Se despertó asustada. Abrió los ojos al toqueteo de la puerta mientras una voz de adolescente se dejaba escuchar: “Señorita… se le acabó su tiempo”. El clarear del día le señalaba el color azul de las paredes y una vetusta lámpara pequeña que se acomodaba en la achacosa mesita de noche que se adosaba al costado de la cama. Como un resorte, se puso de pie, intentando reconocer la voz de al otro lado de la puerta que insistente, volvía a decir: “Señorita, ya se acabó su tiempo. Debemos limpiar la habitación”. Al ponerse de pie, tomo conciencia de su desnudez y se preocupó, mientras sus confundidos pensamientos, le llevaban a preguntarse por su llegada a ese lugar, por la persona que le interpelaba con su voz, su desnudez misma, cuando –en su vida de todos los días- tenía por costumbre dormir siempre –cuando menos- con ropa interior… En fin, recogió su blusa y el jean que desparramados se acomodaban en el suelo, los tiró sobre la cama, mientras que con la otra mano cogía la toalla y se envolvía en ella. Se dirigió al baño y el miedo le inundó. Con sus manos se acomodaba sus rasgos faciales, mientras se preguntaba: ¿Qué hago aquí? ¿Quién me ha hecho estos chupetones?”.
Se apoyó sobre el lavabo con el ánimo de reconstruir su historia reciente. Recordó que la noche anterior había estado en “Zumba” -una concurrida discoteca local- no recordaba con quien… corrió a su pantalón y buscó su celular. El último contacto con el que conversó era “Carlos”, pero no había más. Miró su perfil y advirtió el buen porte del muchacho y su risueño rostro. No lo conocía, no sabía cómo es que había ingresado su número a su lista de contactos y, menos aún porque le había escrito en el guasap: “Me tuve que ir. Cuídate”. La hora de buzón anotaba las 04.21 horas de ese mismo e incipiente dia. El miedo se hizo más grave. Volvió a mirarse en el espejo y, el reflejo de los chupetones en el cuello y, otro muy cerca de su pezón, le provocaron asco. Tocó su humedad vaginal y al acercar su mano a la cara pudo percibir que aún había olor a semen. Su instinto le llevó a la ducha para sacarse cualquier resto que hubiera en ella de ese desconocido “Carlos”, del que ahora intuía era el autor de esas huellas encontradas en sí misma. Se sentida burlada, violentada, asquerosa, culpable…
La voz del hospedero, se volvió a escuchar: “Si Ud. no abre, utilizaremos las llaves de reserva. Solo tiene cinco minutos más…” El miedo se intensificaba e hizo que las lágrimas se desbordaran por fuera de sus párpados inferiores…. Quería gritar, pero se contuvo. Se puso su ropa, y salió apurada, y mientras el muchacho de la voz revisaba el funcionamiento de la tele y de los mandos de control remoto, ella llamaba a uno de sus contactos… Salió apresurada. Anotó en su memoria el nombre del local y el de la calle misma. La llamada se hizo efectiva y atropelladamente pudo decir: “Victor… por favor ayúdame”. No pudo ocultar su angustia… y continuó: “Estoy en Los Cipreses, cuadra 7… cerca de un colegio… ¡Por favor, recógeme! ¡Me han pepeado!”. Dio algunos detalles más y seis minutos más tarde, una camioneta de Las Aguilas Negras se le acercó. El policía le preguntó: “Eres Katherine Santiago, la prima del teniente Elespuru, Victor? Sube, te espera en la comisaría. No te preocupes, te vamos a ayudar…” El interior de esa camioneta le parecía lo más seguro que tenía. Unos minutos más tarde, conversaba reservadamente con su primo, en un ambiente de la entidad policial.
