miércoles, 14 de junio de 2017

Chucaque

Era el año 86. Aún eramos muy chiquillos. Trece años era el promedio de vida de ese casi centenar de chiquillos que conformábamos el segundo año de secundaria. Los difíciles momentos vividos por las lluvias del 83 ya se habían superado en nuestras recién adolescentes vidas… Todo había vuelto a la normalidad. Bueno, en la renovada Panamericana aún quedaban los chamberos encargados del asfaltado y de la señalización de la vía; empero en términos generales, nuestra vida había vuelto a ser la misma: el mismo panadero de toda la vida recorría las tardes mancoreñas ofreciendo todo tipo de dulces; en el mercado, las mismas caseras de siempre y, las ferias de sabatinas volvían a convocarnos. En las noches de los martes, so pretexto de la liturgia juvenil, las calles volvían a ser nuestras… Ah...! la laguna... esa de agua salada que se formó donde ahora hay un bulevar, se convirtió en la piscina de más de uno.

Ese año Dña. Bertha se despidió de las aulas y un nuevo profesor llegaba. Inexperto, apenas podía con nuestras palomilladas. Había vuelto a las calles, también, Dn. Hortencio, el vendedor de alcoholes: “Llevo cañazo, primera, aguardiente… Llevooooo!!!! Gritaba por las calles mientras a cada lado le acompañaban un par de garrafas, de esos botellones plásticos en los que se vendía aceite de cocina… en aquellos días eran de color oxido. “Cañazo señora, cómprese una media… muy bueno para los calambres de estómago, para las frotaciones… para el chucaque, doña”, les decía a sus eventuales clientas con las que se encontraba en la calle… Esa cantarina voz, en imitación de algún mozalbete: “vendo cañazo, vendo primera…” se dejaba oir a media voz, en el salón mientras el profesor escribía en la pizarra. Nadie daba razón de su autoría cuando aquel volvía para descubrir al palomilla. La risotada era general.

Si bien el colegio era mixto. Los salones se dividían: unos para varones y otros para mujeres. Así los varones nos ubicábamos en la esquina suroeste y, las chicas en el borde noreste. Aquí, en este espacio, habían dos recintos y, adosado a éstos un tubo de fierro, de quizá 12 pulgadas de espesor que servía de asiento para las horas de recreo… pero esa mañana, quien sabe porque, había entre 12 y 15 chicas en plena chacotada, quizá entregaron prontamente su examen y salieron o, a lo mejor, el profesor no llegó a clase. Qué más da… Parloteaban de lo lindo… Ellas y la algarabía eran una misma cosa.

Una mujer, madre de familia de alguno de sus condiscípulos, pasó muy cerca. Era el camino a la dirección. Callaron sus voces pero a alguien se le ocurrió la broma y esperaron su regreso… Cuando ya había pasado, “suegraaaaa”, dijo una voz femenina… y todas se rieron… “suegraaaaaa” volvieron a decir, al ver que la mujer hacía oídos sordos. El asunto, no se repetiría: la mujer volvió y, todas le tiraron dedo a una… “Ella, señora”, “ella, señora”, repetían con el esmero propio de la palomillada, mientras la empujaban a la palestra… La mujer le recriminó, quizá con severidad, acaso con el ánimo de entrar en el chacoteo: “Oye muchacha, primero aprende a lavar tus calzones”, se dio la vuelta y se fue. Las chicas no cabían en sus cuerpos de la risa… mientras jaloneaban y abrazaban a la compañera para menguar su vergüenza… Rió, con esa risa propia de los rostros enrojecidos por la cortedad y la timidez… Y se limitaba a decir: “No chicas, eso no se vale… así no es”, y luego de un momento, el sonrojo la volvía a asaltar: “pucha, que dirá la señora…”

Al final del día, mientras todas reían ella, sentía que un pirético malestar le abundaba, y una risita de ficción mostraba para apaciaguar la chacota de las demás... Esperaba las campanadas de salida, pues solo quería llegar a su casa. Así, al escucharla cogió su brazelete rojo, se lo enfundó en el brazo derecho, tomó su vara de mando y, salió prontamente para llegar a su puesto de cuidado. Esa semana le había dado como tarea ayudar a cruzar a los alumnos a la altura del mercado… El malestar le llenaba el alma, Llegó a su casa y, el hambre le había abandonado… se echó a dormir. Dicen sus vecinas, que doña Angélica, su madre, ya a la oracioncita, buscaba a Dn. Hortencio para que le venda una “media” de aguardiente. Los calambres estomacales, propios del chucaque le exigían una frotación y una buena santiguada. La muchacha no asistió al colegio un par de días. El chuchaque estuvo más fiero que el dengue.

Treinta y un años después, niega los hechos.

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