lunes, 30 de marzo de 2020

Barberos

¿Sabes cuál es la diferencia entre un barbero, un cirujano y un médico? A estos días, pareciera que la diferencia no tiene motivos de discusión, pero hubo un tiempo que la diferencia entre cirujano y médico era tal grado, que los que se dedicaban a la medicina se sentían agraviados si es que alguien les pedía les realice una intervención quirúrgica; mientras que los barberos, además de dedicarse a la rasuración y corte de la pelambre corporal podían hacer flebotomías, extracciones dentarias y hasta atendían dislocaciones óseas. ¿Quieres saber de dónde viene el asunto? 

La regla de oro de los hijos de San Benito, como sabemos es “ora et labora”. Esa les permitió distinguir entre los asuntos del mundo espiritual y aquellos otros correspondientes a nuestra mundanidad. Es así, que como parte de su formación incluyeron asuntos de medicina. En realidad, la situación en la que mundo se encontraba les obligó a esa tarea. Ubiquémonos en los últimos tiempos del Imperio Romano de occidente: en esos días las migraciones barbáricas no sólo suponían nuevos asentamientos humanos, sino que alcanzaban acciones de rapiña que ponían en riesgo los monumentos, las construcciones, las bibliotecas, el arte… El 24 de agosto de 410, Alarico saqueo Roma y, aunque no supuso mayores acciones de violencia, los hombres nobles y sus familias precautoriamente habían puesto a buen recaudo sus bienes, bibliotecas, joyas, etc. en lugares alejados, dígase casas de campo o centros conventuales o monasterios. Un escritor de la época, Paulo Osorio, sostiene que Alarico “había ordenado que si algunos se hubiesen refugiado en lugares sagrados (…) estos permanecieran incólumes y seguros”. Ese estado de inseguridad fue propio de la larga centuria correspondiente al siglo V. 

Ante la constante acechanza de incendios y saqueos, los monasterios y centros religiosos se convirtieron en los focos de la cultura. En ellos se cultivó el ascetismo y la piedad rigurosa, pero también se continuó el ejercicio de las artes liberales heredadas de la cultura griega. Muchas gentes destinaron sus bienes a la constitución y/o mantenimiento de monasterios. Casiodoro Senator fue un político romano que, en los últimos tiempos de su vida fundó –bajo las reglas benedictinas- el monasterio de Vivarium en el que funcionaba una biblioteca y un hospital. En la primera se cuidaban los escritos que recogían las enseñanzas médicas de Alcmeón de Crotona, Hipócrates, Aristóteles, Galeno, entre otros; en el segundo, se aplicaban de mejor forma los conocimientos de medicina en la humanidad de los enfermos y heridos que allí se albergaban. Los monjes benedictinos se convirtieron, así, en los médicos de la temprana de la edad media. Las escuelas monásticas de los días de Carlomagno insistieron en que a las siete artes liberales se les añadiera la enseñanza de la medicina. Tal asignatura suponía la simple repetición –y en el mejor de los casos, reflexión- de la medicina de los antiguos, aunque tal conocimiento era útil, tanto así que el rey Enrique II de Baviera, en el siglo IX, fue operado para extraerle una piedra renal en el hospital del monasterio de Montecasino. El cronista que da cuenta de dicha intervención quirúrgica si bien lo califica como un milagro de San Benito, el hecho como acto médico ocurrió, al punto que se encuentra registrado en un bajo relieve que aparece en la catedral de Bamberg. 

La actividad médica de los benedictinos no estuvo exenta de críticas, en razón al supuesto descuido del cuidado de las almas para dedicarse a la medicina, por lo que les fue prohibida tanto su estudio como su aplicación. Con el ánimo de no perder tales conocimientos los trasladaron a personas de su confianza. Los más próximos: los barberos. Éstos concurrían a los monasterios para el cuidado de cabello, confección de la tonsura, corte de barba y, a ellos se les confió las técnicas de las flebotomías, necesarias para las famosas sangrías que tenían como objeto el adecuado ajuste de los humores corporales, que –en el entendimiento de los antiguos- producía algunas enfermedades. El modo de coagulación de la sangre daba pie a diagnósticos y pronósticos específicos. Estos suponían que también se les confió la realización de dichos análisis a la vez que, debían conocer qué tipo de medicamentos –drogas, emplastos, dietas, purgantes, hierbas- eran necesarias para superar dichos males. Así mismo, se hicieron encargo de las intervenciones dentales. Los cirujanos por su parte, era gentes dedicadas al conocimiento empírico de la anatomía humana y, probablemente, desde la experimentación con cerdos, caballos, cabras, aprendieron a realizar incisiones de mediana complejidad: atenciones de hernias abdominales, cálculos renales, cataratas. En realidad, actuaban partir de sus experiencias, pero con el consejo y dirección de los médicos. El médico no realizaba intervenciones pero era quien poseía lo más valioso: el conocimiento y, para alcanzarlo era necesario acceder a la lengua de los académicos y a los libros de las más sofisticadas bibliotecas. 

Esas diferencias motivaron la aglutinación de unos con el ánimo de evitar el surgimiento de otros. Los clérigos abandonaron la medicina; así que su práctica quedó en manos de los cirujanos y los barberos. Los primeros formaron sus gremios o hermandades con la finalidad de buscar la autorización que les permita acceder a la universidad y a la vez evitar que los barberos puedan acceder a mejores conocimientos. Abandonados los conocimientos de los antiguos, la mayor cantidad de médicos que hicieron frente a la peste negra a mediados del siglo XIV eran personas de buenas intenciones pero de un empirismo sin rigor científico, salvo raras excepciones. De allí que, los diagnósticos y pronósticos en más de una oportunidad suponía remedios que exigían actuaciones mágicas. Por poner un ejemplo, las escrófulas derivadas de la tuberculosis eran curadas con la imposición de manos por parte de rey, mientras que las enfermedades mentales se curaban con exorcismos o sustancias que exigían objetos inalcanzables: sangre de dragón, polvo de cuerno de unicornio, bilis de ranas de sexo específico, etc. 

Como decimos, es preciso indicar que hubo algunos cirujanos muy valiosos como Guy de Chauliac –reconocido por las atenciones al papa Clemente VI en medio de la pandemia de la peste negra- cuyos sus conocimientos médicos pudieron ser alcanzados en razón a sus condición de canónigo. La medicina era una actividad complementaria a la teología, a la filosofía o la astronomía. Tendría que, llegar los últimos años del siglo XVI para que adquiera independencia y, se reconozca el oficio de barbero apartándolo de las propias de la medicina. 

