El acusado padecía su juicio con estoicismo. Sabía que era necesario callar. El profesional que asumía su defensa le recomendó exponer su versión de los hechos, pero él prefirió callar. La mujer fue llamada al estrado. Ingresó por una puerta lateral y se acomodó en el espacio reservado a los testigos. Él la miró con cierta ansiedad desde que se advirtió sus pies por la puerta de ingreso y no dejó de mirarla hasta que se hubo acomodado; ella, por su parte, puso su mirada al frente y, en ningún momento lo miró. Ni siquiera cuando uno de los jueces, antes de empezar el interrogatorio, le preguntó si estaba cómoda en el lugar. Aunque quizá, sin mirarlo directamente, puso atención en el umbral de su vista y, lo vio, resistiéndose a las ganas de volver la cara.
Los hechos que el fiscal anunció al inicio del juicio venían bien como violación sexual, agravada por el uso de arma punzo cortante. El acusado había tomado por asalto a la mujer en alguna de las calles de la ciudad, y amenazándola con un cuchillo, había simulado amistad, para obligarla a caminar junto con él por algunos minutos y, luego ingresarla a un hotel –uno de los varios que había por el lugar recorrido- espacio en el que dio rienda a sus instintos elementales. Con la intención de no despertar sospechas en el despachador de habitaciones, pidió un par de gaseosas y dos empanadas, para lo que se le entregó además un par de tenedores y dos cuchillos pequeños. La visita había alcanzado un poco más de una hora, o quizá, siendo generosos con el tiempo, la estadía en el cuarto de hotel, logró la hora y media, pero no más. Luego de haber dado rienda a sus depravaciones, el hombre, ahora ya con tres cuchillos, le daba indicaciones de salir de la forma más serena posible y, que en caso de gritar, estaba dispuesto a hundirle el cuchillo en la espalda, pues “ya tenía un ingreso en el penal y conocía ese mundo”. Le indicó que se adelantara brevemente y, en medio de las gentes, él se esfumaría. El asunto era que, le aseguraba que no lo volvería a ver más, nunca más. El fiscal enfatizó el hecho de que esto último no se logró, porque al salir del hotel, la mujer vio una cara conocida y, superando el miedo a las cuchilladas, corrió a los brazos del transeúnte pidiéndole ayuda y anunciándole la violación padecida. Este, por designios divinos, era su propio marido.
El acusado fue aprendido fácilmente y, con la ayuda del serenazgo conducido a la comisaría del sector. Lo acusaban –ya sabemos- de violación. Conocedor de dichos trámites, le dijo al fiscal y al interrogador que guardaría silencio. Apenas les regaló una sonrisita, de esas cínicas y propia de los desvergonzados. El fiscal, inmediatamente puso a buen recaudo a la agraviada y, evitó contacto –incluso visual- con el facineroso para evitar su revictimización. Prontamente, biología forense alcanzó los resultados: había líquidos seminales del acusado en la victima y viceversa y, el médico de la Unidad de Medicina Legal, había encontrado un par de hematomas en las zonas próximas a la cavidad vaginal, compatibles con “hecho de violencia”; la mujer por su lado, desde las declaraciones preliminares, había sido muy congruente en el relato, en decir que no lo conocía, en anunciar que fue amenazada con un cuchillo, aunque no puede precisar sus características porque nunca lo vio, pero sintió la punzada puesto que lo escondía debajo de su polera. De hecho, no podía ser de otro modo ¿Cómo obligarla a caminar, cuando menos, una cuadra desde el momento en que la aborda hasta que ingresa al hotel? Se hacía necesaria la navaja o un cuchillo de la que la víctima daba fe por el hincón sentido.
La mujer volvió a declarar y reafirmaba la violación. Hizo detalle, en que no le decía nada al momento de tomar la habitación y, que se comió parte de la empanada, por temor a ser lesionada, además de narrar como es que, asquerosamente, fue penetrada sin su consentimiento. Habían sido los momentos más infelices de su vida… Su relato fue desgarrador. El mismo acusado, se sentía mal de tanto dolor, tan mal que pidió, a través de su abogado, salir de la sala. Quizá, ese gesto le contribuya para alcanzar la benevolencia judicial… quizá. Luego de ese relato, apareció el médico legista y el biólogo forense. El administrador del hotel lamentó no haber entregado los videos de sus cámaras de vigilancia y, justificó su omisión precisando que no supo del asunto sino hasta diez días después, cuando le llegó una solicitud del fiscal pidiéndole los videos del día de los hechos. El tema es que su sistema de grabación apenas alcanza los siete días y, que luego de ello los videos se borran automáticamente. Al revisar sus videos, ya se había perdido lo grabado para el día de los hechos. En todo caso, relataría lo que se acordaba del asunto: No había visto nunca antes a la pareja, por lo menos eso le parecía. En realidad, el abogado de la defensa le preguntó si antes había visto al acusado o a la agraviada. Y se vio obligado a decir, que no recordaba haberlos visto antes, y precisó “son tantas las parejas que llegan, que uno se olvida de las caras prontamente. De hecho, nuestra tarea, como parte del negocio, es también olvidar” y le regaló una sonrisa fingida y cómplice a la platea. Sostuvo que, muchas parejas piden cosas para comer: galletas, sanguches, piqueitos, incluso piden les compren hamburguesas en la tienda vecina. En el caso, le pareció extraño que pidieran cubiertos para comer la empanada. Eso incluyó los cuchillos. Los mismos fueron devueltos al salir.
