alguna de las celdas del centro militar, debidamente custodiado sin posibilidad de alimentos que no sea un mendrugo de pan y una vianda de agua.  Ya había pasado cinco meses, desde la última vez que fue visto vivo. Sus padres agotaron los recursos que su imaginación les permitía: hablaron con el comandante, con los capitanes, con los compañeros y no se sabía nada de su paradero. La prensa había dado cuenta hasta de las sospechas. Lamentábamos que la justicia fuera tan lerda, incluso con un habeas corpus, del que se dice es más rápido que el efecto de un par de cervezas,  y nos parecía inaudito que la jueza del caso pusiera tantos peros para programar una visita a las instalaciones del cuartel para verificar lo que se decía de la detención. Renegamos de los jueces y, era una promesa no trabajar en una institución estatal tan burocrática, tal malhadada. La justicia, nos parecía, solo era un remedo o una burda falsificación.

Seis años después, las cosas habían cambiado, las formas de gobierno de la institución encargada de la administración de justicia habían cambiado, el régimen autocrático de gobierno nacional había desaparecido, la marcha de los cuatro suyos era una historia de la que sentirse orgulloso, las levas –el reclutamiento forzoso de jóvenes- eran cosa del pasado, los movimientos cívicos tenían a punto una ley que prohibía la obligatoriedad del servicio militar, los periódicos chicha eran “periódico de ayer”, los vladivideos ya era noticia común en el internet… las cosas eran muy distintas… Ya no era practicante, me había integrado al grupo de abogados de la institución.

Era el mes de julio del año de inicio del segundo gobierno de García y, la autoridad máxima de nuestra institución, en frente de todos, se despedía, exhortando a cada quien a no desmayar en las ilusiones, a no renunciar a los anhelos personales, a no tumbarse de la escalera que nos lleve a nuestros sueños: “Los sueños personales no pueden depender de otros; menos, de aquellos que se imponen como obstáculos”, nos decía. Venía un nuevo jefe y, pedía –aunque no se entendiesen sus decisiones- se le obedezca con la libertad de los hijos de Dios. Ese mes de julio, las cosas cambiaron. Cambiaron en sentido opuesto a como habían cambiado las cosas en el país: las instituciones se había renovado, otras nuevas había aparecido –como la defensoría del pueblo por ejemplo- un nuevo modelo procesal punitivo se había instalado y progresivamente iba tomando rumbo en las distintas organizaciones territoriales. Nuevos vientos se advertían a lo lejos… En la institución, en cambio, las políticas cambiaron hacia el otro lado. El pobre, la viuda y el huérfano, nos parecía, quedaban sin significado, un significante huero, vacío. Había que salir a buscarlos en otra parte. Las cosas se hicieron laboralmente difíciles, los cooperantes cerraron sus proyectos, la vaciedad laboral llenaba los escritorios y los hostigamientos –mutuos- motivaron las salidas de los que, un par de años antes, nos despedimos del viejo de cabellos blancos.

Algunas semanas nos dedicamos a la defensa libre, mientras nuestras referencias personales fueron ofrecidas en algunas instituciones públicas, en particular aquellas con las que nos habíamos relacionado durante el tiempo anterior. Había pasado ya dos meses, casi que nos acomodábamos en el mercado de los abogados del ejercicio libre, y una voz del otro lado de la línea, nos indicó: “el Presidente desea hablar con Ud. será posible una entrevista para el día de mañana a 9.00 a.m. en su despacho”.  Le replicamos “Allí estaremos”.  Un hombre, de escasos cabellos, negros por la tintura que les acompañaba,  de bigotes, nos esperaba. Una amplia sonrisa, nos daba noticia de la nueva que nos esperaba.  Conversamos, brevemente de las motivaciones personales, del pasado inmediato, de una demanda –o de varias- laborales, de las nuevas políticas en mi antiguo centro laboral y las que él pretendía para su institución, hasta que finalmente indicó había un juzgado que no tenía juez y, era de materia penal y, se necesitaba nuevos aires en él, que se tuviera la intención de estar preparado para el nuevo modelo procesal que se pretendía en los próximos meses, de la necesidad de lidiar con los viejos cucos que, a veces no quieren irse… ¿Y cuando empiezo? –Ahora mismo, fue la respuesta.  “Umh… Déjeme pensarlo” y sonreí. Nos estrechamos la mano. A las 9.30 de ese día 14 de junio, luego de un juramento solitario, me lanzaba a nueva aventura… Hoy, nueve años después, inquieto por cuánto hay de bien procurado en el trabajo que realizamos, seguimos en ella.