Una nota curiosa ¿Has visto la barra bailarina de blanco y rojo en las puertas de las barberías? Es una reminiscencia de sus antiguas tareas. Las sangrías tenía un procedimiento específico: el brazo del paciente se sujetaba a una picota de madera, se le forzaba con la intención de exponer las venas y, una vez logrado se hacía el corte. El poste, como se entenderá, quedaba lleno de sangre. Si, el barbero tenía muchos pacientes, entonces el poste podía permanecer ensangrentado. Para evitar el mal ánimo de los clientes, se le envolvían un manto blanco con intención de disimular las sangres. Ese poste bailarín de las barberías no es un simple adorno, tiene una larga historia de sangres…

domingo, 29 de marzo de 2020

Incertidumbres

Margherita, apenas tenía 12 años. Allí en casa, en uno de los extremos de los territorios de gran señor Ludovico, había aprendido muchas cosas, desde ordeñar vacas y sembrar la tierra hasta deshidratar sus frutos para su mejor conservación en los graneros. Las últimas semanas habían sido una carrera contra el tiempo. Sus vecinos más próximos –a media de leguas de camino- ya les habían advertido de las muertes que se producían en las ciudades. El clérigo del servicio dominical insistía en la necesidad de arrepentirse y de la obligación de dar limosna al pobre y a la viuda. Anunciaba la próxima llegada del Señor, la limpieza de la tierra, la muerte de los pecadores… La tierra hedía y la peste negra no hacía más separar la maleza del trigo y a los machos cabríos de los corderos para asegurar la llegada del Señor. La familia, ante esa insistencia, puso rigor en el rezo de las oraciones de laudes, nona y completas. La mamá devocionaba mucho por la segunda, pues las tres de la tarde era la hora de la misericordia, el tiempo en que Jesús perdonó al buen ladrón. A pesar de nuestras malas acciones, siempre es más grande la generosidad de Dios. 

Lamentablemente, parecía que ese tiempo ya había llegado. Su madre murió unos días después y, no hubo nadie en el funeral, salvo su padre, ella y su pequeño hermano Ludovico, nombrado así en homenaje del señor de esos predios. Un par de vecinos, labriegos, también asistieron y le pidieron a su padre queme todas las ropas de su mujer, le ayudaron a hacerlo y, le pidieron se refugiase en la cabaña de los sembríos junto con sus hijos… No pudo hacerlo. Se limitó a enviar a sus hijos a ese lugar y les encomendó que cada atardecer recogieran su comida, mientras él quedaba confinado en su propia casa, obligado a cocinar para sí y para ellos. Su silbido era la señal de aproximarse, pero hacía dos días que no habían sido llamados y las frutas que Margherita recogía eran insuficientes. Los gruñidos de hambre de los puercos, obligó a que la niña les abriera la puerta para que ellos mismos busquen raíces y otros alimentos en medio de los escasos cultivos que aún permanecían en pie.

Ludovico Visconti, señor de Milán, ordenó la expulsión de los contagiados tan pronto aparecieran los primeros síntomas; sin embargo, muchas personas no se reportaban y, preferían esconderse en sus propias casas facilitando así la propagación. “Cualquier vecino que presente la enfermedad debe salir –por sí mismo o por la fuerza- de los muros de la ciudad”, la que –luego de la necedad de los propios- fue complementada, con la disposición de tapiar puertas y ventanas si la persona o sus familiares se negaban a salir. Un par de meses después, luego de haber emparedado a casi una decena de familias que se negaron a abandonar a sus miembros ancianos, la crisis no se había superado; por el contrario, otros vecinos próximos también padecían la enfermedad. El Gran Consejo de la ciudad advirtió, desde esa experiencia- que la solución había resultado peor que el problema: los expulsados se convertían en foco de infección para las gentes rurales, que ante el temor huían a las montañas, abandonando los campos, los ganados y todo aquello que aseguraba la alimentación de la ciudad. La crisis ya no era solo sanitaria, era también de insuficiencia alimentaria. Las medidas para la crisis no debían motivarse en el puro miedo… tales decisiones no habían dado resultado. El asunto era ¿qué hacer?

El papa Clemente VI, desde Avignon y ante la desesperación de los fieles, había dispuesto que los muertos por la peste, más allá de la ausencia de funeral y oratorios, tenían perdonados sus pecados por el solo hecho del padecimiento de una muerte, dolorosa, solitaria… apestosa. No obstante, no parecía suficiente: la humanidad se resistía a morir. Un grupo de religiosas mendicantes había hecho de su casa de campo un hospicio en el que acogían a los expatriados. Allí ofrecían a Dios sus propios ascos, las arcadas producidas por el hedor de las supuraciones y sus propias agonías. Cubiertas con mantas que les producían un calor insoportable atendían con bebidas refrescantes las fiebres de los condenados y bajo las vides acomodaban tarimas confeccionadas con ramas de robles y castaños para la comodidad de aquellos. Con la autorización especial del obispo, por varios meses no sólo atendieron a los moribundos, sino que administraron el perdón de los pecados y hasta impusieron la extrema unción, aunque, prontamente dejaron de hacerlo por falta de aceite sagrado. En estos casos, se limitaron a ofrecer como consuelo la suficiencia de la fe. ¿El obispo habría estado de acuerdo con esa opción? 

Margherita, con el miedo congelándole las carnes, se acercó a la casa. El perro que le acompañaba iba por delante. Desde una distancia prudente empezó a ladrar entre aullidos, ladraba y lloraba a la vez, se acercaba y exponía miedo de tan solo acercarse a la puerta. La pequeña entendió que lo que venía era solo desgracia… “¿Papaaaá!?”, grito. Y así varias veces. Solo los ladridos del perro eran respuesta y no quiso acercarse más. Supuso que su padre también había muerto. De hecho, en los días previos le había dado una orden, de la que le había pedido juramento para que la cumpla sin posibilidad de retorno: Si no te llamo en alguno de estos días, huye. ¡Jura por el alma de tu madre que lo harás! Ella no había tenido otra opción. Luego de ese juramento, su padre le explicó qué significaba una plaga, y desde el lenguaje propio de los campesinos, desde la diferencia existente entre el trigo y la maleza, le hizo saber que, sobre aquellas gentes que presentaban bubones había muy poco que hacer, salvo esperar un milagro de Dios y, sobre ello daba igual que tuviera agua o no, que tomara medicamentos o no. Ante ese riesgo, debía ponerse a salvo, porque de contagiarse ella, también se contagiaría su hermano; o de no ser así, ¿Quién cuidaría de él, si toda su familia había muerto? Éste quizá fue el mejor argumento. Volvió a llamar, acercándose hacia la puerta, pero sin tocarla: ¿papá? ¿Estás allí? No hubo respuestas. Corrió hacia la cabaña con el corazón apretujado donde la esperaba su hermano de tan solo 7 años… lo cogió de la mano y jalándole lo apuraba: “debemos irnos, vámonos”. Corrieron por entre las malezas del bosque, todo lo que sus piernecitas les permitieron hasta caer desvanecidos, exhaustos y asustados. Ludovico, respiraba con agitación y le preguntaba con señales que es lo que ocurría. Ella, le pidió silencio, mientras arrodillada frente a un tronco de madera, lloraba sin poder contenerse. El niño la abrazo, y le parecía comprender lo que había sucedido. Se sumó a sus lágrimas. De cansancio, de tanto correr o, talvez, de tanto llorar, se quedaron dormidos. 