El acusado ya tenía 9 meses y 25 días de privación de libertad. Y siempre guardó silencio. En las sucesivas diligencias, y desde la denuncia primigenia, el abogado de la agraviada siempre había sido agrio con él. Le lanzaba indirectas y lo insultaba sinuosamente. El marido de la mujer había participado en algunas de las actuaciones investigatorias; por ejemplo, en la reconstrucción de los hechos y la vez en que le tomaron por segunda vez muestras biológicas para asegurar la identidad del ADN. En el juicio oral, siempre había estado presente: se sentaba en el extremo más alejado de la última banca. Era la cuarta fecha y, el director de debates, anunció que en la siguiente escucharía los argumentos finales de los abogados y, que allí mismo dictarían –cuando menos- el fallo. Así, llegó la audiencia final.
El acusado, luego de las presentaciones de rigor, pidió levantar su silencio y, precisó: “Antes de que hablen los abogados quiero hablar yo, porque estoy dispuesto para las preguntas de todos”. Relató que conocía a la mujer desde unos siete meses antes de la ocurrencia, que era la séptima u octava vez que tenía encuentros sexuales con ella y, era la segunda que visitaba el mismo hotel. Negó haber tenido un cuchillo y, de hecho, en las actas policiales no se indicaba habérsele encontrado ninguno: el registro personal solo anotaba una billetera con documentos personales y cien soles en cuatro billetes: uno de cincuenta y los restantes en papel de menor nominación. En el monedero: una estampita de Rosa de Lima y un botón de camisa. En uno de los bolsillos, el jaboncito que suelen reservar las habitaciones de los hoteles. Dijo que en el círculo familiar muy íntimo, dígase sus hermanas mayores, a la agraviada le llamaba “Camila” aunque su nombre era “Carmen Lila” y, que el hipocorístico se debía a que en su infantitud la misma no podía pronunciar su nombre completo y, ella misma decía llamarse “Camila”. Ese nombre, estaba reservado solo para sus familiares muy cercanos, que sabían de esa historia infantil.
La información era irrelevante. No había como contrastarla. Los jueces sonrieron. Y continuó: “Nos conocimos porque ella trabaja en tal lugar y al menos una vez o dos, a la semana, pide al snack de al frente (donde yo trabajo) le envíen, a media mañana, jugo de melón y pan con palta. Yo me encargaba de prepararle y llevarle el pedido”. Dio detalles de la primera salida. Uno de los jueces, aburrido, intentó cortarlo, pero él refutó, con cierta hidalguía: “es mi derecho narrar los hechos y eso hago. Permítame contar mi versión”. Dio otros detalles que no vienen a cuento y, luego dijo: “Veo en sus caras que no me creen, pero es la verdad”, y anunció que en nombre de la caballerosidad guardó silencio, porque no le parecía bien dar los detalles que ahora ofrece, y su pérdida de libertad no suponía la pérdida de la esperanza de una retractación y explicó “si salí de la sala cuando Camila contaba los detalles de la violación, fue porque no quería que me vieran llorar. La decepción me embargaba y su cinismo desbordaba cualquier credibilidad posible y, siendo que la mía ahora está en juego, incluso mi libertad, solicito me confronten con el señor que está en el último asiento. Carmen, cuando está en la cumbre de la excitación, le gusta decir: “no la saques porque te mató”, e inmediatamente, imitó sus gemidos de placer. El hombre de atrás, se levantó, y a media voz pero con suficiente intensidad para ser escuchado, dijo: “Lo sabía. Lo sospeché desde el principio… es una puta. Maldita la hora que la conocí”. Dio media vuelta y se fue de la sala.
El relato se extendió más de lo debido. Mañana dictarán sentencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario