Recibí una llamada ese día. Conversamos y acordamos algunas cuestiones mínimas. Unas horas después, cuando todos estábamos a la luz del televisor, anuncié -casi como cosa sin importancia- "mañana debo ir a trabajar". Esos ojos saltones de tuyos me miraron con cierto reproche: "seguro, que tú te has ofrecido". El miedo al contagio o quizá la necesidad de no pelear a poco más de 24 horas de la cuarentena, me obligó a decir, socarronamente: "si claro... acabo de llamar y lo has visto".
En mis días de infantitud, padecía de asma. Mi madre se encargó de ser fiel enfermera mía. No le importaba cortar mi partidito de julbó para acercarme alguna cucharada de vitaminas o antibióticos u obligarme a tomar algún mejunje herbolario en el que podría distinguirse el olor del ajo, la miel o la verdolaguilla... el sabor de los aceites del bacalao era causa de espasmódicas arcadas. El ácido de la cáscara de limón si te la introducias en forma de gotas nasales acompañadas de no sé que otros ingredientes, te hacía ver a Judas calato... esos padecimientos de niñez y adolescencia, creo, me posibilitaron la inmunidad respiratoria cuando algún tiempo después estaba en la disponibilidad de beber cerveza helada aún cuando en mi pecho ronrronerara un gato... lo cierto es que en más de una ocasión, esas malas noches venian seguidas del corte de mis afecciones gripales.
Ante el sarcasmo, mi hija se sonrió y solo atinó a decir: mi papá nunca se enferma. Y, en réplica, atine a pensar: "igual tengo miedo". No parece que el Covid 19 sea un asunto baladi. Cierto también es que, pocas veces acudo a un médico -en los últimos tiempos, para los preventivos de cada año- y suelo asumir que mis afecciones respiratorias así como llegan, se van y que es suficiente beber mucha agua, frotarse algún ungüento amentolado o tomar baños calientes para liberarme de esas preocupaciones. No me ocurre con frecuencia pero en alguna oportunidad la fiebre le ha hecho estragos a mi realidad. Recuerdo con vaguedad aquellas veces en las que en mi estado febril me parecía ver a la muerte que quieta me esperaba al costado de mi cama y yo, de purito miedo, atinaba a moverme dando vueltas en la cama, con el afán de hacerle saber que estaba vivo.... o aquella otra en la que prefiera no apagar la luz de mi enladrillada habitación con el firme propósito de no permitir su sombra, pero ante la convicción de su presencia, solo se me ocurría no dejar de contar del uno al diez... mi voz, creía, sería suficiente para convencerla de que su presencia junto a mi cama era inútil.
Tengo miedo de ti. De tu debilitado estado inmunológico, de la helicobacter pilori que hace mella en tus paredes gastricas, de las dificultad de tu anatomía hepática para procesar los alimentos y hacer frente a las complejas composiciones químicas de los medicamentos. La conciencia de la necesidad de mayor cuidado es la explicación a tu reproche, pero también justifica mi miedo. Solo el cuidado y la seguridad de la limpieza al salir o entrar de casa nos posibilitan la garantía de que no pasará nada... que en algunos días volveremos a pelearnos como siempre, a mantener juntos el timón de la barca común.
Debo ir a trabajar. Hay cosas -como la libertad de las personas- que también son importantes en medio de una crisis sanitaria.
Todavía tengo miedo...
miércoles, 18 de marzo de 2020
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Miedo
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