lunes, 31 de octubre de 2016

Enterramientos y ritualismos

La Iglesia ha puesto en el tapete el quehacer con los muertos.  En la  instrucción “Ad resurgendum cum Christo”, recientemente publicada, expone que la cremación, en sí misma no atenta contra ninguna verdad revelada, empero recomienda que sería mejor atender a la “la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos” conforme al CIC 1176.. No dice cuál es el fundamento de la preferencia, pero reconoce que no se les  debe negar los sacramentos ni el funeral a quien decida por la cremación, salvo que tal decisión pretenda ser expresión de la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia». Creo que, en puridad, deberá negársele también a quien negando la doctrina católica decidan inhumarse conforme a las formas tradicionales.

Si revisamos la historia verificaremos que la cremación ha sido siempre un asunto de economía. En la Iliada se nos da cuenta de los motivos por los que se introdujo en el mundo griego dicha práctica. Se disponía la cremación de los caídos en batalla con la finalidad de que sus cenizas puedan ser trasladadas hacia el territorio de origen y ofrecer una sepultura adecuada por parte de sus familiares. Desde ese hecho hasta la sinonimia con el heroísmo hay muy poco trecho. Prontamente, la cremación se convirtió en expresión de la heroicidad del caído, de su valía frente a sus compañeros de armas y de su valor en el campo de batalla. Empero, no era suficiente, pues detrás de práctica hay una ideología religiosa. Según Erwin Rohde, el alma se separaba completamente del cuerpo con la cremación y ya no volvía más entre los vivos, ni siquiera en sueños. Así pues, Patroclo se aparece en sueños a Aquiles para pedirle que apresure los funerales, pues todavía no ha sido cremado. Una vez efectuada la cremación de los despojos mortales, su alma ya no volverá más y permanecerá en el Hades sin posibilidad de retorno.

Los romanos repitieron la costumbre, pero le quitaron solemnidad. En la Eneida se reafirma la idea de que no se es posible el descanso de los muertos si antes no se ha tenido una sepultura. Por eso la Síbila de Cumas, frente a la espectral muchedumbre de almas en las orillas del Aqueronte, sentencia: “No es permitido atravesar estas hórridas riberas y la ronca corriente, antes que sus cenizas descansen en sus sepulcros”. Así, cuanto más pronto sea la cremación y el enterramiento de las cenizas más rápido se alcanzaba el descanso permitido por la inmortalidad. Si el asunto era así, entonces se permitieron hasta cremaciones colectivas. Una mayor cantidad de almas en el inframundo al menor costo posible.

Los cristianos, no asimilaron tales costumbres y mantuvieron fidelidad a las formas mortuorias judaicas.  La expresión del Génesis “de polvo eres y al polvo volverás”, en su literal interpretación exigía las inhumaciones y, de ordinario se efectuaban en el mismo día de la muerte, por dos razones fundamentales: la rápida putrefacción de los cuerpos en el clima caluroso del medio oriente y, la deshonra que suponía la demora. La exposición de los cuerpos suponía la desatención del mandamiento mosaico del regreso al polvo originario, condición que suponía una condena, a la que solo estaban destinados los malhechores. La Gehena, mencionada en los evangelios, no era más que el basurero público donde se arrojaban los cadáveres de los delincuentes o de animales impuros y, para evitar los hedores y la propagación de enfermedades, el sitio se mantenía ardiendo con fuego y azufre. Así demorar el enterramiento no era más que una equiparación con el destino de los cuerpos condenados a la Gehena.

No obstante la antigüedad de la práctica, en los tiempos de Jesús, el poco espacio disponible, generó modificaciones a las formulas mortuorias: los cuerpos se “enterraban” en cuevas en espera de la desintegración de la carne y, luego de ello, los huesos se guardaban en pequeñas cajas, posibilitando que, la tumba labrada en la roca pudiera ser utilizada por otros difuntos. La cremación no es una posibilidad, en tanto que el cuerpo es imagen visible de Dios y, por tanto la cremación supone una destrucción de aquella.

La Comisión Teológica Internacional, en 1990, publicó De quibusdam quaestionibus actualibus circa eschatologiam: Gregorianum y reconoció que la cremación estuvo prohibida por la Iglesia Católica en atención a que dicha práctica podía ser entendida como expresión de prácticas gnósticas y neoplatónicas que asumen que nuestra corporeidad es una limitación de nuestra alma. Más allá de ello, el fundamento de nuestra religión es el amor y, este a su vez de la comunidad eclesial. El amor no puede verse limitado por la muerte; por el contrario, la fe da a los cristianos que viven en la tierra, «la posibilidad de comunicar con los queridos hermanos ya arrebatados por la muerte» mediante la oración. Si así es que, el amor es el vínculo entre la iglesia peregrinante y la iglesia triunfante, entonces pierde relevancia el modo como se ha conservar los cuerpos después de la muerte. No parece que sea una limitación siquiera a la omnipotencia divina al tiempo de la resurrección, momento en que “Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma”.

El asunto es ¿Dios solo podrá reunir a los cuerpos con sus respectivas almas si y solo si se encuentran depositados en lugares sagrados? ¿Y qué ocurrirá con aquellos que murieron en accidentes y nunca pudieron ser encontrados? Tal parece queremos construir una divinidad conforme a nuestras limitadas capacidades. Por lo pronto, confiado en la omnipotencia de Dios, tengo pensado irme en forma de cenizas a la tierra misma para alimentar el par de codiaeum variegatum que adornan el patio de mi casa.... por qué de allí nadie me saca. Ni con el divorcio. 

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