“Cuando en tus manos corre la sangre del mismísimo Hijo de Dios, entonces es posible pensar que puedes hasta matar a tu propio hijo con el ánimo de aparecer como inocente”. Esa fue la máxima de muerte con la que el gran Hermann, jefe del gremio de los carniceros de Estrasburgo, puso término a la reclamación que un judío le hacía ante la acusación de que él y los suyos eran responsables de las muertes que la peste negra causaba entre los habitantes de esa pequeña ciudad. El condenado ni siquiera esperó más, simplemente miró hacia el cielo y bendijo a Dios por permitirle regresar a Él de ese modo… difícil, cruento, inhumano, pero en su corazón la convicción no tenía espacio para la duda: esa misma tarde gozaría, con su padre Ibrahim, de la presencia del Altísimo. Mientras Hermann azuzaba a las gentes, se arrodilló frente a su hija, limpió sus mudas lágrimas, acomodó sus cabellos: “Pequeña, lo que se nos viene, nos acorta el camino: será doloroso, pero no hay Guehinnom, que pueda poner reparos a la misericordia de nuestro Padre. Te prometo que esta tarde estaremos en sus brazos, que sonreiremos…” Un par de hombres rudos, acostumbrados lidiar con pesados costales de carne los empujaron hacia el interior de su propia casa… otros acomodaban las antorchas para asegurar que el fuego no deje nada sin consumir. Las mujeres en medio de jaculatorias que resaltaban la superioridad de Cristo, apuraban a la acción genocida.
Era el segundo mes de 1349 y la peste negra asolaba toda Europa. El Papa Clemente VI era testigo de la mortandad y ya había perdido a varios cardenales que el mismo había designado. Ante la desgracia, desde sus primeras prédicas denunciaba que era una “pestilencia con la que Dios azotaba al pueblo por sus propias culpas y pecados”. ¿Puede ser el pueblo causante de tamaña desgracia? Una explicación como esa era tan vaga, que parecía ser una prédica huera. Los primeros enfermos, marinos y mercaderes, habían registrado en sus bitácoras que en los puertos desde donde traían las mercaderías, sus campos había sido asolados por lluvias de fuego que se prolongaban en largas extensiones avivados por los vientos. Éstos, además, habían acercado esos humos hacia Europa en forma de espesas nieblas contaminadas. Los astrónomos anunciaban que los planetas Saturno, Júpiter y Marte - alineados entre sí- ejercían negativa influencia sobre la tierra, hasta el punto de producir los terremotos y temblores que se recordaban desde el 1345. Éstos, a su vez, habían liberado gases pestilentes y sulfurosos del interior de la tierra y daban lugar a la peste. Gentile da Foligno, médico de las Universidades de Bolonia y Padua, siguiendo esas tesis, sostenía que la enfermedad se trasmitía por la respiración.
El pueblo llano, atraído pobremente por esas explicaciones, solo era testigo de la mortandad misma. El gran Hermann de Estrasburgo había visto morir a su mujer y a sus dos hijos, además de a varios vecinos. Con la ayuda de otros matarifes de la ciudad había enterrado a buena cantidad de gentes en las afueras de la ciudad. Las iglesias y los monasterios ya no se daban abasto para albergar más cadáveres. Las autoridades habían logrado que la población entienda que era mejor las sepulturas públicas y en las afueras de los territorios de la comunidad. El paisaje era desolador: los síntomas se iniciaba con fiebres altas que motivaban una sed aguda de tal intensidad que, por mucha agua que se consumiera, la ansiedad no tenía fin. Contaban algunas gentes, que muchos infectados habían muerto ahogados en los canales y ríos ante la imposibilidad de calmar la sensación de sequedad. Las fiebres daban espacio a los temidos bubones que, en sus primeras formas exponían la infección en forma rojiza, pero que con el trascurso de las horas adquirían un color opaco oscuro, que finalmente se reventaban para expeler líquidos sanguinolentos y pestilentes, que no hacían más que anunciar la proximidad de la muerte. Muchos médicos y curas exponían graves reparos para la atención de la víctima si es que ya estaba en la última etapa de la enfermedad. Los mismos sepultureros rehuían del recojo, por lo que eran los familiares y vecinos quienes se encargaban del traslado de los muertos. El paisaje era de terror en aquellos lugares donde ya no quedaban familiares o vecinos que pudieran hacer la tarea. Lo que mejor podía verificarse, en el ánimo de aquellos días, era el sentido de la solidaridad, pero también el de la repulsa: “El padre abandona al hijo, la mujer al marido, un hermano a otro, porque esta plaga parecía comunicarse con el aliento y la vista. Y así morían. Y no se podía encontrar a nadie que enterrase a los muertos ni por amistad ni por dinero” escribía Agnolo di Tura en una dolorosa crónica.
Ante la muerte misma, la pregunta saltaba: Si el aire está contaminado ¿Cómo explicar que algunas personas –muy pocas en realidad- no se infectan pese a respirar el mismo aire? ¿Es que acaso el foco de propagación era otro? ¿Por qué el índice de mortandad es distinto entre los judíos? ¿Es que acaso los responsables de la muerte del Redentor del mundo, por envidia, habrían realizado algún envenenamiento de las fuentes de agua? El rumor corría en las calles y solo era necesaria la ignorancia y el miedo para que la idea se acicale en las conciencias de las gentes. La peste afectaba menos a la población judía, pero también era cierto que sus costumbres sanitarias y dietéticas eran distintas; además, de desiguales sus prácticas mortuorias. Las autoridades civiles para evitar desencuentros entre grupos sociales, ordenaron el cierre de la judería imponiéndoles no sólo aislamiento social, sino también multas dinerarias por el solo hecho de compartir el espacio de la ciudad de Estrasburgo. La sanción civil no fue suficiente. El pueblo llano –o lo que quedaba de él- exacerbado pedía una venganza pública que aplacara la ira de Dios, por lo que obligaron al responsable de la ciudad a ceder la autoridad en favor del director del gremio de carniceros, el tal Hermann, que retó a los judíos a discutir su inocencia.
En medio de una multitud, en cuyos ojos solo se leía la sed de venganza, cualquier disputa estaba marcada por la derrota y, aun cuando se pudiera mostrar que los judíos también eran víctimas de la peste negra, el solo hecho de ser los autores de la muerte de Cristo fue el mejor fundamento para meter fuego a toda la judería sin importar ni el sexo, ni la edad de los ajusticiados. Tampoco importaba la justicia.
Ante las lágrimas de la niña, casi en el desánimo, el judío, también llorando, le dijo: "Dios también sufre con nosotros, ahora somos su carne doliente". Dicen que ese día, murieron bajo el fuego algunos centenares de judíos...
Ante las lágrimas de la niña, casi en el desánimo, el judío, también llorando, le dijo: "Dios también sufre con nosotros, ahora somos su carne doliente". Dicen que ese día, murieron bajo el fuego algunos centenares de judíos...
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