Luego de varios minutos, los cánticos de una procesión de flagelantes despertó a los chiquillos. Llevaban el camino de Bérgamo. Marga, había oído decir a su padre, que las montañas que bordean ese camino no sólo podían encontrar bayas, granadillas silvestres y tomates enanos con que alimentarse, sino que además, desde la mitad de la montaña era posible oir las campanas que anuncian las oraciones del oficio divino. Esas campanas le llevarían –si tenía el cuidado de seguirlas a la casa-huerto de las hermanas mendicantes. Allí estaría a salvo. Por ahora, sabía que el camino recorrido era poco y, que para estar a salvo, no bastaba con respirar. Era necesario tener la habilidad para sobrevivir. El poco trigo que guardaban en su morral no sería suficiente para el largo camino que les venía. Solo esperaba que la peste negra no les alcanzara. Una pregunta le bullía en alma: ¿Había muerto su padre de verdad?

viernes, 27 de marzo de 2020

Matanza

“Cuando en tus manos corre la sangre del mismísimo Hijo de Dios, entonces es posible pensar que puedes hasta matar a tu propio hijo con el ánimo de aparecer como inocente”. Esa fue la máxima de muerte con la que el gran Hermann, jefe del gremio de los carniceros de Estrasburgo, puso término a la reclamación que un judío le hacía ante la acusación de que él y los suyos eran responsables de las muertes que la peste negra causaba entre los habitantes de esa pequeña ciudad. El condenado ni siquiera esperó más, simplemente miró hacia el cielo y bendijo a Dios por permitirle regresar a Él de ese modo… difícil, cruento, inhumano, pero en su corazón la convicción no tenía espacio para la duda: esa misma tarde gozaría, con su padre Ibrahim, de la presencia del Altísimo. Mientras Hermann azuzaba a las gentes, se arrodilló frente a su hija, limpió sus mudas lágrimas, acomodó sus cabellos: “Pequeña, lo que se nos viene, nos acorta el camino: será doloroso, pero no hay Guehinnom, que pueda poner reparos a la misericordia de nuestro Padre. Te prometo que esta tarde estaremos en sus brazos, que sonreiremos…” Un par de hombres rudos, acostumbrados lidiar con pesados costales de carne los empujaron hacia el interior de su propia casa… otros acomodaban las antorchas para asegurar que el fuego no deje nada sin consumir. Las mujeres en medio de jaculatorias que resaltaban la superioridad de Cristo, apuraban a la acción genocida. 

Era el segundo mes de 1349 y la peste negra asolaba toda Europa. El Papa Clemente VI era testigo de la mortandad y ya había perdido a varios cardenales que el mismo había designado. Ante la desgracia, desde sus primeras prédicas denunciaba que era una “pestilencia con la que Dios azotaba al pueblo por sus propias culpas y pecados”. ¿Puede ser el pueblo causante de tamaña desgracia? Una explicación como esa era tan vaga, que parecía ser una prédica huera. Los primeros enfermos, marinos y mercaderes, habían registrado en sus bitácoras que en los puertos desde donde traían las mercaderías, sus campos había sido asolados por lluvias de fuego que se prolongaban en largas extensiones avivados por los vientos. Éstos, además, habían acercado esos humos hacia Europa en forma de espesas nieblas contaminadas. Los astrónomos anunciaban que los planetas Saturno, Júpiter y Marte - alineados entre sí- ejercían negativa influencia sobre la tierra, hasta el punto de producir los terremotos y temblores que se recordaban desde el 1345. Éstos, a su vez, habían liberado gases pestilentes y sulfurosos del interior de la tierra y daban lugar a la peste. Gentile da Foligno, médico de las Universidades de Bolonia y Padua, siguiendo esas tesis, sostenía que la enfermedad se trasmitía por la respiración. 

El pueblo llano, atraído pobremente por esas explicaciones, solo era testigo de la mortandad misma. El gran Hermann de Estrasburgo había visto morir a su mujer y a sus dos hijos, además de a varios vecinos. Con la ayuda de otros matarifes de la ciudad había enterrado a buena cantidad de gentes en las afueras de la ciudad. Las iglesias y los monasterios ya no se daban abasto para albergar más cadáveres. Las autoridades habían logrado que la población entienda que era mejor las sepulturas públicas y en las afueras de los territorios de la comunidad. El paisaje era desolador: los síntomas se iniciaba con fiebres altas que motivaban una sed aguda de tal intensidad que, por mucha agua que se consumiera, la ansiedad no tenía fin. Contaban algunas gentes, que muchos infectados habían muerto ahogados en los canales y ríos ante la imposibilidad de calmar la sensación de sequedad. Las fiebres daban espacio a los temidos bubones que, en sus primeras formas exponían la infección en forma rojiza, pero que con el trascurso de las horas adquirían un color opaco oscuro, que finalmente se reventaban para expeler líquidos sanguinolentos y pestilentes, que no hacían más que anunciar la proximidad de la muerte. Muchos médicos y curas exponían graves reparos para la atención de la víctima si es que ya estaba en la última etapa de la enfermedad. Los mismos sepultureros rehuían del recojo, por lo que eran los familiares y vecinos quienes se encargaban del traslado de los muertos. El paisaje era de terror en aquellos lugares donde ya no quedaban familiares o vecinos que pudieran hacer la tarea. Lo que mejor podía verificarse, en el ánimo de aquellos días, era el sentido de la solidaridad, pero también el de la repulsa: “El padre abandona al hijo, la mujer al marido, un hermano a otro, porque esta plaga parecía comunicarse con el aliento y la vista. Y así morían. Y no se podía encontrar a nadie que enterrase a los muertos ni por amistad ni por dinero” escribía Agnolo di Tura en una dolorosa crónica. 

Ante la muerte misma, la pregunta saltaba: Si el aire está contaminado ¿Cómo explicar que algunas personas –muy pocas en realidad- no se infectan pese a respirar el mismo aire? ¿Es que acaso el foco de propagación era otro? ¿Por qué el índice de mortandad es distinto entre los judíos? ¿Es que acaso los responsables de la muerte del Redentor del mundo, por envidia, habrían realizado algún envenenamiento de las fuentes de agua? El rumor corría en las calles y solo era necesaria la ignorancia y el miedo para que la idea se acicale en las conciencias de las gentes. La peste afectaba menos a la población judía, pero también era cierto que sus costumbres sanitarias y dietéticas eran distintas; además, de desiguales sus prácticas mortuorias. Las autoridades civiles para evitar desencuentros entre grupos sociales, ordenaron el cierre de la judería imponiéndoles no sólo aislamiento social, sino también multas dinerarias por el solo hecho de compartir el espacio de la ciudad de Estrasburgo. La sanción civil no fue suficiente. El pueblo llano –o lo que quedaba de él- exacerbado pedía una venganza pública que aplacara la ira de Dios, por lo que obligaron al responsable de la ciudad a ceder la autoridad en favor del director del gremio de carniceros, el tal Hermann, que retó a los judíos a discutir su inocencia. 

En medio de una multitud, en cuyos ojos solo se leía la sed de venganza, cualquier disputa estaba marcada por la derrota y, aun cuando se pudiera mostrar que los judíos también eran víctimas de la peste negra, el solo hecho de ser los autores de la muerte de Cristo fue el mejor fundamento para meter fuego a toda la judería sin importar ni el sexo, ni la edad de los ajusticiados. Tampoco importaba la justicia.

Ante las lágrimas de la niña, casi en el desánimo, el judío, también llorando, le dijo: "Dios también sufre con nosotros, ahora somos su carne doliente". Dicen que ese día, murieron bajo el fuego algunos centenares de judíos...

sábado, 21 de marzo de 2020

Limpieza

Era el hijo de una esclava, pero su educación la alcanzó de boca de los sacerdotes,  filósofos, matemáticos, famacéuticos, herbolarios y médicos que se congregaban en la corte del faraón. De estos últimos alcanzó el conocimiento del funcionamiento del cuerpo humano, etiología de algunas enfermedades, aplicación de plastas curativas según la tipología de las llagas, brebajes para las afecciones a que se sujetaban los esclavos, en particular enfermedades de la piel por exposición a la humedad, infecciones respiratorias; empero también aprendió los procedimientos naturales de la descomposición, las formas de como retardar la putrefacción de los cuerpos y hasta conseguir la preservación de los cadáveres. El natrún o neter era la “sal divina” que permitía y facilitaba la desecación de los cuerpos inertes. Sin embargo, no se reducía solo a eso: la apertura de los cadáveres le permitía conocer la flora y fauna corporal y, entender de mejor manera los mecanismos y procedimientos de la naturaleza. 

