sábado, 15 de octubre de 2016

Bala -versión completa-

Una noche fría, el cementerio de El Cardo. Almas velando a otras. Mujeres hilando sus recuerdos a la luz de unas velas, adimentadas de cruces recién pintadas. Hombres bebiendo en las afueras, chicha de la buena, encurtiendo sus estómagos de “picaus” revitalizantes.  Juana, una moza, de quizá unos quince años, se adormitaba al poco calor que las velas alcanzaban… de rato, ante los lloriqueos despertaba inquieta… Más de pronto, a pedido de sus oraciones, le habló bajito a su madre: “Voyme a ver a la abuela, a acompañarla un ratito”. La tumba del abuelo se escondía en el otro extremo del cementerio. No era extenso, pero para esa noche, entre tantas gentes, las gentes mismas se perdían. “Ya vengo amá”, dijo, mientras sacudía la colcha con que cubría sus piernas, protegiéndolas del frío.

Varios minutos después, se sentaba junto a las ajadas pieles de la madre de su madre. Esta lloraba en silencio la ya lejana muerte de su marido, al que extrañaba a la partida de los hijos, que volaron en busca de hacer sus propios nidos. El camino de tumba a tumba había sido largo… ejem… en realidad no lo era, pero ella así había querido que sea. La muchacha, de unos días antes, andaba medio pespita… se le había dado por ir, con cierto afán, en las tardes a buscar el agua al pozo, cuando en otros tiempos, odiaba esa tarea… y hasta se hacía acompañar de los dos perros, también habitantes de la casa. La madre lo había notado y, un par de veces en la lejanía del camino, había visto, en las mismas horas, al Rumualdo… “Carajo… no será que esté maltoncito ande hecho el garañón con la muchacha… umh… Ay Taitita, librala Señor”, anunció para sus adentros en la segunda vez de su “aguaite”, mientras se persignaba con los ojos levantados hacia el cielo. “Que no sospeche su padre… la mata”, remató en sus pensamientos.

Rumualdo era ya un muchacho de mayores años. Quizá tenía sus 23, y de él no se conocía nada. O mejor, se conocía poco… hacía ya varios años, quizá seis, a lo mejor ocho, quizá siete, que se fue para el servicio militar y, no había vuelto más que unas pocas veces. En los días iniciales, bien “tuzau” y puestecito con su camisa blanca, pantalón oscuro y sus botines de milico. Más luego, en los cuatro años últimos, poco se sabía de él. Su madre María –prima lejana de la madre de “la Juana”- no le gustaba hablar del hijo huraño y, en cada vez que de él preguntaban, solo atinaba a decir: “Lo último que mandó a decir en una carta es que andaba por el Sur en una embarcación pesquera. Mandó un dinerito, pero nada más… Dios lo tenga con bien”, y sobre si ya tenía hijos, se limitaba a levantar los hombros en señal de desconocimiento y buscaba otra cosa de la que hablar... de sus otros hijos.

Había regresado a la casa paterna unos meses antes, quizá en los primeros días de agosto de  esas velaciones… No se oía nada de él, más que su buen porte, sus modales y su dedicación al trabajo, en las mismas cosas que su padre sabía hacer allí en el caserío, además de las propias del cuidado del ganado: un par de cientos de cabras y, un par de docenas de vacas… flacas, unas y otras, por la sequía de ese año. No se había oído nada malo del muchacho, pero la madre de Juana no deseaba que la muchacha encuentre marido tan pronto… la fuerza suya y la de su padre, era suficiente para tenerla un tiempito más bajo su techo. No se oía nada del Rumualdo hasta que apareció su sobrino Felipe, de 17 años, llegadito para las velaciones. Este, hacía su servicio Militar en El Alto, el mismo lugar donde Rumualdo se había enrolado unos años antes… Traía una noticia, que a lo mejor no era cierta, pero era de suficiente gravedad para ennegrecer la buena reputación presumida.

Esa mañana, la madre de Juana y la muchachona aquella, llegaron al cementerio con un porongo de agua, una escoba y un trapo de limpiar. Felipe, andaba cerca y –probablemente- en las mismas tareas, o quizá inventándoselas con la ferviente esperanza de “la Juana” llegase –como el año pasado- a la limpieza de las tumbas… Se contentaba con verla, aunque a cierta distancia. Para esta vez, ya tenía un plan: con ocasión de sus más de cuatro meses de servicio, vendría bien acercarse a saludar a su tía y, con ello, saludar también a la “prima”. De hecho, y aunque nunca tuvieron nada, ambos, él y la Juana, juraron que eran uno del otro… Así, aquella última vez que se vieron, de la que ya hacía nueve meses, tiempo en el que decidió irse al ejército. Y ese juramento fue solo con los ojos, a plena luz del día, en medio de muchos invitados a la misa de honras del abuelo de ésta. Un juramento que se escribió en las pupilas de cada quien, y que solo ellos podían leer, rematado con un breve susurro: “espérame”, que el muchachito le dejó oir, al tiempo que su índice rozaba la mano de aquella por debajo del plato que él le devolvía. En respuesta a tal atrevimiento, recibió de regalo una hermosa y coqueta sonrisa de asentimiento.

