"Muchacho fascinero, caracho...” dijo la mujer, mientras con las manos hacía un lento ademán de sacarse la sandalia. En su rostro una expresión de molestia fingida se confundía con el halago. Así me recibió aquella viejecita, sentada en una silla de ruedas padeciendo ya sus 97 calendarios. Su memoria era lucida, aunque sus ojos apenas me distinguían. Una de sus hijas, le anunció previamente al oído: “El hijo de la Sra. Blanca ha venido a verte”. Luego de su expresión me acerqué para saludarla. Su rostro y manos rugosas eran fiel expresión de sus años, no obstante guardaba las características fundamentales de sus años mozos, aquellos cuando la conocí… quizá ya 35 años.
Me preguntó por mis hijos y sus edades y, yo por los suyos y de algunos de sus nietos, a los que recordaba. Hablamos de la dura vida y de sus achaques por la edad, de sus dificultades para oir y, de lo difícil que es no poder hacer sus cosas por sí sola. Más todavía, si sus nietos, -en su expresión- son “medios marrajos, y en veces se niegan a obedecer, contimás si se trata dar el maíz a las gallinas o de cambiar el agua de los puercos.” Finalmente llegamos al punto neurálgico: “Bala, no?” dijo con sentido reproche… “Pensé que nadie conocía esa historia, o que se habría olvidado en los almanaques idos de los tiempos”. Me sonreí. “Pero de seguro que esa historia te la contó tu abuelo” y al no asentir, insistió “Tu abuelo tuvo que haber sido… Doña Delma (y lo decía por mi abuela), no era de contar esas historias. Luego de una pausa, me atacó “so bandido, pero no fue así como ocurrió”. Entre recuerdos y lágrimas finalmente me contó una versión que sin desteñir la ya contada, exponía detalles que a una mujer no se le podían escapar…
Estaba enamorada. Su corazón tenía dueño… Una tarde de aquellas a la vuelta del “mandau” del agua, en el camino se encontró al tal Rumualdo, a quien sólo conocía de vista, dada las diferencias de edad. Lo saludó anteponiéndole una señal de autoridad: “Buenas tardes, señor”, le dijo. El muchacho detuvo su mula, y sonriéndole, le sugirió “Mi nombre es Rumualdo” y, para más señal le dijo donde vivía, por sí la desconfianza le aleteara en el corazón. También le refirió conocer a sus padres y, algunas circunstancias, como el tipo de señales en las orejas de sus cabras y la forma de su marca en los ganados mayores. Para despedirse le agregó: “He visto en El Alto a Felipe. Te manda saludos”. Ella no dijo nada, pero su corazón se alborotó. Quizá un breve rubor abundó en sus mejillas, pero su interlocutor no lo advirtió porque ya se había despedido… y ella, enamorada, se llenó de intranquilidad por saber algo más de aquel muchacho, que, ya hacía varios meses, susurrándole unas palabras, solo logró escucharle: “espérame”.
Ese fue su afán de aguatera: encontrarse con el Rumualdo, para ver si este le daba alguna noticia del muchacho con el que soñaba en aquellas noches. Aquel, no volvió a mencionarle el asunto, pero si le hacía conversación refiriéndose a algún animal perdido, a la enfermedad de una tal Faustina, a pequeñas vivencias de la vida militar. Ella no preguntaba para no delatarse, así que solo esperaba. En la tercera semana, volvió a mencionarle a “su” Felipe, para darle una mala noticia: “La ha de estar pasando mal. Este es su año de “perro”, asi que hasta de mandadero ha de estar… jajajaja”. Y sin darle tiempo a preguntar, arreó su mula hacia el monte en busca de una vacas demoronas.
