Juana, una moza, de quizá unos quince años, también se adormitaba al poco calor que las velas alcanzaban… de rato, ante los lloriqueos despertaba inquieta… Más de pronto, a pedido de sus oraciones, le habló a bajito a su madre: “Voyme a ver a la abuela, acompañarla un ratito”. La tumba del abuelo se escondía en el otro extremo del cementerio. No era extenso, pero para esa noche, entre tantas gentes, las gentes mismas se perdían. “Ya vengo amá”, dijo, mientras sacudía la colcha con se cubría las piernas, protegiéndolas del frio y, echaba sus primeros pasos.
Varios minutos después, se sentaba junto a las ajadas pieles de la madre de su madre. Esta lloraba en silencio la ya lejana muerte de su marido, al que extrañaba a la partida de los hijos, que volaron en busca de hacer sus propios nidos. El camino de tumba a tumba había sido largo… ejem… en realidad no lo era, pero ella así había querido que sea. La muchacha, de unos días antes, andaba medio pespita… se le había dado por ir, con cierto afán, en las tardes a buscar el agua al pozo, cuando en otros tiempos, odiaba esa tarea… La madre lo había notado y, un par de veces en la lejanía del camino, había visto, en las mismas horas, al Rumualdo… “Carajo… no será que esté maltoncito ande hecho el garañón con la muchacha… umh… Ay Taitita, librala Señor”, anunció para sus adentros en la segunda vez de su “aguaite”, mientras se persignaba con los ojos levantados hacia el cielo. “Que no sospeche su padre… la mata”, remató en sus pensamientos.
Rumualdo era ya un muchacho de mayores años. Quizá sus 23, del que no se conocía nada. O mejor, se conocía poco… hacía ya varios años, quizá ocho, a lo mejor nueve, quizá siete, que se fue para el servicio militar y, no había vuelto, más que unas pocas veces. En los días iniciales, bien “tuzau” y puestecito con su camisa blanca, pantalón oscuro y sus botines de milico. Más luego, en los cinco años últimos, poco se sabía de él. Su madre María –prima lejana de la madre de “la Juana”- no le gustaba hablar del hijo huraño y, en cada vez que de él, preguntaban, solo atinaba a decir: “Lo ultimo que mandó a decir en una carta es que andaba por el Sur en una embarcación pesquera. Mandó un dinerito, pero nada más… Dios lo tenga con bien”, y sobre si ya tenía hijos, se limitaba a levantar los hombros en señal de ignorancia y buscaba otra cosa de la que hablar.
Había regresado a la casa paterna unos meses antes, quizá en los primeros meses de agosto de esas velaciones… No se oía nada de él, más que su buen porte, sus modales y su dedicación al trabajo, en las mismas cosas que su padre sabía hacer allí en el caserío, además de las propias del cuidado del ganado: un par de cientos de cabras y, un par de docenas de vacas… flacas, unas y otras, por la sequía de ese año. No se había oído nada malo del muchacho, pero la madre de Juana no deseaba que la muchacha encuentre marido tan pronto… la fuerza suya y la de su padre, era suficiente para tener un tiempito más bajo su techo. No se oía nada del Rumualdo hasta que apareció su sobrino Felipe, de 17 años, llegadito para las velaciones. Este, hacía su servicio Militar en El Alto, el mismo lugar donde Rumualdo se había enrolado uno años antes… Traía una noticia, que a lo mejor no era cierta, pero ya enlutaba la buena reputación presumida.
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