Aquel muchacho, sin embargo perteneció a dos mundos distintos. Su nodriza, hebrea ella, le enseño las formas de la ética y la religión de los suyos, por eso es que las nociones de la bondad y la maldad, de la sacralidad e impureza tenia ribetes distintos a los propiamente egipcios. La vida era un regalo de Dios y, la muerte el modo como se le devuelve a Yavéh ese hálito que nos ha prestado. “Somos polvo y al polvo volveremos” era una forma metafórica de volver al lugar de donde veníamos. El cuerpo, aun siendo materia, era sagrado; inviolable por tanto, y se sujetaba a los procedimientos de la naturaleza. El espíritu, volvía a Dios. No era posible la intromisión de procesos químicos que aseguren la preservación, sino que en el mejor de los casos lo mejor permitido eran las lavativas gástricas y el lavado corporal exterior con el único objeto de que la conversión al polvo, sea conforme a los designios de Dios. Desde esas ideas, si la vida es sagrada, entonces un cuerpo sin vida, no es más que su opuesto: es un objeto impuro y, como tal, causa de impureza. El modo de superar esta degeneración, solo podía efectuarse de modo ritual: siete lavados corporales y el recubrimiento con siete prendas, en análoga relación a los días de la creación. La sacralidad de las cosas exigía pulcritud y limpieza. Entre otras cosas, los hebreos usaban el oxido de calcio, la cal viva, para la desinfección  de sus habitaciones de aseo y espacios colectivos de defecación.

Entre prácticas ético-religiosas y procedimientos médico-sépticos, conoció allí los estragos de una bacteria que ahora denominamos estafilococo áureo, productora de un sinfín de enfermedades que comprende las infecciones cutáneas y de las mucosas que, materialmente suponen la ruptura de la epidermis, con la aparición de furúnculos, abscesos, celulitis pero también otras de mayor riesgo las neumonías, la lepra y la meningitis. La experiencia de las plagas que se narran en el Exodo, iniciada con una sobreexposición de algas rojas que motivaron la sobre población de anfibios, y al vez la irregular población de insectos, piojos, pulgas, langostas, etc., derivados, probablemente, del crecimiento desmesurado de las lluvias y del caudal del rio Nilo, le posibilitaron presagiar, por el aumento de las temperaturas, la descomposición de los alimentos que motivaron la muerte de personas. Esas proyecciones obligaron -como receta- al confinamiento y separación de los hebreos en sus propias casas, con obligación de no salir de ellas. Así, se vieron obligados a comer de lo poco que podía tener en sus graneros familiares. Esa separación evitó las muertes por la aparición de erupciones cutáneas, sean éstas producto de la bubónica o de la viruela. 

Las creencias religiosas hebreas invitaban a atender la sacralidad del ser humano, por lo que se obligaban a estrictos protocolos de limpieza.  Esta era el punto de partida para asegurar la salud corporal de todos, pero también requería pureza espiritual, pues la enfermedad, en su vivencia religiosa, era la expresión de castigo divino. El libro del Exodo 15, 26 anuncia "si obedeces la palabra de Yahve no te impondré enfermedades como se las he impuesto a los egipcios, soy el Señor, tu médico". La historia posterior, expone que la tribu de Levi, no solo guardaba a los sacerdotes del templo, sino que además, fueron buenos estudiantes de medicina en los tiempos del destierro en Babilonia. Fue la larga tradición de limpieza y ritualismo religioso la que les permitió descubrir que, el apartamiento de las personas enfermas evitaba el contagio, por eso es que en Levítico 13 se expone un riguroso protocolo respecto del tratamiento que corresponde a las personas que presentan erupciones cutáneas. Según la descripción de las mismas, el tratamiento podía suponer el aislamiento temporal (en intervalos de 7 días), pero también recogía la posibilidad de la separación definitiva del grupo con la imposición de formas de vestido que permitan su identificación en la lejanía: ropas raídas y cabeza descubierta. La intención no sólo era evidenciar el pecado que supone su condición, sino por encima de ello, resaltar la necesidad de no juntarse para evitar contagio de la enfermedad. Los judíos sabían desde antiguo las bondades de las cuarentenas. Los días de desierto no sòlo eran espacios de reflexión espiritual, eran tiempos de ayuno y de magras comidas que permitían la limpieza y la salud del cuerpo. Las reglas respecto de los enfermos eran muy duras: suponían la separación familiar, en casos graves, exclusión social, pero también la pérdida de sus bienes, en particular aquellos que pudieran ser elementos de contagio: las prendas y objetos personales, por ejemplo, eran expuestos al fuego hasta las cenizas. 

El lavado de manos era fundamental. Se reconocía situaciones específicas: al despertarse –no se sabía con certeza que podría tocarse uno mismo en medio del sueño-, después de tocar sus propios órganos sexuales –o ajenos-, luego de coger la suela del zapato, después de tocar líquidos corporales, antes de comer, luego de coger cosas que pudieran estar sucias y antes de dormir. Era una regla de higiene fundamental para evitar contagios de esas enfermedades que producían la impureza. El asunto se revestía de religiosidad pero detrás de ella escondía un asunto de salubridad pública. Maimónides,  en 1199, comprendió mejor el mandamiento, en su condición de judío y médico, reconoció el valor del lavado y la limpieza de las manos para mantener una buena salud. Decía: “Nunca olvide lavar sus manos después de tocar a una persona enferma”. 

Así, cuando en Mc. 7, Jesús discute por el lavado de manos de sus discípulos, no solo se discute si es el cumplimiento de un protocolo religioso o si responde a una necesidad de salud pública. Si a estos días esa discusión ocurriera, el Carpintero de Galilea es posible no estaría dispuesto a afirmar con la misma contundencia lo que enunció en aquella vez: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre”. El esclavo, hijo putativo del faraon, mitico autor de las leyes leviticas, de haber estado presente en aquella discusión de fariseos, habría sonreído con amargura.  Si la discusión fuera hoy, el coronavirus obligaría a específicas exigencias.

Mientras tanto, como los judíos que nos legaron la fe, mantengámonos firmes en nuestro aislamiento familiar.

viernes, 20 de marzo de 2020

Tareas

Recibí otra llamada. Era una que no podía desestimar… No sé. Algo me hizo saber que debía atenderla. No tenía espacio para el reparo ni el reproche. Me obligaba a salir, aun cuando solo esa era la única razón. ¿Qué falta? ¿Hay algo que sea necesario?, pregunté. “No. Todo está completo… pero si puedes, compra fruta”, fue la respuesta. Las restricciones a la movilidad me obligaron a caminar. Tampoco es que se me hiciera pesado. Al fin de cuentas, ya extraño las tardes de street runner, de corredor callejero, de mirar las calles de reojo para evitar los vehículos o algún viadante distraído. El sol estaba en lo más alto, pero no había mucho que hacer.

