Un claxón sonó a media mañana. Una voz le acompañaba: “Mangooos, melooones, sandíaaas”. Y el claxon volvía a sonar. Era el frutero. El frutero y su transportista. Una datsun crema, destartalada, de barandas despintadas era la tienda andante de los sábados por la mañana. Su claxon no se cansaba de acompañar la voz anunciante de frutas… recorría unos metros y se detenía para esperar a las posibles clientas. Su público era las mujeres, las encargadas de dar de comer a los chiquillos que ante el anuncio de las frutas de temporada, se convertían en pedigueños pájaros fruteros, dispuestos, incluso a robarse algún mango por entre las rendijas de las barandas y los tripleys que sostenía los olorosos frutos en venta.
Los centavos encontrados en alguna de las cómodas eran insuficientes para comprar alguna fruta… “Tio, tio, un manguito y le ayudo a gritar… ya pe tío”, era lo que se podía distinguir entre las parlanchinas voces, de varios de los potenciales pillos… Se requería una vista atenta y una mano ligera para espantar alguna manita furtiva que pudiera lanzarse por alguna fruta… En un lado, un costalillo -¿cómo dicen ahora?- de polietileno "arrejuntaba" la fruta de descarte, la comida de los chanchos… Sandías magulladas o rotas, mangos parasitados, melones remaduros encontraban allí un espacio donde acomodarse… “Tío, le cambio el saquito. Ud. diga: no se ve bien allí”. El hombre no parecía interesarle la propuesta. Seguía gritando y anunciado la mercadería… “Sandías dulces… sandías pa la calor. Venga casera… hay de todo precio”. La datsun se detuvo justo al costado de una canchita de arena. Los pataenelsuelo futboleros, se olvidaron de la redonda y se acercaron a chismear… “Hablen, apuesta una sandía. Quedan tres minutos”. Otro replicó en contrapropuesta: “Gol gana”.
“No se vaya Dn Chicato”, reclamó un tercero. El conductor celebró el atrevimiento con un “apuren pues carajo… que no tengo todo el día”. Dos minutos después, cuando ya un par de mujeres se alejaban con las frutas pal refresco del medio día, la camioneta se echó a andar… “Ya peeee… falta poquitooo”! Con su risa característica les contestó: “Hay harto mango. En una hora estoy de vuelta”. Y luego de hacer sonar su claxón “media hora más de juego y, de allí se ponen a limpiar en ese lado…” les dijo, mientras señalaba con el índice un extremo del pampón donde se distinguían bolsas plásticas, papeles, deshechos de casa, arbustos mal cortados, etc. Un ruido de algarabía se encendió raudamente… Discutían como si la vida se les fuera en una pelota: “Empecemos de nuevo… de nuevo, de nuevo”, otros reclamaban la contabilidad de nuevos tiempos para el partido pero sin olvidar los goles que ya se habían alcanzado, un tercero hablaba de recomponer los equipos porque un par ya se habían ido… En fin, la discusión no tenía cuando parar… diez minutos sin llegar a acuerdos. Al fin, alguien dijo algo sensato: “mejor limpiamos primero, nos comemos los melones y luego jugamos hasta cuando querramos…”. Quien sabe de donde aparecieron un par de rastrillos, machetes y palanas.
Con un poco más de una hora, la bocina de la camioneta se oía a la distancia… Cuando llegó por ese lado, la limpieza casi que terminaba: se veía distinto el paisaje, no habían envolturas, ni papeles, ni latas viejas ni plásticos de deshecho… Nada. El hombre se bajó de la camioneta. Llamó a uno de modo arbitrario: “allí hay medio ciento de mangos”. Los otros no necesitaron llamado… Se arremolinaron otra vez. El hombre, sostuvo la bolsa con firmeza: “Solo falta que metan la basura en los sacos. Tienen tres minutos”. En menos de ese tiempo, se reafirmó el nuevo paisaje. El sudor de los chiquillos era nada con la satisfacción que ellos mismo sentían, de ver que los alrededores de su pampón tenían otra cara… El vendedor, se sumó: “Se ve bien… los voy a contratar pa que me limpien la chacra…” Y sonrió socarronamente.
Un saquillo viejo contenía algo más de medio ciento de mangos. Los revisaron. Tenían algunos quiñes, pero igual era rescatables y, sobretodo, comestibles. El prurito de no ensuciar lo recientemente limpiado, los condujo a la quebrada. Caminaron algo de diez minutos y, encontrar la breve acequia en que se había convertido la quebrada Fernández. Se lavaron así mismos, se acomodaron debajo de un árbol y comieron los mangos, hasta la hartura… Luego de algunos minutos, en medio del arenal, en una playa de la misma quebrada, se instalaron un par de palos por lado, unos que se había cortado de un matorral de pájaros bobos próximo, y empezaron una nueva contienda… Los mangos les habían reconstituido suficientemente para otro partidito. Uno que no le hiciera remilgos al sol y que cubra el tiempo que faltaba para la hora del almuerzo.
Buenas tardes.
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