“Bendígame padre, porque he pecado”, suplicó el penitente. Del otro lado de la rejilla del confesionario, una voz cavernosa, replicó con reparo: “¿Que has hecho buen hombre?” Y aquel, empezó a narrar las circunstancias que le envolvían: varón y honorífico de la Asociación de Profesionales Cristianos, casado y con un pequeño que ya tenía siete años… Confesó pecados contra la Iglesia: dudaba largamente de los dogmas de la fe y se regodeaba en las prácticas espiritistas a las que acudía con cierta frecuencia con un viejo chamán tambograndino. Había acudido, desde su última confesión –realizada ya casi un año atrás- en tres oportunidades.
Luego, de exponer los detalles de aquellas sesiones chamánicas, de las que se sentía muy inclinado desde pequeño y. a las que prestaba devoción porque le permitían liberarse de muchas de sus dudas relativas a la vida en la Iglesia, porque justamente, eran la oportunidad donde desaparecía su aridez espiritual, sintiendo, en cada vez, la presencia del mismísimo Cristo, que lo hacía copartícipe de su pasión como testigo ocular de los hechos del Gólgota, pero también de episodios aislados del futuro. Por a través de esas visiones, ya hacía muchos años, pudo conocer de anticipado que su padre moriría como producto de un accidente de trabajo… Nada pudo impedirlo, pero el conocimiento adelantado, le había permitido estar preparado para la ocurrencia.
Aun a sabiendas, de la posibilidad de la repetición, pedía perdón por haber faltado a las enseñanzas de la Iglesia, sin mucha confianza de que fuera pecado la participación en estas formas de acercamiento a la Divinidad… Aún con ello, en la duda, era siempre mejor pedir perdón. El asunto vital de su presencia por detrás del anonimato en ese pequeño espacio de la confesión, sin embargo, eran sus pecados contra el sexto mandamiento. Se acusaba de no tener relaciones con su esposa –desde hacía casi cinco años- pero a la vez se acusaba de prácticas sexuales por fuera del matrimonio… hecho que le procuraba la mayor de las vergüenzas, al punto que a ese momento aún no delataba la completitud de su pecado.
¿Dónde trabajas? Preguntó el confesor. “Soy docente universitario e investigador”, contestó el interpelado y continuó ofreciendo detalles de los cursos que se le habían encargado: “Comunicación digital” y “Deontología de las comunicaciones”. Y luego de algunas otras preguntas relacionadas a su relación de pareja, a insistencia del eclesiástico, declaró con mucho miedo: “No es con una mujer con la que tengo relaciones… padre. Soy gay… Soy homosexual y tengo una relación –digamos constituida- con un colega, con él nos debemos fidelidad –si cabe la expresión- a pesar de nuestras complicadas posiciones: Yo soy casado desde hace ocho años y, él, pues, aunque tenemos edades similares, está en la misma situación que yo a los días de previos de mi matrimonio: decidir si asume su homosexualidad frente al mundo o sí casarse para evitar las sospechas de sus padres y de sus hermanos… que por lo demás, es una familia de la “gran sociedad” de nuestra pequeña ciudad… “¿Padre… está allí?” Con una voz, ahora cansina: “si muchacho…” Respiró profundo y, sentenció con desgano: “Sé que no debo darte la absolución, pero tampoco tengo respuestas a tan grave problema… La Iglesia, nuestra Santa Madre, no mira a todos hijos con la misma compasión en estos temas: los varones tienen derecho a pecar, las mujeres sólo si no motivan escándalo y, ustedes están condenados al ostracismo, a la nada, a la inexistencia”.
Y continuó: “¿Eres feliz? ¿Te sientes realizado?” El hombre contestó: “Si no fuera porque me casé, todo lo demás: él, mi hijo, la mujer que es mi esposa y mi trabajo son lo mejor que la vida me ha dado”. Un nuevo silencio rebotó en la nave de la Catedral. Un par de murciélagos rompían el espacio con su vuelo, mientras los yesos de las imágenes sagradas se mantenían firmes ante las expresiones de esa infelicidad con nombre propio. “Ella sabe quién soy yo y de mi vida… y yo sé la de ella: de su pareja, de sus éxitos profesionales, de sus encuentros a escondidas” Y remató: “Yo no tengo nada que reclamar, pero si mucho que agradecer”.
El hombre de Dios, siguió preguntando y, preguntando mientras pedía al mismo Dios, iluminación, para tan difícil momento. Nunca había tenido una confesión de tal naturaleza, pero se daba cuenta de que alrededor del penitente se habían construido cinco vidas: la suya propia y cuatro ajenas, que entrelazadas unas con otras, eran parte de las del millón y medio que ofrecen vida a este terruño de la patria. Sentía no tenía derecho a condenar, solo porque esas vidas no calzaran con lo que su organización eclesial espera. Le ofreció su compasión por el dolor padecido y por la felicidad no alcanzada.
Ya con más de una hora de confesión, el religioso salió de su cubil, dio la vuelta hacia el hombre y le dio un abrazo que solo materializaba compasión y ternura. Los ojos de aquel, ante la acogida, se convirtieron en un pozo acuoso de felicidad: de saberse comprendido, de sentirse perdonado. En ese momento, volvió a ver a Dios.
La esterilidad del alma había terminado.
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