Las cosas habían cambiado en los nueve meses. La llegada del Romualdo parecía desmerecer aquel juramento y, Felipe lo sabía… Los muchachos le habían contado a su llegada de los probables encuentros de éste y de la prometida en los caminos al pozo de agua. No estaba dispuesto a perder… y la oportunidad era precisa, llena de fecunda esperanza. “Hola tía”, le dijo a la madre de Juana, mientras esta lo miraba –ahora con timidez- detrás del brazo de aquella. Luego de la respuesta, se dirigió a ella: “Hola Juana. ¿Cómo estás?”. Luego de las presentaciones correspondientes y de dar recado de la situación de cada familia, el asunto del servicio militar era la ocasión… “Allí también estuvo Rumualdo, pues tía…” La muchachita, intentó que su corazón no se revoloteara… Disimuló, como bien saben hacerlo las mujeres. El asunto era de interés para ambas, aunque cada una esperaba que la otra no advirtiera de esa predisposición. Él también lo sabía: “El asunto, es complicado, pero parece que no terminó bien… Allí, los superiores no dicen nada y, eso que uno de ellos es mi amigo. No cuentan, pero parece que estuvo involucrado en una pérdida de municiones… era una cantidad regular y, por el temor al calabozo, dicen que se desertó faltándole unos diitas pa salir… Bueno, así dicen”. Ante el asombro de las mujeres, continuó resaltando su valía como soldado y, la consideración de sus superiores por el hecho de haberse reenganchado, lo que sirvió para que no le aplicaran consecuencias a su huida, a tan solo diez días de terminarlo. “Pero de todas maneras, en el ejército esas cosas cuentan, perjudican… De allí ya, pues, se fue por Lima y, luego dicen que ha andado por Ilo, en la pesca”.En menos de tres minutos, logró su pretensión: anidar la duda sobre las andanzas de su contrincante… “Bueno tía. Hay cosas que hacer y esta noche hay que velar, así que allí, a lo mejor, conversamos…” El mensaje tenía otro destino y, advirtió que había sido recibido. No hubo aquella sonrisa ensoñadora que iluminaba las noches oscuras del cuartel, pero sabía que ella había entendido… solo albergaba la esperanza de que su corazón todavía quisiera mantenerse en la promesa de aquellos primeros meses…

Juana se adormitaba apoyada los cansados brazos de la abuela, mientras su madre rumiaba la oscura noticia recibida: “No será que el Rumualdo anda huido… A lo mejor tendrá problemas con la justicia… Ay Dios: libra a mi muchacha” Y a línea seguida, pensó en Felipe… “Y este... muuucho me miraba a mi Juana, quizá le tenga mala intención… Diosito....” Mientras sus ojos miraban como se derretía la cera de sus velas, su cabeza no tenía espacio más que para pensar en el dilema en el que se encontraba su Juana… “que no resulte nada malo y, que todo le vaya bien… cualquiera fuera el elegido, que le vaya bien a mi muchacha”. Su marido mientras tanto, libaba en las afueras con los primos llegados para la ocasión. Romualdo y Felipe, cada quien con sus amigos también participaban de las fiestas fúnebres de esas horas.

“Róbatela cojudo…” sugirió alguno. “Acabo de verla con su abuela. Que no pase de esta noche”. La idea no era mala, pues estaba seguro que la Juana sería una buena mujer, hecha para las cosas de la casa, para la crianza de los hijos, para el cuidado de un pequeño huerto, donde pretendía tener sus propias hortalizas…” Imaginaba sus pechos, sus cabellos ondeantes, la tersura de su piel, la fortaleza de sus muslos… No habría de dejar pasar la ocasión… El silbido de una canción era la señal y, efectivamente, la Juana lo escuchó, abandonando a la abuela, dejándola lloriqueando junto la cruz vieja del difunto abuelo… Caminó, siguiendo el silbido, y por entre las esteras que conformaban las casuchas, sintió muy cerca de sus oídos el aliento del autor de la canción, que forzándole un abrazo, le anunció: “Desde ahora serás mía y, por el resto de tus días. Te vas conmigo". Ella, resistió al abrazo, intentando separarse de ellos… “Estás cojudo Rumualdo. Yo no me voy contigo”. La breve discusión de ambos, se confundía con el bullicio de los ebrios que, detrás de una deleznable quincha de hualtacos, cantaban cualquier cosa mientras hacían brindis ociosos y sin gracia alguna… Ella se negaba, diciéndole que no tenía nada, que ni siquiera se conocían, mientras que él argumentaba que sabía de los decires de su corazón, en atención a las tres veces a la semana que se veían –aunque silenciosos- en el camino que conduce a la quebrada. Y en eso, no se equivocaba. La mujer, finalmente, dio por zanjado el asunto: “que me gustes no significa que yo deba ser tu mujer”, mientras intentaba alejarse. Rumualdo, le mostró un revolver: “Si no eres mía te mato…” Sin intención de mostrarle miedo, le anunció: “Ja. No serás capaz de nada…” La intención era forzarle la voluntad, asi que no había balas. Le habían sido sustraídas del tambor, aunque una quedó prendida, justo para ser disparada.

“Te mato carajo… el Felipe ese no se saldrá con la suya”, dijo mientras gatillaba. Un estruendo y un grito le siguieron a sus palabras… La mujer cayó al suelo. En la obscuridad, el hombre pudo ver que la blusa de la muchacha se manchaba de sangre lentamente… Las gentes, en breve silencio, buscaban el origen del lamento… Asustado, el hombre montó el primer caballo que encontró y huyó… Unos minutos después, otro hombre, ya de años, la cargaba mientras gritaba: “Mi Juana… aaaayyyy mi Juana…” Una mesa se convirtió en camilla, mientras los mecheros y lamparines de las estancias ofrecían su mejor luz. La gente se arremolinaba… y los chismosos preguntaban al aire: ¿Quién fue, quien disparó? Otro hombre, le tomaba el pulso e intentaba oir los latidos de su pecho. Su voz ronca anunció: “Respira… Dejen espacio por favor”. Tomás, un hombre iniciado en el conocimiento de las plantas medicinales, el esoterismo y la cartomancia, ofrecía una esperanza… una nueva esperanza.

En la lejanía, un caballo levantaba la polvazón.

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