Era el hijo de una esclava, pero su educación la alcanzó de boca de los sacerdotes, filósofos, matemáticos, famacéuticos, herbolarios y médicos que se congregaban en la corte del faraón. De estos últimos alcanzó el conocimiento del funcionamiento del cuerpo humano, etiología de algunas enfermedades, aplicación de plastas curativas según la tipología de las llagas, brebajes para las afecciones a que se sujetaban los esclavos, en particular enfermedades de la piel por exposición a la humedad, infecciones respiratorias; empero también aprendió los procedimientos naturales de la descomposición, las formas de como retardar la putrefacción de los cuerpos y hasta conseguir la preservación de los cadáveres. El natrún o neter era la “sal divina” que permitía y facilitaba la desecación de los cuerpos inertes. Sin embargo, no se reducía solo a eso: la apertura de los cadáveres le permitía conocer la flora y fauna corporal y, entender de mejor manera los mecanismos y procedimientos de la naturaleza.
Aquel muchacho, sin embargo perteneció a dos mundos distintos. Su nodriza, hebrea ella, le enseño las formas de la ética y la religión de los suyos, por eso es que las nociones de la bondad y la maldad, de la sacralidad e impureza tenia ribetes distintos a los propiamente egipcios. La vida era un regalo de Dios y, la muerte el modo como se le devuelve a Yavéh ese hálito que nos ha prestado. “Somos polvo y al polvo volveremos” era una forma metafórica de volver al lugar de donde veníamos. El cuerpo, aun siendo materia, era sagrado; inviolable por tanto, y se sujetaba a los procedimientos de la naturaleza. El espíritu, volvía a Dios. No era posible la intromisión de procesos químicos que aseguren la preservación, sino que en el mejor de los casos lo mejor permitido eran las lavativas gástricas y el lavado corporal exterior con el único objeto de que la conversión al polvo, sea conforme a los designios de Dios. Desde esas ideas, si la vida es sagrada, entonces un cuerpo sin vida, no es más que su opuesto: es un objeto impuro y, como tal, causa de impureza. El modo de superar esta degeneración, solo podía efectuarse de modo ritual: siete lavados corporales y el recubrimiento con siete prendas, en análoga relación a los días de la creación. La sacralidad de las cosas exigía pulcritud y limpieza. Entre otras cosas, los hebreos usaban el oxido de calcio, la cal viva, para la desinfección de sus habitaciones de aseo y espacios colectivos de defecación.
Entre prácticas ético-religiosas y procedimientos médico-sépticos, conoció allí los estragos de una bacteria que ahora denominamos estafilococo áureo, productora de un sinfín de enfermedades que comprende las infecciones cutáneas y de las mucosas que, materialmente suponen la ruptura de la epidermis, con la aparición de furúnculos, abscesos, celulitis pero también otras de mayor riesgo las neumonías, la lepra y la meningitis. La experiencia de las plagas que se narran en el Exodo, iniciada con una sobreexposición de algas rojas que motivaron la sobre población de anfibios, y al vez la irregular población de insectos, piojos, pulgas, langostas, etc., derivados, probablemente, del crecimiento desmesurado de las lluvias y del caudal del rio Nilo, le posibilitaron presagiar, por el aumento de las temperaturas, la descomposición de los alimentos que motivaron la muerte de personas. Esas proyecciones obligaron -como receta- al confinamiento y separación de los hebreos en sus propias casas, con obligación de no salir de ellas. Así, se vieron obligados a comer de lo poco que podía tener en sus graneros familiares. Esa separación evitó las muertes por la aparición de erupciones cutáneas, sean éstas producto de la bubónica o de la viruela.
Las creencias religiosas hebreas invitaban a atender la sacralidad del ser humano, por lo que se obligaban a estrictos protocolos de limpieza. Esta era el punto de partida para asegurar la salud corporal de todos, pero también requería pureza espiritual, pues la enfermedad, en su vivencia religiosa, era la expresión de castigo divino. El libro del Exodo 15, 26 anuncia "si obedeces la palabra de Yahve no te impondré enfermedades como se las he impuesto a los egipcios, soy el Señor, tu médico". La historia posterior, expone que la tribu de Levi, no solo guardaba a los sacerdotes del templo, sino que además, fueron buenos estudiantes de medicina en los tiempos del destierro en Babilonia. Fue la larga tradición de limpieza y ritualismo religioso la que les permitió descubrir que, el apartamiento de las personas enfermas evitaba el contagio, por eso es que en Levítico 13 se expone un riguroso protocolo respecto del tratamiento que corresponde a las personas que presentan erupciones cutáneas. Según la descripción de las mismas, el tratamiento podía suponer el aislamiento temporal (en intervalos de 7 días), pero también recogía la posibilidad de la separación definitiva del grupo con la imposición de formas de vestido que permitan su identificación en la lejanía: ropas raídas y cabeza descubierta. La intención no sólo era evidenciar el pecado que supone su condición, sino por encima de ello, resaltar la necesidad de no juntarse para evitar contagio de la enfermedad. Los judíos sabían desde antiguo las bondades de las cuarentenas. Los días de desierto no sòlo eran espacios de reflexión espiritual, eran tiempos de ayuno y de magras comidas que permitían la limpieza y la salud del cuerpo. Las reglas respecto de los enfermos eran muy duras: suponían la separación familiar, en casos graves, exclusión social, pero también la pérdida de sus bienes, en particular aquellos que pudieran ser elementos de contagio: las prendas y objetos personales, por ejemplo, eran expuestos al fuego hasta las cenizas.
El lavado de manos era fundamental. Se reconocía situaciones específicas: al despertarse –no se sabía con certeza que podría tocarse uno mismo en medio del sueño-, después de tocar sus propios órganos sexuales –o ajenos-, luego de coger la suela del zapato, después de tocar líquidos corporales, antes de comer, luego de coger cosas que pudieran estar sucias y antes de dormir. Era una regla de higiene fundamental para evitar contagios de esas enfermedades que producían la impureza. El asunto se revestía de religiosidad pero detrás de ella escondía un asunto de salubridad pública. Maimónides, en 1199, comprendió mejor el mandamiento, en su condición de judío y médico, reconoció el valor del lavado y la limpieza de las manos para mantener una buena salud. Decía: “Nunca olvide lavar sus manos después de tocar a una persona enferma”.
Así, cuando en Mc. 7, Jesús discute por el lavado de manos de sus discípulos, no solo se discute si es el cumplimiento de un protocolo religioso o si responde a una necesidad de salud pública. Si a estos días esa discusión ocurriera, el Carpintero de Galilea es posible no estaría dispuesto a afirmar con la misma contundencia lo que enunció en aquella vez: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre”. El esclavo, hijo putativo del faraon, mitico autor de las leyes leviticas, de haber estado presente en aquella discusión de fariseos, habría sonreído con amargura. Si la discusión fuera hoy, el coronavirus obligaría a específicas exigencias.
Mientras tanto, como los judíos que nos legaron la fe, mantengámonos firmes en nuestro aislamiento familiar.
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