Con la misma ilusión. Ahora renovada.

martes, 13 de junio de 2017

Tarea

Era un sábado, quien sabe de qué mes, quien sabe de qué año. La calle estaba desolada. De ordinario, era solitaria, pero ahora lo estaba más. La mujer tocó el timbre del edificio, y levantó la mirada para ver las volutas que adornaban el quicio de la puerta… Tanta era la soledad, que parecía no había nadie, aunque en realidad no era así. Había alguien que la esperaba. La pesada puerta se abrió con cierta lentitud, mientras dejaba ver a un hombre, de entrados años, con una sonrisa amable pero de gesto adusto. “Señora”, dijo, “su voz se oía inquieta”, mientras se apartaba para permitir el ingreso de aquella mujer. Afuera quedaban las paredes enlucidas con el color del cemento. Al frente un parquecito que empezaba a llenarse de gentes, mientras un parlante anunciaba misa de nueve de la mañana.

En el espacio de espera, parados en medio del salón, se dieron la mano a modo de saludo. “Vengo a poner mi renuncia”, le dijo sin requiebros la mujer a anciano, que parecía tener cierto don de mando y autoridad respecto de lo que le decían. El hombre la miró con sorpresa, acomodó los pocos cabellos canos con lo que cubría su calva, le empujo levemente del brazo y la invitó a ingresar al jardín interno, mientras salvaban una mampara de madera que daba hacia otro salón de pasadizo, desde donde se advertían un par de puertas, de probables oficinas. Tosió un poco y dijo, quitándole importancia a lo que le habían dicho: “Ve allí ese cuenco en la pared” Y sin dejar que contestara continuó: “Allí, siempre hay agua y también algunos granos de arroz. Esa soña que está allá ¿la ve?” dijo mientras señalaba con el índice derecho hacia un extremo del cuadrilátero por encima del muro que separaba el edificio de los vecinos, “esa soña baja, todos los días, a comer y a beber. Suele venir acompañada de pequeños gorrioncillos, con los que se pelea la comida. Siempre baja, me acompaña cuando hago mis oraciones de la mañana”. Pese a ese cuento, la mujer no perdía su cara de preocupación.

El hombre se sentó en una silla de estructura metálica y hecha de juncos de junto al rio. Algo vieja, muy limpia y con resistencia suficiente para soportar a quienes quisiera sentarse para un buen tiempo todavía. Invitó a la mujer a sentarse en otra similar, que había jalado desde el otro ángulo del jardín. Parecía que la mujer no tenía ánimos de conversar de otra cosa que no fuera aquello por lo que había pedido conferenciar. “Dígame señora. ¿Y Cuál es el motivo? Debe ser algo muy grave”. La mujer tomo la palabra y mientras discurría en argumentos, se tranquilizaba al exponerlos. El viejo las escuchaba con atención, mientras lanzaba hacia el jardín algunos arrocillos que portaba en una bolsa, que a su vez sacó del lado derecho de su guayabera… La mujer hablaba, como contándole una historia; de vez en cuando, poniendo la mano en una lado de la cara, el hombre le interrumpía para pedir alguna precisión de detalles de lo que se le decía. Un par de veces preguntó: “¿Eso ha hecho? ¿Está segura?”, concluía con un “jum”, mientras con su pie limpiaba el piso, o quizá lo acariciaba.

