La Iglesia ha puesto en el tapete el quehacer
con los muertos. En la instrucción “Ad resurgendum cum Christo”,
recientemente publicada, expone que la cremación, en sí misma no atenta contra
ninguna verdad revelada, empero recomienda que sería mejor atender a la “la
piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos” conforme al CIC 1176..
No dice cuál es el fundamento de la preferencia, pero reconoce que no se
les debe negar los sacramentos ni el
funeral a quien decida por la cremación, salvo que tal decisión pretenda ser
expresión de la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la
religión católica y la Iglesia». Creo que, en puridad, deberá negársele también
a quien negando la doctrina católica decidan inhumarse conforme a las formas
tradicionales.
Si revisamos la historia verificaremos que la
cremación ha sido siempre un asunto de economía. En la Iliada se nos da cuenta
de los motivos por los que se introdujo en el mundo griego dicha práctica. Se
disponía la cremación de los caídos en batalla con la finalidad de que sus
cenizas puedan ser trasladadas hacia el territorio de origen y ofrecer una
sepultura adecuada por parte de sus familiares. Desde ese hecho hasta la
sinonimia con el heroísmo hay muy poco trecho. Prontamente, la cremación se
convirtió en expresión de la heroicidad del caído, de su valía frente a sus
compañeros de armas y de su valor en el campo de batalla. Empero, no era
suficiente, pues detrás de práctica hay una ideología religiosa. Según Erwin Rohde,
el alma se separaba completamente del cuerpo con la cremación y ya no volvía
más entre los vivos, ni siquiera en sueños. Así pues, Patroclo se aparece en
sueños a Aquiles para pedirle que apresure los funerales, pues todavía no ha
sido cremado. Una vez efectuada la cremación de los despojos mortales, su alma
ya no volverá más y permanecerá en el Hades sin posibilidad de retorno.
Los romanos repitieron la costumbre, pero le
quitaron solemnidad. En la Eneida se reafirma la idea de que no se es posible
el descanso de los muertos si antes no se ha tenido una sepultura. Por eso la
Síbila de Cumas, frente a la espectral muchedumbre de almas en las orillas del
Aqueronte, sentencia: “No es permitido atravesar estas hórridas riberas y la
ronca corriente, antes que sus cenizas descansen en sus sepulcros”. Así, cuanto
más pronto sea la cremación y el enterramiento de las cenizas más rápido se
alcanzaba el descanso permitido por la inmortalidad. Si el asunto era así,
entonces se permitieron hasta cremaciones colectivas. Una mayor cantidad de
almas en el inframundo al menor costo posible.
Los cristianos, no asimilaron tales
costumbres y mantuvieron fidelidad a las formas mortuorias judaicas. La expresión del Génesis “de polvo eres y al
polvo volverás”, en su literal interpretación exigía las inhumaciones y, de
ordinario se efectuaban en el mismo día de la muerte, por dos razones
fundamentales: la rápida putrefacción de los cuerpos en el clima caluroso del
medio oriente y, la deshonra que suponía la demora. La exposición de los
cuerpos suponía la desatención del mandamiento mosaico del regreso al polvo
originario, condición que suponía una condena, a la que solo estaban destinados
los malhechores. La Gehena, mencionada en los evangelios, no era más que el basurero
público donde se arrojaban los cadáveres de los delincuentes o de animales
impuros y, para evitar los hedores y la propagación de enfermedades, el sitio
se mantenía ardiendo con fuego y azufre. Así demorar el enterramiento no era
más que una equiparación con el destino de los cuerpos condenados a la Gehena.
No obstante la antigüedad de la práctica, en
los tiempos de Jesús, el poco espacio disponible, generó modificaciones a las
formulas mortuorias: los cuerpos se “enterraban” en cuevas en espera de la
desintegración de la carne y, luego de ello, los huesos se guardaban en
pequeñas cajas, posibilitando que, la tumba labrada en la roca pudiera ser
utilizada por otros difuntos. La cremación no es una posibilidad, en tanto que
el cuerpo es imagen visible de Dios y, por tanto la cremación supone una
destrucción de aquella.
La Comisión Teológica Internacional, en 1990,
publicó De quibusdam quaestionibus actualibus circa eschatologiam: Gregorianum y reconoció que la cremación estuvo prohibida por la Iglesia Católica en atención
a que dicha práctica podía ser entendida como expresión de prácticas gnósticas y
neoplatónicas que asumen que nuestra corporeidad es una limitación de nuestra alma. Más allá de ello, el fundamento de nuestra religión es el
amor y, este a su vez de la comunidad eclesial. El amor no puede verse limitado
por la muerte; por el contrario, la fe da a los cristianos que viven en la
tierra, «la posibilidad de comunicar con los queridos hermanos ya arrebatados
por la muerte» mediante la oración. Si así es que, el amor es el vínculo
entre la iglesia peregrinante y la iglesia triunfante, entonces pierde relevancia
el modo como se ha conservar los cuerpos después de la muerte. No parece que
sea una limitación siquiera a la omnipotencia divina al tiempo de la
resurrección, momento en que “Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo
transformado, reuniéndolo con nuestra alma”.
El asunto es ¿Dios solo podrá
reunir a los cuerpos con sus respectivas almas si y solo si se encuentran
depositados en lugares sagrados? ¿Y qué ocurrirá con aquellos que murieron en
accidentes y nunca pudieron ser encontrados? Tal parece queremos construir una
divinidad conforme a nuestras limitadas capacidades. Por lo pronto, confiado en la
omnipotencia de Dios, tengo pensado irme en forma de cenizas a la tierra misma
para alimentar el par de codiaeum variegatum que adornan el patio de mi casa.... por qué de allí nadie me saca. Ni con el divorcio.
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