Recibí otra llamada. Era una que no podía desestimar… No sé. Algo me hizo saber que debía atenderla. No tenía espacio para el reparo ni el reproche. Me obligaba a salir, aun cuando solo esa era la única razón. ¿Qué falta? ¿Hay algo que sea necesario?, pregunté. “No. Todo está completo… pero si puedes, compra fruta”, fue la respuesta. Las restricciones a la movilidad me obligaron a caminar. Tampoco es que se me hiciera pesado. Al fin de cuentas, ya extraño las tardes de street runner, de corredor callejero, de mirar las calles de reojo para evitar los vehículos o algún viadante distraído. El sol estaba en lo más alto, pero no había mucho que hacer.
Las primeras calles estaban solitarias. Algunos vecinos conversaban desde sus puertas mientras regaban sus respectivos jardines. Un joven portaba al hombro una bolsa de plástico en la que se distinguía frutas, tarros de leche, algunos fideos envasados, y otros productos. Le seguía una mujer que llevaba entre sus brazos a una niña de dos años. ¿Qué hace esta mujer con su niña cruzando el puente rojo cuando hay restricciones peatonales? El hombre la apuraba. Eran una familia. El militar del otro lado del puente, solo atinó a reprochar con liviandad: “No exponga a su hija, señora. Estamos en peligro todos y, ella más!!!”, pero siguió en lo suyo y, la mujer hizo como que no escuchó.
El puente rojo era atravesado por varios carros, algunas mototaxis y por muchos más viandantes. Una mujer –malcriadamente- le decía al policía que le pedía identificación y salvo conducto que, ella era una mujer libre y que tenía que comprar el queso para su malarrabia. Seguí mi paso por la soleada vereda que paralela al rio corre en la Av. Irazola. Un militar pidió mi identificación. Le mostré el correo que justifica mi salida. Me miró y, me dijo “Pase. Cumpla con lo que debe y regrese. No debe estar fuera de casa”. La calle Lima respiraba la paz de los cementerios, mientras que el sol pretendía colarse por en medio de la generosa sombra de los árboles que acompañan a las jardineras del antiguo “Parque de La Tina”, que hoy ofrece su dedicatoria a los pinceles de Ignacio Merino. Un mayor, quizá de 70 años, renegaba porque un militar lo obligaba a salir de su asiento y, regresar a su casa. La calle Tacna lucía “sólida”, como decimos, en errónea sinonimia de solitaria. Todos sus comercios cerrados, mientras que en la Arequipa, algunos cambistas ofrecían su producto de moneda extranjera desde sus puertas. Apenas pude alcanzar el Wester Unión. El muchacho que me atendió, probablemente, porque su intención era cerrar de anticipado, me atendió de mala gana, mientras que, luego de aceptar mi transacción mandó a otro a bajar la puerta enrollable. El ruido que produjo, rompió el silencio de la calle. Otro hombre le anunciaba a un viandante dólares a tan solo 3.55 soles… “habla, quiero irme”. El viandante ni se inmuto.
Desde la intersección de Arequipa con Grau podía verse con facilidad los laterales de la Catedral de Piura, pero era mayor la visibilidad hacia el otro lado. Las bases del pedestal de la efigie de Grau podían distinguirse en la lejanía, pocas gentes la transitaba, aunque sí varios carros particulares. Un buen grupo de gentes hacía cola de espera para ingresar a la agencia bancaria que hace esquina con la Tacna. Muchas de estas soportaban estoicamente el implacable sol e intentando salvar las distancias exigidas para el contagio del Covid 19. Cómo se hacen extrañar los viejos “matacojudos” que hasta hace poco más de un lustro acompañaban a la Av. Grau entre la vereda y la calzada a cada uno de sus lados. El esplendor de la Catedral, sin embargo, no tenía comparación, podría contemplarse en su plenitud. En la esquina, allí donde funciona una farmacia y hace algunos años había una librería, varios policías impedían el paso a los transeúntes: “Está restringido el paso para los civiles… ¿Quiere ir al banco… dese la vuelve por donde le parezca más corto”, anunció de modo cortante un de los custodios. Nadie se atrevió a contradecirlo, salvo un motorizado que le rezondró la madre “por huevón”.
Alcanzada la calle Lima, la vieja y pituca calle de Los Chapetones, el panorama seguía siendo el mismo. La soledad solo se adornaba de la abrumadora luminosidad del sol del mediodía. El viejo puente de maderas, ahora inexistente, habría extrañado ese abandono para evitar el crujir de los maderos con el que estaba hecho bajo los pies de los piuranos y castellanos de sus días. El puente de fierro que lo reemplaza, ahora pintado de amarillo, era todo él, multiplicando en su superficie el calor del sol. Podía verse las reverberancias del calor al filo de su piel. Un par de vagabundos –por su modo de hablar, venezolanos- lo cruzaban sin mucha esperanza. “No hay nada”, dijo uno. “Nada”, le replicó el otro, “pero sigamos… más allá habrá gentes”. Las calles de la cuadrícula de Castilla también estaban desiertas, aunque en la Av. Ramón Castilla había muchos transeúntes. La mayoría jalando carritos de compras, y otros que haraganeaban en medio del sol. Un vehículo conducido por una mujer –a la que acompañaba otra- intentó dar la vuelta en U, y se ganó la amonestación del policía de tránsito.
El mercado de Castilla, visto desde la Av. Tacna, se veía como un día cualquiera… bueno como un día de aquellos que no fueran fin de semana… Como un martes. Los cargadores estaban allí, llevando y trayendo mercaderías, los motaxistas ofrecían su servicio, las amas de casa entraban y salían como sí nada…. En realidad, llevaban sus barbijos como mejor antiviral, y se saludaban de manos con las vecinas que coincidían en el mismo lugar. “Caserita, véndame un choclo… voy a hacer un pepián. Al Juan que se le ocurre malarrabia con pepián… donde se ha visto eso… Ese choclito está que me mira”. La vendedora le sonrió, mientras que en medio del bullicio un sereno anuncio: “Cerramos el mercado en media hora”. Mi demora fue en ingresar que en pedir la fruta solicitada. Los precios estaban algo crecidos, pero la casera anunció: “La venta está para más… pero no hay clientela y las deudas con la Caja no esperan”. Sin más, pagué el pedido y me retiré portando una bolsa de tela llena de manzanas, algunas granadillas, un par de melones medianos y una sandía.
En las afueras, el sol me esperaba con paciencia, pero ya no estaba dispuesto a caminar. Una mototaxi –la más decente que se apareció- me evitó las inclemencias del astro rey. El miedo al Covid 19 y el hambre se conjugaban para una nueva llamada. Es viernes de malarrabia y había cumplido mi tarea.
viernes, 20 de marzo de 2020
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