martes, 13 de junio de 2017

Tarea

Era un sábado, quien sabe de qué mes, quien sabe de qué año. La calle estaba desolada. De ordinario, era solitaria, pero ahora lo estaba más. La mujer tocó el timbre del edificio, y levantó la mirada para ver las volutas que adornaban el quicio de la puerta… Tanta era la soledad, que parecía no había nadie, aunque en realidad no era así. Había alguien que la esperaba. La pesada puerta se abrió con cierta lentitud, mientras dejaba ver a un hombre, de entrados años, con una sonrisa amable pero de gesto adusto. “Señora”, dijo, “su voz se oía inquieta”, mientras se apartaba para permitir el ingreso de aquella mujer. Afuera quedaban las paredes enlucidas con el color del cemento. Al frente un parquecito que empezaba a llenarse de gentes, mientras un parlante anunciaba misa de nueve de la mañana.

En el espacio de espera, parados en medio del salón, se dieron la mano a modo de saludo. “Vengo a poner mi renuncia”, le dijo sin requiebros la mujer a anciano, que parecía tener cierto don de mando y autoridad respecto de lo que le decían. El hombre la miró con sorpresa, acomodó los pocos cabellos canos con lo que cubría su calva, le empujo levemente del brazo y la invitó a ingresar al jardín interno, mientras salvaban una mampara de madera que daba hacia otro salón de pasadizo, desde donde se advertían un par de puertas, de probables oficinas. Tosió un poco y dijo, quitándole importancia a lo que le habían dicho: “Ve allí ese cuenco en la pared” Y sin dejar que contestara continuó: “Allí, siempre hay agua y también algunos granos de arroz. Esa soña que está allá ¿la ve?” dijo mientras señalaba con el índice derecho hacia un extremo del cuadrilátero por encima del muro que separaba el edificio de los vecinos, “esa soña baja, todos los días, a comer y a beber. Suele venir acompañada de pequeños gorrioncillos, con los que se pelea la comida. Siempre baja, me acompaña cuando hago mis oraciones de la mañana”. Pese a ese cuento, la mujer no perdía su cara de preocupación.

El hombre se sentó en una silla de estructura metálica y hecha de juncos de junto al rio. Algo vieja, muy limpia y con resistencia suficiente para soportar a quienes quisiera sentarse para un buen tiempo todavía. Invitó a la mujer a sentarse en otra similar, que había jalado desde el otro ángulo del jardín. Parecía que la mujer no tenía ánimos de conversar de otra cosa que no fuera aquello por lo que había pedido conferenciar. “Dígame señora. ¿Y Cuál es el motivo? Debe ser algo muy grave”. La mujer tomo la palabra y mientras discurría en argumentos, se tranquilizaba al exponerlos. El viejo las escuchaba con atención, mientras lanzaba hacia el jardín algunos arrocillos que portaba en una bolsa, que a su vez sacó del lado derecho de su guayabera… La mujer hablaba, como contándole una historia; de vez en cuando, poniendo la mano en una lado de la cara, el hombre le interrumpía para pedir alguna precisión de detalles de lo que se le decía. Un par de veces preguntó: “¿Eso ha hecho? ¿Está segura?”, concluía con un “jum”, mientras con su pie limpiaba el piso, o quizá lo acariciaba.

Casi al colofón del alegato, el hombre preguntó ¿Y cree Ud. que uno debe renunciar a sus ideales solo porque otra persona amparado en los mismos –si vale la expresión- y utilizando la misma organización, los traiciona? Tosió otra vez y prosiguió: “Señora Ud. está allí por algo. Dios quiere algo de Ud. al permitirle descubrir aquello que Ud. misma ha llamado… ¿Cómo dijo? Ah si: ‹canallada›. Haga Ud. lo que tenga que hacer para que el mal no prospere”. Se paró de su asiento, invitó con los ojos a hacer lo mismo a su interlocutora, y mientras caminaba hacia la puerta de salida de ese edificio, volvió, con voz parsimoniosa, para decirle: “No acepto su renuncia y, haga Ud. lo que deba hacer para que el Evangelio que tanto dice defender se cumpla” Y a modo de chanza le indicó: “¿No que Ud. venía de las canteras jesuíticas? Se sonrió con sorna. La mujer le refutó: “¿Parece que a Ud. no le preocupa lo que le he dicho”. El hombre puso cara de seriedad, y refutó con amabilidad: “Es grave, muy grave y me preocupa. Pero me preocupa más que Ud. quiera renunciar justamente para evitar hacerle frente a aquello que denuncia”. Le sonrió otra vez, le dio la mano, sobre las escaleras que dan a la calle, y le amonestó con severo cariño: “¿Que sería de Ud. si este hombre –le dijo mientras le mostraba un crucifijo que portaba sobre el pecho- hubiera decidido no hacer lo que hizo?” La mujer que había descargado su malestar, que pretendía evitarse otros mayores, que por la exposición de los hechos se había tranquilizado; ahora estaba más intranquila que antes, pero era una intranquilidad distinta: le habían mandado no renunciar a hacer el bien y, desorientada, volvió sobre sus pasos, se metió en la iglesia vecina y pidió al “Dueño de la mies” le ilumine.

Tres días después, cuando el sol ya se escondía, otra persona se sentaba con el mismo anciano. Éste le pidió le acompañara a rezar “vísperas”, le dio algunas indicaciones de cómo usar el salterio y al término del mismo, se veía obligado a confesar sus fechorías. Con ánimo de atenuación de sus propias culpas reconocía “no haber sido diligente” con el uso de los dineros para pagos de planillas, con los dineros propios de las actividades de la oficina y, ponía en manos de la máxima dirección, su renuncia. Le fue aceptada en el acto. Los dineros apropiados le fueron descontados de su liquidación de beneficios sociales.

Para evitar una denuncia penal, hasta olvidó que debía reclamar su constancia laboral. La tengo a la vista, y por ella, me evoca la memoria.

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Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...