Casi al colofón del alegato, el hombre preguntó ¿Y cree Ud. que uno debe renunciar a sus ideales solo porque otra persona amparado en los mismos –si vale la expresión- y utilizando la misma organización, los traiciona? Tosió otra vez y prosiguió: “Señora Ud. está allí por algo. Dios quiere algo de Ud. al permitirle descubrir aquello que Ud. misma ha llamado… ¿Cómo dijo? Ah si: ‹canallada›. Haga Ud. lo que tenga que hacer para que el mal no prospere”. Se paró de su asiento, invitó con los ojos a hacer lo mismo a su interlocutora, y mientras caminaba hacia la puerta de salida de ese edificio, volvió, con voz parsimoniosa, para decirle: “No acepto su renuncia y, haga Ud. lo que deba hacer para que el Evangelio que tanto dice defender se cumpla” Y a modo de chanza le indicó: “¿No que Ud. venía de las canteras jesuíticas? Se sonrió con sorna. La mujer le refutó: “¿Parece que a Ud. no le preocupa lo que le he dicho”. El hombre puso cara de seriedad, y refutó con amabilidad: “Es grave, muy grave y me preocupa. Pero me preocupa más que Ud. quiera renunciar justamente para evitar hacerle frente a aquello que denuncia”. Le sonrió otra vez, le dio la mano, sobre las escaleras que dan a la calle, y le amonestó con severo cariño: “¿Que sería de Ud. si este hombre –le dijo mientras le mostraba un crucifijo que portaba sobre el pecho- hubiera decidido no hacer lo que hizo?” La mujer que había descargado su malestar, que pretendía evitarse otros mayores, que por la exposición de los hechos se había tranquilizado; ahora estaba más intranquila que antes, pero era una intranquilidad distinta: le habían mandado no renunciar a hacer el bien y, desorientada, volvió sobre sus pasos, se metió en la iglesia vecina y pidió al “Dueño de la mies” le ilumine.

Tres días después, cuando el sol ya se escondía, otra persona se sentaba con el mismo anciano. Éste le pidió le acompañara a rezar “vísperas”, le dio algunas indicaciones de cómo usar el salterio y al término del mismo, se veía obligado a confesar sus fechorías. Con ánimo de atenuación de sus propias culpas reconocía “no haber sido diligente” con el uso de los dineros para pagos de planillas, con los dineros propios de las actividades de la oficina y, ponía en manos de la máxima dirección, su renuncia. Le fue aceptada en el acto. Los dineros apropiados le fueron descontados de su liquidación de beneficios sociales.

Para evitar una denuncia penal, hasta olvidó que debía reclamar su constancia laboral. La tengo a la vista, y por ella, me evoca la memoria.

lunes, 13 de marzo de 2017

Aguas vienen

Piura está en emergencia. Las lluvias le están dando de alma. No la dejan respirar: todavía no termina de secarse el suelo y otro aguacero que le arrecia. Se han caído casas, sistemas eléctricos, el agua del río se ha metido por los desagües y ha terminado en medio de la ciudad… Ni los algarrobos han soportado tanto… en lo que va de los últimos cinco días, en la zona urbana se han caído, cuando menos quince y han causado dos muertes. Las redes sociales, que lo saben todo, nos anuncian “aniegos” en distintas zonas de la ciudad, de muros de contención próximos a romperse y de profecías que anuncian la muerte de los dirigentes de la ciudad, luego de enrostrarles la calamidad vivida.

No recuerdo que nadie haya anunciado este periodo lluvioso. Ninguna empresa meteorológica, ninguna universidad, ningún agorero huancabambino, la pudieron advertir. De hecho, a diciembre –hace tres meses- pedíamos a los apus de los cerros, a los espíritus del agua, al divino creador que nos enviara la lluvia y hasta se dedicaron ceremonias religiosas con ese propósito. En la parte baja del río, muchos agricultores perdieron sus cosechas y la policía se vio obligada a resguarda la poca agua que había en los canales para evitar que sea destinada a los sembríos de arroz u otros distintos del consumo humano directo. Unas semanas después el agua nos desborda. Y a diferencia de nuestra expectativa frente a la crisis hídrica de hace unas semanas, ahora estamos profundamente indignados. Las autoridades no han hecho nada desde el último fenómeno lluvioso porque la ciudad se volvió a inundar y reclamamos iracundos por los dineros que el año pasado se destinaron a obras de prevención.

¿Qué sentido tiene nuestra indignación? Nuestra conmiseración para con el caído es muestra de solidaridad. Bien por aquellos que, sacando de sus bolsillos ayudan a los que tienen menos o se han quedado sin nada, a los que cogieron una palana y se fueron río abajo para ayudar a sus vecinos llenando sacos de arena para enfrentarse al río loco, a los que dejaron de dormir por evitar, en medio de la lluvia que, las escorrentías no dañen las propiedades, públicas o privadas. Estamos en obligación de ayudar, solo por el hecho de pertenecer al género humano. Empero, nuestra indignación solo es muestra de hipocresía colectiva “¿Dónde están nuestras autoridades que solo sirven para robar?”, es una de las más repetidas expresiones de las redes sociales.

Pareciera que hubiéramos vivido ausentes durante el tiempo trascurrido entre uno y otro periodo lluvioso. Como si no hubiésemos elegido a las autoridades que tenemos, como si ésta tuviera la obligación de “rehacer” la ciudad, porque los anteriores la hicieron mal. La necesidad de tener un sistema de drenaje pluvial es de continuo pero solo nos acordamos de exigirla cuando el agua la tenemos en el cuello… Y esa es la hipocresía… creer, o pretender creer, que en Piura, luego de la lluvia nunca más volverá a llover y, los techos de nuestras casas para el siguiente año, se encontrarán como los dejamos la última vez. Y tal como así quedaron nuestros techos, así nuestra ciudad. Nos contentamos con que se resanen las pistas, pero no decimos nada respecto de los sistemas de evacuación de aguas. De hecho, el año pasado –para los que cruzamos los puentes todos los días- se pudo advertir que maquinarias elevaban “muros de tierra” para la contención en las orillas del rio y, a nadie le pareció extraño. Y así, se repitió la misma tarea en distintas quebradas de la jurisdicción; en algunos casos se realizaron empedrados pero que luego se debilitaron porque nosotros mismos, los piuranos, nos encargamos de llevarnoslas solo pensando en nuestro provecho personal. A muy pocos probablemente, se les ocurrió cuestionar dichas obras y, nadie dijo nada de cómo proteger los muros de las instituciones públicas, de los colegios, de los centros de salud, de las iglesias (porque también se construyen con dineros de El Estado), de las instituciones educativas; aunque de hecho, cada año, a éstas se le otorga dineros para su refacción que son administrados por la dirección del centro educativo y los padres de familia del mismo. (Todos los años, se tramitan procesos penales por mala administración de esos recursos).

Desde que Juan de Cadalzo, en 1588, fundara por cuarta vez esta ciudad, han trascurrido más de cuatrocientos años y, durante este tiempo, dicen Anne-Marie Hocquenghem y Luc Ortlieb en “Eventos el niño y lluvias anormales en la costa del Perú: siglos XVI-XIX”, se han realizado más de sesenta fenómenos lluviosos de intensidad que han merecido registro historiográfico y, en muchos de ellos, como ahora, los efectos han sido igual de calamitosos. De hecho, hacia 1728 el rio veleidoso se desbordó y se llevó parte de lo ahora es el Palacio Arzobispal en la calle Libertad y, en 1791 el desborde encontró desprevenidos a los curiosos que se encontraban sobre los muros de contención y varios murieron salvándose buen número de mujeres gracias al diseño de sus faldellines. Es interesante advertir, del Plano de la Ciudad de Piura de Martínez Compañón (siglo XVIII), que el espacio de la casa arzobispal colindaba con el rio mismo, lo que evidencia que hemos sido gravemente negligentes al asentarnos sobre lo que en otros tiempos era el lecho del rio y, ello expone que seguimos siéndolo pues, ahora mismo, padecemos las consecuencias de no mirar las experiencias del pasado… de no aprender de lo vivido.

Si el nivel del agua que corre por el cauce es más alto que la ciudad misma, ¿Cómo pretender que por algún lugar no se rompan los diques y el agua ingrese a la ciudad? No nos queda más que poner el pecho y enfrentarnos a la acumulada desidia nuestra de cada día y soportar con tesón lo que aún quedan de lluvias por caer. No tiremos piedras en el tejado de la autoridad administrativa, pongámoslas en los cauces de las aguas para que éstas no nos agrieten lo poco que nos queda de piuranidad.

Aguas vienen.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...