domingo, 29 de marzo de 2020

Incertidumbres

Margherita, apenas tenía 12 años. Allí en casa, en uno de los extremos de los territorios de gran señor Ludovico, había aprendido muchas cosas, desde ordeñar vacas y sembrar la tierra hasta deshidratar sus frutos para su mejor conservación en los graneros. Las últimas semanas habían sido una carrera contra el tiempo. Sus vecinos más próximos –a media de leguas de camino- ya les habían advertido de las muertes que se producían en las ciudades. El clérigo del servicio dominical insistía en la necesidad de arrepentirse y de la obligación de dar limosna al pobre y a la viuda. Anunciaba la próxima llegada del Señor, la limpieza de la tierra, la muerte de los pecadores… La tierra hedía y la peste negra no hacía más separar la maleza del trigo y a los machos cabríos de los corderos para asegurar la llegada del Señor. La familia, ante esa insistencia, puso rigor en el rezo de las oraciones de laudes, nona y completas. La mamá devocionaba mucho por la segunda, pues las tres de la tarde era la hora de la misericordia, el tiempo en que Jesús perdonó al buen ladrón. A pesar de nuestras malas acciones, siempre es más grande la generosidad de Dios. 

Lamentablemente, parecía que ese tiempo ya había llegado. Su madre murió unos días después y, no hubo nadie en el funeral, salvo su padre, ella y su pequeño hermano Ludovico, nombrado así en homenaje del señor de esos predios. Un par de vecinos, labriegos, también asistieron y le pidieron a su padre queme todas las ropas de su mujer, le ayudaron a hacerlo y, le pidieron se refugiase en la cabaña de los sembríos junto con sus hijos… No pudo hacerlo. Se limitó a enviar a sus hijos a ese lugar y les encomendó que cada atardecer recogieran su comida, mientras él quedaba confinado en su propia casa, obligado a cocinar para sí y para ellos. Su silbido era la señal de aproximarse, pero hacía dos días que no habían sido llamados y las frutas que Margherita recogía eran insuficientes. Los gruñidos de hambre de los puercos, obligó a que la niña les abriera la puerta para que ellos mismos busquen raíces y otros alimentos en medio de los escasos cultivos que aún permanecían en pie.

Ludovico Visconti, señor de Milán, ordenó la expulsión de los contagiados tan pronto aparecieran los primeros síntomas; sin embargo, muchas personas no se reportaban y, preferían esconderse en sus propias casas facilitando así la propagación. “Cualquier vecino que presente la enfermedad debe salir –por sí mismo o por la fuerza- de los muros de la ciudad”, la que –luego de la necedad de los propios- fue complementada, con la disposición de tapiar puertas y ventanas si la persona o sus familiares se negaban a salir. Un par de meses después, luego de haber emparedado a casi una decena de familias que se negaron a abandonar a sus miembros ancianos, la crisis no se había superado; por el contrario, otros vecinos próximos también padecían la enfermedad. El Gran Consejo de la ciudad advirtió, desde esa experiencia- que la solución había resultado peor que el problema: los expulsados se convertían en foco de infección para las gentes rurales, que ante el temor huían a las montañas, abandonando los campos, los ganados y todo aquello que aseguraba la alimentación de la ciudad. La crisis ya no era solo sanitaria, era también de insuficiencia alimentaria. Las medidas para la crisis no debían motivarse en el puro miedo… tales decisiones no habían dado resultado. El asunto era ¿qué hacer?