Las primeras calles estaban solitarias. Algunos vecinos conversaban desde sus puertas mientras regaban sus respectivos jardines. Un joven portaba al hombro una bolsa de plástico en la que se distinguía frutas, tarros de leche, algunos fideos envasados, y otros productos. Le seguía una mujer que llevaba entre sus brazos a una niña de dos años. ¿Qué hace esta mujer con su niña cruzando el puente rojo cuando hay restricciones peatonales? El hombre la apuraba. Eran una familia. El militar del otro lado del puente, solo atinó a reprochar con liviandad: “No exponga a su hija, señora. Estamos en peligro todos y, ella más!!!”, pero siguió en lo suyo y, la mujer hizo como que no escuchó.

El puente rojo era atravesado por varios carros, algunas mototaxis y por muchos más viandantes. Una mujer –malcriadamente- le decía al policía que le pedía identificación y salvo conducto que, ella era una mujer libre y que tenía que comprar el queso para su malarrabia. Seguí mi paso por la soleada vereda que paralela al rio corre en la Av. Irazola. Un militar pidió mi identificación. Le mostré el correo que justifica mi salida. Me miró y, me dijo “Pase. Cumpla con lo que debe y regrese. No debe estar fuera de casa”. La calle Lima respiraba la paz de los cementerios, mientras que el sol pretendía colarse por en medio de la generosa sombra de los árboles que acompañan a las jardineras del antiguo “Parque de La Tina”, que hoy ofrece su dedicatoria a los pinceles de Ignacio Merino. Un mayor, quizá de 70 años, renegaba porque un militar lo obligaba a salir de su asiento y, regresar a su casa. La calle Tacna lucía “sólida”, como decimos, en errónea sinonimia de solitaria. Todos sus comercios cerrados, mientras que en la Arequipa, algunos cambistas ofrecían su producto de moneda extranjera desde sus puertas. Apenas pude alcanzar el Wester Unión. El muchacho que me atendió, probablemente, porque su intención era cerrar de anticipado, me atendió de mala gana, mientras que, luego de aceptar mi transacción mandó a otro a bajar la puerta enrollable. El ruido que produjo, rompió el silencio de la calle. Otro hombre le anunciaba a un viandante dólares a tan solo 3.55 soles… “habla, quiero irme”. El viandante ni se inmuto.

Desde la intersección de Arequipa con Grau podía verse con facilidad los laterales de la Catedral de Piura, pero era mayor la visibilidad hacia el otro lado. Las bases del pedestal de la efigie de Grau podían distinguirse en la lejanía, pocas gentes la transitaba, aunque sí varios carros particulares. Un buen grupo de gentes hacía cola de espera para ingresar a la agencia bancaria que hace esquina con la Tacna. Muchas de estas soportaban estoicamente el implacable sol e intentando salvar las distancias exigidas para el contagio del Covid 19. Cómo se hacen extrañar los viejos “matacojudos” que hasta hace poco más de un lustro acompañaban a la Av. Grau entre la vereda y la calzada a cada uno de sus lados. El esplendor de la Catedral, sin embargo, no tenía comparación, podría contemplarse en su plenitud. En la esquina, allí donde funciona una farmacia y hace algunos años había una librería, varios policías impedían el paso a los transeúntes: “Está restringido el paso para los civiles… ¿Quiere ir al banco… dese la vuelve por donde le parezca más corto”, anunció de modo cortante un de los custodios. Nadie se atrevió a contradecirlo, salvo un motorizado que le rezondró la madre “por huevón”.

Alcanzada la calle Lima, la vieja y pituca calle de Los Chapetones, el panorama seguía siendo el mismo. La soledad solo se adornaba de la abrumadora luminosidad del sol del mediodía. El viejo puente de maderas, ahora inexistente, habría extrañado ese abandono para evitar el crujir de los maderos con el que estaba hecho bajo los pies de los piuranos y castellanos de sus días. El puente de fierro que lo reemplaza, ahora pintado de amarillo, era todo él, multiplicando en su superficie el calor del sol. Podía verse las reverberancias del calor al filo de su piel. Un par de vagabundos –por su modo de hablar, venezolanos- lo cruzaban sin mucha esperanza. “No hay nada”, dijo uno. “Nada”, le replicó el otro, “pero sigamos… más allá habrá gentes”. Las calles de la cuadrícula de Castilla también estaban desiertas, aunque en la Av. Ramón Castilla había muchos transeúntes. La mayoría jalando carritos de compras, y otros que haraganeaban en medio del sol. Un vehículo conducido por una mujer –a la que acompañaba otra- intentó dar la vuelta en U, y se ganó la amonestación del policía de tránsito.

El mercado de Castilla, visto desde la Av. Tacna, se veía como un día cualquiera… bueno como un día de aquellos que no fueran fin de semana… Como un martes. Los cargadores estaban allí, llevando y trayendo mercaderías, los motaxistas ofrecían su servicio, las amas de casa entraban y salían como sí nada…. En realidad, llevaban sus barbijos como mejor antiviral, y se saludaban de manos con las vecinas que coincidían en el mismo lugar. “Caserita, véndame un choclo… voy a hacer un pepián. Al Juan que se le ocurre malarrabia con pepián… donde se ha visto eso… Ese choclito está que me mira”. La vendedora le sonrió, mientras que en medio del bullicio un sereno anuncio: “Cerramos el mercado en media hora”. Mi demora fue en ingresar que en pedir la fruta solicitada. Los precios estaban algo crecidos, pero la casera anunció: “La venta está para más… pero no hay clientela y las deudas con la Caja no esperan”. Sin más, pagué el pedido y me retiré portando una bolsa de tela llena de manzanas, algunas granadillas, un par de melones medianos y una sandía.

En las afueras, el sol me esperaba con paciencia, pero ya no estaba dispuesto a caminar. Una mototaxi –la más decente que se apareció- me evitó las inclemencias del astro rey. El miedo al Covid 19 y el hambre se conjugaban para una nueva llamada. Es viernes de malarrabia y había cumplido mi tarea.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Av. Chirichigno