Una mujer policía se acomodó tras una pantalla. Puso sus manos sobre el escritorio y, le habló pausadamente: “No te preocupes. Con el número telefónico, en unos minutos sabremos la identidad de ese forajido… concéntrate en recordar que ha ocurrido”. La muchacha gemía e intentaba contar una historia coherente. Había venido de paseo por estas tierras en su descanso vacacional conjuntamente con un par de amigos. En realidad, con su mejor amiga y el enamorado de ésta. Recordaba que había estado en la tarde anterior -casi cuando el sol se torna rojizo en los previos a la noche- comiendo unas parrilladas en uno de los mejores restaurantes de carnes de la localidad y, también se habían bebido, cada quien, dos tragos de algarrobina sours, que les recomendó el anfitrión y, animados por los alcoholes, decidieron hacer vida nocturna por las tres o cuatro discotecas que el facebook les ofrecía como las más concurridas y fashion. De hecho, primero tasaron el ambiente en la “Noche maldita”, pero les pareció monse el nombre y también la música que se colaba por los ventanales… Llamaron a través de Uber a un taxi y, con la recomendación de éste, se dirigieron hacia “Zumba y Color”. Recordaba haber ingresado al local y, le parecía que, el taxista también ingresó… unos flashback, esos destellos de vivencias que su estado emocional le permitía, le hacían parecer que el tal “Carlos” podría ser el taxista, pero… no podía decirlo con certeza. “¿Puedo preguntarle a mi amiga o a su enamorado que está afuera?” inquirió dubitativa. La mujer que tomaba la información le regaló una sonrisa y le explicó que luego se tomaría la declaración de sus amigos, que no había motivo de preocupación. Con esa confianza, finalmente, aseguró que Carlos era el taxista, que les ofreció ingresar al local y que les acompañó en su mesa, durante el todo el tiempo que estuvieron allí. No pudo detallar, cuánto tiempo ni el modo como es que abandonó la disco.
Una mujer, ingresó a la habitación, se identificó como “la fiscal del caso”. Leyó lo que hasta ese momento se había redactado y, le anunció que haría todo lo posible por encontrar al “culpable”. Anunció, finalmente, que no recordaba cómo es que había llegado al hotel donde se había despertado. Dijo haber bebido las dos “algarrobinas” en el restaurante y, quizá un par de latas de cerveza “Cuzqueña” que compraron aprovechando la promoción ofrecida en la discoteca. Luego de firmar, fue conducida por unos pasillos hacia los ambientes del Instituto de Medicina Legal. Una enfermera le tomó muestras de sangre, para determinar qué tipo de estupefacientes le habían suministrado y, luego la condujo hacia otra pequeña sala y, le explicó que el protocolo médico exigía tomarle muestras vaginales, pero dado que en su caso ella ya se había duchado, le correspondía a ella misma decidir si se sometía o no a esa exigencia. Su sola imaginación de cómo es que pudo haber sido violentada, le produjo angustia y arcadas. La fiscal, con el ánimo de tranquilizarla, le preguntó: “¿Es cierto que te has duchado?” Ella afirmó con la cabeza y, eso fue suficiente para que, la directora de la investigación dispusiera la no realización de ese acto médico. “Esa ducha ha borrado cualquier huella orgánica. No hay necesidad de la toma de muestras vaginales”. Más tranquila, decidió acomodar su ropa y, verificar el hisopo que la había colocado en la pinchadura para la toma de sangre. Miró y volvió asegurar el esparadrapo. En ese momento, su primo, el teniente Eléspuru se acercó a la fiscal y, con voz triunfante le anunció: “Hemos identificado al titular del número que dejó el mensaje. Es una tal «Juan Goycochea Trindade». Un par de colegas lo han ido a sacar de su casa. Parece que dormía la mona, pero ya lo están trayendo… Mínimo, prisión preventiva de 9 meses doctorcita… Minimo”. La mujer, sin decir nada, dibujó una sonrisa forzada.
La angustia volvió a desbordar a la denunciante…. “Quiero ver a mi amiga, por favor…” El solo hecho de pensar que tendría que ver a su agresor la ponía mal. Y su primo había sido tajante: “Lo están trayendo para acá”. Era una circunstancia de pánico… El hecho de espejarse en el vidrio de la ventana de salón y, ver la demacración de su rostro, la idea de ver la cara de quien la había marcado con su boca o de haberla penetrado, no hacían más que revitalizar su miedo. Su angustia era tan grave que no sabía cómo reaccionar. Palidecia en su ansiosa sudoración mientras que su corazón latía a mil.
lunes, 2 de marzo de 2020
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Miedo
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