Requiebros en su corazón y, quizá el Romualdo advirtió ese dolor en sus ojos. Y le ofreció encontrarse en los días siguientes. “Que buenamoza que has venido hoy”, le dijo en uno de esos días y, a ella le gustó el dicho, pero esquivó su mirada… “Un día de estos hablaré con tu apá, para casarnos. Lo aceptará?” Volvió a sonreir para ocultar su miedo. Jaló los pelitos del anca de su burro y lo apuró dando besos al aire. A esos días, quizá faltaban otros tres para las velaciones. Y, por supuesto, no sabía nada, más que chismes del Felipe. “Y ni se me ocurrió que el hombre ese –refiriéndose a Romualdo- me tuviera algún afecto”. Uno de los perros domésticos, el Bronco, era su fiel guardián, así, pese a su miedo, confiaba en que éste no permitiría que nada malo le pasara. El perro, advirtiendo el miedo, dejó advertir su presencia: le ladró a la mula del oyente.
Aquel día, el de los hechos aciagos, fue determinante para su vida. Sabía ya desde el día anterior que Felipe había llegado. Ella lo había distinguido, por su modo de andar, en la lejanía del camino real. Su prima Maruja también le llegó con la noticia, es más, le advirtió que él quería conversar con ella esa noche y que estuviera atenta a su silbido. Ella lo confirmó cuando el mismo día, en horas de la mañana, el muchacho se acercó a saludar a su madre. Así, que cuando dormitaba junto a su madre, en realidad simulaba hacerlo: esperaba pacientemente el silbido del Felipe; con lo que ante su ausencia, con el pretexto de ver a su abuela, salió a buscarlo en las inmediaciones. No lo encontró… ni siquiera en las cercanías de las tumbas donde los suyos se apostaban con sus velas. Malhumorada, decidió dormirse en brazos de su abuela.
Mas de pronto escuchó una tonada popular en forma de silbido… era un sanjuanito ecuatoriano. Intentó silbarla, pero su falta de dientes se lo impidió: “Era la música de esos tiempos, tan insistente que, decidí levantarme y seguirlo, bajo la confianza de que era el Felipe. A los días, me enteré que éste le había contado a sus amigazos cual era la señal y, como fuera Romualdo también se enteró. Así que aprovechó el asunto y me engañó. Como buena sonsa caí redondita… bueno era chiquilla”. Fue tarde cuando advirtió que no era Felipe. Soñaba con que éste la cogiera entre sus brazos, pero la decepción fue grande y su fuerza poca frente la ebriedad de Romualdo. “Era cierto… que te entendías con el chiquillo ese… pero no te has de burlar de mí”, le increpó el grandullón, mientras pretendía poner sus manos por debajo de su falda. Lo insultó, intentó liberarse, pero aquel insistía en que se casaría, así fuera contra su voluntad. La resistencia de la mujer intentaba ser callada, silenciosa. Si la descubrían por detrás de las ramadas de las vivanderas, su padre la rajaría con el “cabresto de la mula”. Tenía que evitar un daño real y presente y evadir otro, posible y futuro. Recuerda que le mordió a la altura de la tetilla y, eso fue suficiente para que sea liberada, momento en el que además, el fulano sacó el arma que escondía debajo de la bota del pantalón, mientras le decía: “Me has mordida pendeja… pero igual te irás conmigo”. Lo empujó y, con ello un fogonazo destelló, solo recuerda hasta haber gritado y caído como producto de la fuerza del impacto del proyectil… incluso afirma parecerle haber sentido como se desangraba, pero en esta parte, la memoria le es muy tenue. Le parece haber escuchado que éste, antes de huir, le decía: “Juana, perdóname, se me escapó la bala… perdóname, no era mi intención”.
Finalmente concluye: “El cojudo se mandó a mudar en un caballo... y ajeno todavia”, y con una sonrisa de cansada complacencia, prosigue: “pero no fue el único jinete de esa noche”. Y remata, sin ánimo de continuar: “No puedo negar que esa bala escribió mi destino”. Se despidió para ir a darle de comer a sus gallinas... "Donde está el maiz", preguntaba mientras uno de sus nietos empujaba su carrito por el largo pasillo de su casa.
Buenas tardes Dñ. Juana. Le prometo regresar para gozar del estofado de gallina que me ofreció.
Buenas tardes Dñ. Juana. Le prometo regresar para gozar del estofado de gallina que me ofreció.
No hay comentarios:
Publicar un comentario