La Av. Chirichigno de Piura, guarda ahora algunas edificaciones importantes. En alguna calle que converge funcionó la oficina regional de la Defensoria del Pueblo en sus primeros tiempos. En la actualidad se distingue una o dos instituciones educativas, centros particulares de salud, el cuartel militar Isaac Rodriguez, conocido como El Chipe, las oficinas administrativas de la Corte Superior de Justicia de Piura, entre otros.
En otros tiempos, en el siglo xviii, se erigían por ese espacio, antes que calles, predios destinados a la agricultura, ganadería y al posicionamiento de varias industrias dedicadas a la fabricación del jabón. Luego de superada esa centuria, el algodón era el vegetal más preciado que se cosechaba en los sembríos de la zona ribereña del Río Piura. Así que probablemente los libertos que se sentaban en el ahora conocido barrio La malgacheria se dedicaban al cuidado de esos cultivos y otros como la curtiduria doméstica, la confección de velas y el servicio de llevar el agua a las casas piuranas. 
La citada avenida lleva el nombre "Fortunato Chirichigno", en atención a la obra del primer obispo de Piura, que preocupado por la formación de sus colaboradores tuvo como inquietud primera la instrucción de sus aspirantes al sacerdocio. Así, la devoción de la esposa de Dn Ramon Romero procuró que éste donara en favor de la iglesia piurana una extensión de 15600 m2 para la construcción del seminario.
El obispo prontamente dirigió su actividad a la consecución material de un edificio que asegure habitaciones suficientes para el alojamiento de los formadores y aspirantes, aulas cómodas y una capilla. Con los planos confeccionados por el Arq. Bellina, en 1945 el maestro de obras Juan Murillo empieza el levantamiento del clásico edificio seminaristico, logrado en dos plantas, cuya fachada muestra sus enormes ventanales.
Superados los tres años de labores, Fortunato Chirichigno, luego de una inversión de más de trescientos mil soles de oro, inaugura la obra dándole cabida a 12 niños seminaristas que se albergaron en ese espacio al que se le denominó Seminario Diocesano, ofrecido al Buen Pastor, dado que su inauguración se realizó el 11 de abril de 1948.
La obra no estaba concluida, así que aún cuando la educación secundaria y de latinidad se le había encomendado a sacerdotes salesianos, el obispo se dedicó a conseguir los fondos para culminar la obra. Y de hecho ésta continuo hasta la fecha misma de su muerte ocurrida en 02 de junio de 1953. Se reanuda en 1957 bajo el imperio del obispo Federico Perez Silva y se consiguió la definición de parte de sus linderos con materiales nobles. La Iglesia que ahora podemos reconocer adosada al edificio principal se empieza a construir con los planos y dirección de los ing. José Bonilla y Amador Amico en octubre de ese año de 1957.
Al año siguiente, los restos del primer obispo de Piura fueron depositados en la nave de dicha iglesia, donde hasta ahora se conservan. 
Desde nuestras averiguaciones el seminario que en la actualidad lleva el nombre "San Juan María Vianney" era la primera parte de un ambicioso proyecto en el que se pretendía tener -conforme a la reglas eclesiásticas de esos días- dos seminarios: el que ahora hemos relatado brevemente sus historia inicial y, otro que bajo el nombre de seminario mayor se destinaría a la formación filosófica y teológica de los jóvenes seminaristas.
La historia, sin embargo, quiso escribirse de una manera distinta. Por ahora, la idea era exponer las razones de porque la Av. Arequipa en algún lugar de su extensión perdió su nombre para adquirir el nombre de una persona de la que pocos saben algo de su biografía.

Miedo

Recibí una llamada ese día. Conversamos y acordamos algunas cuestiones mínimas. Unas horas después, cuando todos estábamos a la luz del televisor, anuncié -casi como cosa sin importancia- "mañana debo ir a trabajar". Esos ojos saltones de tuyos me miraron con cierto reproche: "seguro, que tú te has ofrecido". El miedo al contagio o quizá la necesidad de no pelear a poco más de 24 horas de la cuarentena, me obligó a decir, socarronamente: "si claro... acabo de llamar y lo has visto".
En mis días de infantitud, padecía de asma. Mi madre se encargó de ser fiel enfermera mía. No le importaba cortar mi partidito de julbó para acercarme alguna cucharada de vitaminas o antibióticos u obligarme a tomar algún mejunje herbolario en el que podría distinguirse el olor del ajo, la miel o la verdolaguilla... el sabor de los aceites del bacalao era causa de espasmódicas arcadas. El ácido de la cáscara de limón si te la introducias en forma de gotas nasales acompañadas de no sé que otros ingredientes, te hacía ver a Judas calato... esos padecimientos de niñez y adolescencia, creo, me posibilitaron la inmunidad respiratoria cuando algún tiempo después estaba en la disponibilidad de beber cerveza helada aún cuando en mi pecho ronrronerara un gato... lo cierto es que en más de una ocasión, esas malas noches venian seguidas del corte de mis afecciones gripales.
Ante el sarcasmo, mi hija se sonrió y solo atinó a decir: mi papá nunca se enferma. Y, en réplica, atine a pensar: "igual tengo miedo". No parece que el Covid 19 sea un asunto baladi. Cierto también es que, pocas veces acudo a un médico -en los últimos tiempos, para los preventivos de cada año- y suelo asumir que mis afecciones respiratorias así como llegan, se van y que es suficiente beber mucha agua, frotarse algún ungüento amentolado o tomar baños calientes para liberarme de esas preocupaciones. No me ocurre con frecuencia pero en alguna oportunidad la fiebre le ha hecho estragos a mi realidad. Recuerdo con vaguedad aquellas veces en las que en mi estado febril me parecía ver a la muerte que quieta me esperaba al costado de mi cama y yo, de purito miedo, atinaba a moverme dando vueltas en la cama, con el afán de hacerle saber que estaba vivo.... o aquella otra en la que prefiera no apagar la luz de mi enladrillada habitación con el firme propósito de no permitir su sombra, pero ante la convicción de su presencia, solo se me ocurría no dejar de contar del uno al diez... mi voz, creía, sería suficiente para convencerla de que su presencia junto a mi cama era inútil.
Tengo miedo de ti. De tu debilitado estado inmunológico, de la helicobacter pilori que hace mella en tus paredes gastricas, de las dificultad de tu anatomía hepática para procesar los alimentos y hacer frente a las complejas composiciones químicas de los medicamentos. La conciencia de la necesidad de mayor cuidado es la explicación a tu reproche, pero también justifica mi miedo. Solo el cuidado y la seguridad de la limpieza al salir o entrar de casa nos posibilitan la garantía de que no pasará nada... que en algunos días volveremos a pelearnos como siempre, a mantener juntos el timón de la barca común.
Debo ir a trabajar. Hay cosas -como la libertad de las personas- que también son importantes en medio de una crisis sanitaria.
Todavía tengo miedo...

martes, 3 de marzo de 2020

Anamnesis

El hombre le movía el hombro, le daba cachetaditas en la cara, “Juan, despierta… Oye cojudo… la policía está afuera, despierta carajo”. Estaba asustado y, asustado también se despertó Juan… Intentó estirarse sobre la cama, pero el hombre, le miró con rabia: “Que mierda has hecho anoche, la policía te busca… hay diez tombos en una camioneta”. Se levantó como un resorte y efectivamente reconoció –desde una pestaña de su cortina- dos vehículos policiales y algo más de diez policías. “Mierda, mierda, mierda” decía, mientras se calzaba en sus zapatillas azules y se enfundaba en su pantalón pitillo.

Un policía le mostró una foto de mujer y le preguntó: “¿La conoces?” Asintió con la cabeza. “Tienes que acompañarnos a la comisaría. Será mejor que tu papá llame a un buen abogado. Ahora mismo quedas detenido Juan Goycochea Trindade. Cualquier pregunta te será respondida en la comisaría por la fiscal del caso… Tienes derecho a guardar silencio…” y continuó con las jaculatorias jurídicas que se acompañan en este tipo de ritos policiales. Fue sacado casi a rastras, e introducido en la tolva de la camioneta. El miedo ya había hecho mella en su pecho y le afloraba por la boca en forma de una cínica sonrisa. El hombre que se quedó en casa, probablemente, en esos escasos minutos le añadió canas a su cabellera como si se tratara de diez calendarios transcurridos. Un “muchacho de mierda” se perdió en el espacio como un gemido lastimero.