El papa Clemente VI, desde Avignon y ante la desesperación de los fieles, había dispuesto que los muertos por la peste, más allá de la ausencia de funeral y oratorios, tenían perdonados sus pecados por el solo hecho del padecimiento de una muerte, dolorosa, solitaria… apestosa. No obstante, no parecía suficiente: la humanidad se resistía a morir. Un grupo de religiosas mendicantes había hecho de su casa de campo un hospicio en el que acogían a los expatriados. Allí ofrecían a Dios sus propios ascos, las arcadas producidas por el hedor de las supuraciones y sus propias agonías. Cubiertas con mantas que les producían un calor insoportable atendían con bebidas refrescantes las fiebres de los condenados y bajo las vides acomodaban tarimas confeccionadas con ramas de robles y castaños para la comodidad de aquellos. Con la autorización especial del obispo, por varios meses no sólo atendieron a los moribundos, sino que administraron el perdón de los pecados y hasta impusieron la extrema unción, aunque, prontamente dejaron de hacerlo por falta de aceite sagrado. En estos casos, se limitaron a ofrecer como consuelo la suficiencia de la fe. ¿El obispo habría estado de acuerdo con esa opción? 

Margherita, con el miedo congelándole las carnes, se acercó a la casa. El perro que le acompañaba iba por delante. Desde una distancia prudente empezó a ladrar entre aullidos, ladraba y lloraba a la vez, se acercaba y exponía miedo de tan solo acercarse a la puerta. La pequeña entendió que lo que venía era solo desgracia… “¿Papaaaá!?”, grito. Y así varias veces. Solo los ladridos del perro eran respuesta y no quiso acercarse más. Supuso que su padre también había muerto. De hecho, en los días previos le había dado una orden, de la que le había pedido juramento para que la cumpla sin posibilidad de retorno: Si no te llamo en alguno de estos días, huye. ¡Jura por el alma de tu madre que lo harás! Ella no había tenido otra opción. Luego de ese juramento, su padre le explicó qué significaba una plaga, y desde el lenguaje propio de los campesinos, desde la diferencia existente entre el trigo y la maleza, le hizo saber que, sobre aquellas gentes que presentaban bubones había muy poco que hacer, salvo esperar un milagro de Dios y, sobre ello daba igual que tuviera agua o no, que tomara medicamentos o no. Ante ese riesgo, debía ponerse a salvo, porque de contagiarse ella, también se contagiaría su hermano; o de no ser así, ¿Quién cuidaría de él, si toda su familia había muerto? Éste quizá fue el mejor argumento. Volvió a llamar, acercándose hacia la puerta, pero sin tocarla: ¿papá? ¿Estás allí? No hubo respuestas. Corrió hacia la cabaña con el corazón apretujado donde la esperaba su hermano de tan solo 7 años… lo cogió de la mano y jalándole lo apuraba: “debemos irnos, vámonos”. Corrieron por entre las malezas del bosque, todo lo que sus piernecitas les permitieron hasta caer desvanecidos, exhaustos y asustados. Ludovico, respiraba con agitación y le preguntaba con señales que es lo que ocurría. Ella, le pidió silencio, mientras arrodillada frente a un tronco de madera, lloraba sin poder contenerse. El niño la abrazo, y le parecía comprender lo que había sucedido. Se sumó a sus lágrimas. De cansancio, de tanto correr o, talvez, de tanto llorar, se quedaron dormidos. 

Luego de varios minutos, los cánticos de una procesión de flagelantes despertó a los chiquillos. Llevaban el camino de Bérgamo. Marga, había oído decir a su padre, que las montañas que bordean ese camino no sólo podían encontrar bayas, granadillas silvestres y tomates enanos con que alimentarse, sino que además, desde la mitad de la montaña era posible oir las campanas que anuncian las oraciones del oficio divino. Esas campanas le llevarían –si tenía el cuidado de seguirlas a la casa-huerto de las hermanas mendicantes. Allí estaría a salvo. Por ahora, sabía que el camino recorrido era poco y, que para estar a salvo, no bastaba con respirar. Era necesario tener la habilidad para sobrevivir. El poco trigo que guardaban en su morral no sería suficiente para el largo camino que les venía. Solo esperaba que la peste negra no les alcanzara. Una pregunta le bullía en alma: ¿Había muerto su padre de verdad?

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Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...