jueves, 14 de diciembre de 2017

Día

Las cabras salieron presurosas. El sol ya brillaba, pleno y a todo dar, en el oriente. Una cabra colorada, cabecilla, tomó delantera y cogió el camino hacia la quebrada. Iba presurosa, como todos los días. En pocos minutos, sin importar nada, el hato pasó por detrás de la abandonada ladrillera de los Zapata y, enfiló por el camino que corría detrás de la “granja” de Pedro Lama. Unas cabras, recientemente paridas, retrasaban la caminata: balaban con el sentimiento propio de las madres, se paraban y volvía sus cabezas hacia el corral que minutos antes habían dejado. Sus lamentos eran eco de otros balidos, que en la distancia perdían intensidad: eran los críos que se quedaban en el corral y que, por su pequeñez, no estaban preparados para caminatas largas propias del pastoreo. Los recién nacidos, en caso de exponerse al sol extenuante, prontamente se cansaban y se convertían en pérdida. no solo de sí mismos sino también de la madre, que por acompañar a su cría, estaba dispuesta a no regresar al corral.

Un par de pastores pequeños se habían adelantado. Entre la “granja” de Pedro Lama y las ladrilleras de los Cobeñas, habían plantas –o rebrotes- de “borrachera”. Una planta rastrera y también tóxica, a los que los mayores les atribuían la pérdida de los animales. Los chivos que la comían en pocos días perdían fuerza motora, el cuello se les torcía y hasta perdía control de las mandíbulas, lo que –en condiciones graves- les impedía rumiar y, exigían el sacrificio del animal. Allí, en ese espacio, los dos más pequeños, encomendados al cuidado de las cabras, encandilados por la belleza de las flores que producían, acampanadas, blancas y lilas, empezaron a recoger algunas de ellas. Dizque, para regalárselas a su abuela. En cuanto hubo pasado el rebaño, se juntaron los cinco en los tres burros en que se conducían. El viejo al ver en la alforja las flores, preguntó ¿Y qué es eso? Sin dar pie a la respuesta, continuó: “Bota eso, carajo. ¿Que no estoy diciendo que son venenosas? Bota, bota, bota…” Repitió para no dar lugar a las dudas. Y remató, ya con menguado tono de voz: “¿O quieres morirte? Cojudo... jum”

Los arenales, desbordados detrás de un extenso potrero, hacía difícil la caminata. Los animales, no obstante no se amilanaban. La sed o, quizá el olor del agua, les llevaba a la quebrada y, luego de andar por en medio del largo callejón en los potreros de algunos vecinos, los otros dos pastores se adelantaron. La intención era distinta: dar de beber al piajeno que les llevaba y y tan pronto, continuar el camino hacia la casa, distante desde el abrevadero, a un kilómetro, aproximadamente. La finalidad, era dejar algún recado, pero por encima de ello, recoger los fiambres que la abuela y que las madres de cada quien, preparaban para la media mañana y los almuerzos; o lo que hubiere para apaciguar el hambre que el campo despierta.

Las cabras se allegaban a la corriente de agua y, cada cual se acomodaba del mejor modo para calmar su sed. Los perros, jugueteaban con la hierba, mientras los burros con la paciencia, propia de ellos, esperaban que los pastores los acerquen, les suelten las riendas para también beber. En ese espacio, los animales, se tomaban un breve descanso. Muy breve, en realidad. También forzado, para el regreso de los pastores que se perdían en la distancia con destino a la casa. Quizá una media hora y, el horizonte se distinguía a los enviados, por lo que el ganado era reconducido hacía el desembocadero de la quebrada para bordear los cercos de las propiedades de otros y, alcanzar el campo libre, los arenales con sus faiques, vichayos, algarrobos, yucas de monte y otros arbustos. Aquí, el rebaño se esparcía libremente y libremente se conducía por donde los mejores pastos les permitan saciar su hambre. Los pastores ya no los arreaban ni les apuraban. Se limitaban a señalar los límites, amplios y generosos por dónde comer. El viejo, daba instrucciones. Al final, mientras miraba su reloj de agujas que escondía en la relojera de su pantalón, dijo: “A las 11.00 u 11.30 nos encontramos en El Mirador. No se olviden de llenar sus alforjas con algarrobas”. Con besos al viento y desviando el andar de su burro se alejó.

En el citado mirador había un árbol, maltratado por los vientos venidos del mar, pero destacaba por su utilidad. Sus ramas se había acondicionado para que los pastores puedan subirse en ellas y descansar. También cumplía su finalidad: ubicado en una duna muy alta permitía otear los campos y verificar por donde se conducía el rebaño. No hubo fiambre esa vez. Un poco de café con leche, para cada quien, se convirtió en el combustible para remitirlos a la búsqueda de yucas de campo. Escarbarlas en la arena caliente y con el sol en su esplendor o conducía a la flojera y a maldecir el momento o, como ahora, cuando eran muchos los pastorcitos, a inventarse competencias en la que encontrar alguna de regular tamaño o lograrla sin que se rompa se convertía en el aliciente para superar cualquier dificultad. En algunos casos hasta se ponía en juego parte de los almuerzos o como castigo no beber agua sino hasta la vuelta a los corrales.

Con los tiempos logrados, con el sol en aumento y con el hambre en el filo de las tripas, los hombres se condujeron por en medio de los arenales apurando al ganado, sacándolos de sus comodidades para reconducirlos a nuevos espacios. Las recomendaciones no eran pocas, “Estense atentos a la chivona carate, y ténganle cuidado, no sea que se quede”. Se hacía referencia a una cabra lerda, que de ordinaria se perdía de la manada y, obligaba a su búsqueda fuera de los horarios. A veces, su rezago la confundía y había que buscarla en los rebaños de otras familias. Así, entre silbidos y gritos, el camino se acortaba y, sin ya tenerlo en cuenta, se llegaba a “los tanques”, que eran un par de cisternas abandonadas en un lugar específico, en que además ya no había dunas y se estaba muy cerca al cuartucho que se adosaba a los corrales. Allí, los algarrobos, más altos y cuidados, posibilitaban sombra y frescor, para todos: hombres, burros y cabras. Y mientras los primeros aprovecharían para alimentarse; los otros descansarían. Era la hora de sestear.

El árbol del frente de la vieja cabaña, nos daba sombra. El sol seguía reluciente, pero no superaba la alegría de estar sentados para darle trámite a lo que hubiera en las viandas y garrafas. El viejo se había adelantado unos minutos a nuestra llegada: nos esperaba una jarra de café, algo caliente, pero que venía bien para aliviar las tripas. Lo enfriaba lanzándolo desde un pocillo a otro y, mientras cada quien hacía lo necesario para almorzar, también nos disponíamos para oir una nueva historia, una de aquellas que contaba el abuelo y, que se renovaba cada vez, con los olvidos que el trascurso de tiempo imponía o con vivencias nuevas que le daban un aspecto renovado. No importaba ya cuando ocurrió, importaba que él nos la contara, que si venía de su boca, no había porque dudar de su autenticidad. En ese momento, el tiempo se detenía y, mientras tomábamos a pico de botella nuestros refrescos y compartíamos las yucas, el pescado o el arroz blanco, nos encandilábamos con esas historias que ahora extraño.

Buenas noches.

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