La “fiscal del caso” lo recibió con la frialdad que los años de experiencia le recomendaban: “Sr. Goyochea, ya sabe de que lo acusan, verdad?” El detenido asintió con la cabeza y, preguntó en forma de aseveración: “¿Tengo derecho a un abogado verdad? Le pido que me permita hablar con mi abogado Enrique Reategui, que viene en camino”. De mala gana la mujer respondió ofreciéndole diez minutos: “Si no llega, empezamos con el abogado público”. Lo había visto en la serie abogadil “The Practice” y ahora le serviría si es que lo conjugaban con sus técnicas interpretativas aprehendidas en los talleres de clouwn en los que había participado desde el tercer ciclo de la universidad. Se decía para sí: “No he hecho nada, no debo mostrar miedo, no he hecho nada…” Ahora intentaba mostrarse cínico con todo el dolo que su voluntad le permitía. El miedo, sin embargo, le ponía reparos. Y mientras esperaban la llegada de defensor privado, en el Instituto de Medicina Legal le tomaron las muestras de sangre para identificar sustancias alucinógenas, para luego trasladarlo nuevamente a la sala de interrogatorios.

Luego de su identificación –verificada en el sistema- dijo ser estudiante universitario. Por esos días veraniegos, de vacaciones y, por ello dedicado a labores de taxista en un auto de propiedad de su papá: “el señor que les abrió la puerta a los policías”. Mientras la abogada del Ministerio Público intentaba –ahora- congraciarse con el declarante con el afán de ofrecerle la confianza suficiente para que se incriminara, el abogado vislumbró sus intenciones y retrucó a esas sonrisitas malévolas: “Dra. Sería bueno que le haga preguntas a mi defendido tendentes a confirmar o retrucar la versión de la agraviada, pues ya sabemos que no ha negado que se conocían y menos aún que la relación sexual se hubiera realizado…” Era ahora un asunto de estrategias profesionales, que sin exponerse con claridad se encubrían en el yeso de las formas. Así, para hacerle perder la ilación, la fiscal –sin hacer caso a la perorata- preguntó directamente: “¿Consume drogas y, me refiero a las licitas como el tabaco o el alcohol y, a las ilícitas como la marihuana o el éxtasis? La respuesta fue simple: “Si. Cerveza y, algunas veces marihuana, con los patas de U. La cerveza cada vez que hay plata y razones y, el humo solo tres o cuatro veces al año… en particular cuando necesito estar relajado”. Y sin que le preguntaran continuó diciendo que la noche anterior solo bebió una “Cuzqueña de lata” y a insistencia de Katherine Santiago. En sus palabras: “Se trató de una complacencia, con el afán de agradarle”.

Una mujer policía, se acercó a la fiscal y le anunció que había una abogada del Ministerio de la Mujer que se apersonaba para ofrecer asesoría a la agraviada y pedía permiso para ingresar. El abogado solo levantó los hombros en forma de aceptación y, la mujer quedó apersonada en la investigación. De hecho, la Srta. Santiago –desde otro ambiente- también ofrecía su conformidad. Luego de las preguntas de detalles y demases, el acusado terminó diciendo que esa noche salió para prestar el servicio de taxi y, que efectivamente fue requerido por la aplicación de Uber. Las tres personas le tomaron el taxi: la pareja se tomó el asiento de atrás mientras que Katherine le pidió permiso para sentarse adelante, luego de la primera parada en una de las calles de bullicio nocturno. Indicó que le fue tomado el servicio a eso de las 11.40 pero que en todo caso, estaba registrado en su cuenta, en la que se anotaba la hora, el recorrido y el dinero cobrado. Bajaron cerca a una cevichería y, le pidieron esperara algunos minutos, entregándole un billete de 20 soles para asegurar la espera. Desde el lugar donde esperaba dice que vio que se sentaron en una mesa, pidieron una cerveza y, luego de algunos minutos, la otra chica –de la que desconoce su nombre, salvo el apelativo de “Nona”- se le acercó para invitarlo a la mesa y, pedirle que desactivara su servicio porque le pagarían la noche si los acompañaba. El muchacho también se acercó y le pidió recomendaciones de sitios donde bailar. Finalmente, se acercó Katherine, que dijo ya haber pagado y que, los llevara a la mejor discoteca. Les recomendó “La noche maldita”, pero le dijeron, casi a coro, que no les gustó el ambiente, así que se dirigieron a “Zumba”.

Sostuvo conocer a los vigilantes, porque sea como cliente o como taxista suele llegar a las inmediaciones, así que le permitieron ingresar sin pagar a él y Katherine, mientras que los otros solo pagaron la mitad. No recuerda ya las horas, afirma que él no pagó nada de bebidas, pero sostiene que en la mesa, además del agua que pidió para él, hubo hasta tres rondas de Cuzqueñas en lata. Empezada la segunda ronda, es que tomó la cerveza que reconoce haber bebido. Afirma haber bailado y hasta haberse toqueteado con Katherine, presumiendo que pudo existir algún exceso de su parte, confundiéndolo con el tumulto de gentes que se agolpaban en la pista… Lo único que podía decir de ella con certeza es que era profesora de francés en la Capital y que tenía pensado irse a Europa para estudiar becada en una universidad inglesa, algo relacionado con las ciencias políticas.

Finalmente, reconoció que se fueron a insistencia de la “Nona” y la complacencia de su enamorado cuando en la discoteca anunciaron que cerrarían, pero en realidad, a él le hubiera quedado quedarse un poco más, pues era agradable la compañía de Katherine. Afirma, que al salir les preguntó donde debía llevarlos, pero que los dos enamorados decidieron irse en otro taxi, mientras que Katherine le invitaba a irse a otro sitio donde pudieran estar solos. Esa petición le produjo una concupiscente sonrisa, y decidió irse a ese hospedaje donde se despertó: ella pagó la cuenta del hotel y hasta los preservativos. No le pareció que estuviera borracha como para presumir que no pudiera darse cuenta de lo que decía, así que, finalmente tuvieron las relaciones sexuales con su consentimiento. “Y si no me creen, pueden pedir los videos de vigilancia del hotel o, mejor aún, les puedo alcanzar los audios de seguridad de mi vehículo. Éste tiene un espejo electrónico que graba lo que aparece por delante y, las conversaciones que ocurren entre el conductor y el pasajero”.

Las preguntas incisivas de la defensora de victimas no lograron una cosa distinta. A las 8.00 de la noche de ese mismo día, Juan Goycochea abandonó la comisaría. Unas cámaras periodísticas aseguraban la sonrisa cínica de liberado. Prontamente será la portada de la noticia principal del día siguiente: “Fiscal libera a presunto violador”.

lunes, 2 de marzo de 2020

Reminicencias

Se despertó asustada. Abrió los ojos al toqueteo de la puerta mientras una voz de adolescente se dejaba escuchar: “Señorita… se le acabó su tiempo”. El clarear del día le señalaba el color azul de las paredes y una vetusta lámpara pequeña que se acomodaba en la achacosa mesita de noche que se adosaba al costado de la cama. Como un resorte, se puso de pie, intentando reconocer la voz de al otro lado de la puerta que insistente, volvía a decir: “Señorita, ya se acabó su tiempo. Debemos limpiar la habitación”. Al ponerse de pie, tomo conciencia de su desnudez y se preocupó, mientras sus confundidos pensamientos, le llevaban a preguntarse por su llegada a ese lugar, por la persona que le interpelaba con su voz, su desnudez misma, cuando –en su vida de todos los días- tenía por costumbre dormir siempre –cuando menos- con ropa interior… En fin, recogió su blusa y el jean que desparramados se acomodaban en el suelo, los tiró sobre la cama, mientras que con la otra mano cogía la toalla y se envolvía en ella. Se dirigió al baño y el miedo le inundó. Con sus manos se acomodaba sus rasgos faciales, mientras se preguntaba: ¿Qué hago aquí? ¿Quién me ha hecho estos chupetones?”.

Se apoyó sobre el lavabo con el ánimo de reconstruir su historia reciente. Recordó que la noche anterior había estado en “Zumba” -una concurrida discoteca local- no recordaba con quien… corrió a su pantalón y buscó su celular. El último contacto con el que conversó era “Carlos”, pero no había más. Miró su perfil y advirtió el buen porte del muchacho y su risueño rostro. No lo conocía, no sabía cómo es que había ingresado su número a su lista de contactos y, menos aún porque le había escrito en el guasap: “Me tuve que ir. Cuídate”. La hora de buzón anotaba las 04.21 horas de ese mismo e incipiente dia. El miedo se hizo más grave. Volvió a mirarse en el espejo y, el reflejo de los chupetones en el cuello y, otro muy cerca de su pezón, le provocaron asco. Tocó su humedad vaginal y al acercar su mano a la cara pudo percibir que aún había olor a semen. Su instinto le llevó a la ducha para sacarse cualquier resto que hubiera en ella de ese desconocido “Carlos”, del que ahora intuía era el autor de esas huellas encontradas en sí misma. Se sentida burlada, violentada, asquerosa, culpable…

La voz del hospedero, se volvió a escuchar: “Si Ud. no abre, utilizaremos las llaves de reserva. Solo tiene cinco minutos más…” El miedo se intensificaba e hizo que las lágrimas se desbordaran por fuera de sus párpados inferiores…. Quería gritar, pero se contuvo. Se puso su ropa, y salió apurada, y mientras el muchacho de la voz revisaba el funcionamiento de la tele y de los mandos de control remoto, ella llamaba a uno de sus contactos… Salió apresurada. Anotó en su memoria el nombre del local y el de la calle misma. La llamada se hizo efectiva y atropelladamente pudo decir: “Victor… por favor ayúdame”. No pudo ocultar su angustia… y continuó: “Estoy en Los Cipreses, cuadra 7… cerca de un colegio… ¡Por favor, recógeme! ¡Me han pepeado!”. Dio algunos detalles más y seis minutos más tarde, una camioneta de Las Aguilas Negras se le acercó. El policía le preguntó: “Eres Katherine Santiago, la prima del teniente Elespuru, Victor? Sube, te espera en la comisaría. No te preocupes, te vamos a ayudar…” El interior de esa camioneta le parecía lo más seguro que tenía. Unos minutos más tarde, conversaba reservadamente con su primo, en un ambiente de la entidad policial.

Una mujer policía se acomodó tras una pantalla. Puso sus manos sobre el escritorio y, le habló pausadamente: “No te preocupes. Con el número telefónico, en unos minutos sabremos la identidad de ese forajido… concéntrate en recordar que ha ocurrido”. La muchacha gemía e intentaba contar una historia coherente. Había venido de paseo por estas tierras en su descanso vacacional conjuntamente con un par de amigos. En realidad, con su mejor amiga y el enamorado de ésta. Recordaba que había estado en la tarde anterior -casi cuando el sol se torna rojizo en los previos a la noche- comiendo unas parrilladas en uno de los mejores restaurantes de carnes de la localidad y, también se habían bebido, cada quien, dos tragos de algarrobina sours, que les recomendó el anfitrión y, animados por los alcoholes, decidieron hacer vida nocturna por las tres o cuatro discotecas que el facebook les ofrecía como las más concurridas y fashion. De hecho, primero tasaron el ambiente en la “Noche maldita”, pero les pareció monse el nombre y también la música que se colaba por los ventanales… Llamaron a través de Uber a un taxi y, con la recomendación de éste, se dirigieron hacia “Zumba y Color”. Recordaba haber ingresado al local y, le parecía que, el taxista también ingresó… unos flashback, esos destellos de vivencias que su estado emocional le permitía, le hacían parecer que el tal “Carlos” podría ser el taxista, pero… no podía decirlo con certeza. “¿Puedo preguntarle a mi amiga o a su enamorado que está afuera?” inquirió dubitativa. La mujer que tomaba la información le regaló una sonrisa y le explicó que luego se tomaría la declaración de sus amigos, que no había motivo de preocupación. Con esa confianza, finalmente, aseguró que Carlos era el taxista, que les ofreció ingresar al local y que les acompañó en su mesa, durante el todo el tiempo que estuvieron allí. No pudo detallar, cuánto tiempo ni el modo como es que abandonó la disco.

Una mujer, ingresó a la habitación, se identificó como “la fiscal del caso”. Leyó lo que hasta ese momento se había redactado y, le anunció que haría todo lo posible por encontrar al “culpable”. Anunció, finalmente, que no recordaba cómo es que había llegado al hotel donde se había despertado. Dijo haber bebido las dos “algarrobinas” en el restaurante y, quizá un par de latas de cerveza “Cuzqueña” que compraron aprovechando la promoción ofrecida en la discoteca. Luego de firmar, fue conducida por unos pasillos hacia los ambientes del Instituto de Medicina Legal. Una enfermera le tomó muestras de sangre, para determinar qué tipo de estupefacientes le habían suministrado y, luego la condujo hacia otra pequeña sala y, le explicó que el protocolo médico exigía tomarle muestras vaginales, pero dado que en su caso ella ya se había duchado, le correspondía a ella misma decidir si se sometía o no a esa exigencia. Su sola imaginación de cómo es que pudo haber sido violentada, le produjo angustia y arcadas. La fiscal, con el ánimo de tranquilizarla, le preguntó: “¿Es cierto que te has duchado?” Ella afirmó con la cabeza y, eso fue suficiente para que, la directora de la investigación dispusiera la no realización de ese acto médico. “Esa ducha ha borrado cualquier huella orgánica. No hay necesidad de la toma de muestras vaginales”. Más tranquila, decidió acomodar su ropa y, verificar el hisopo que la había colocado en la pinchadura para la toma de sangre. Miró y volvió asegurar el esparadrapo. En ese momento, su primo, el teniente Eléspuru se acercó a la fiscal y, con voz triunfante le anunció: “Hemos identificado al titular del número que dejó el mensaje. Es una tal «Juan Goycochea Trindade». Un par de colegas lo han ido a sacar de su casa. Parece que dormía la mona, pero ya lo están trayendo… Mínimo, prisión preventiva de 9 meses doctorcita… Minimo”. La mujer, sin decir nada, dibujó una sonrisa forzada.

La angustia volvió a desbordar a la denunciante…. “Quiero ver a mi amiga, por favor…” El solo hecho de pensar que tendría que ver a su agresor la ponía mal. Y su primo había sido tajante: “Lo están trayendo para acá”. Era una circunstancia de pánico… El hecho de espejarse en el vidrio de la ventana de salón y, ver la demacración de su rostro, la idea de ver la cara de quien la había marcado con su boca o de haberla penetrado, no hacían más que revitalizar su miedo. Su angustia era tan grave que no sabía cómo reaccionar. Palidecia en su ansiosa sudoración mientras que s
u corazón latía a mil.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...