"Solo veré llamas en mi vida sempiterna… solo llamas!" La angustia le desbordaba el alma. Caminaba sin ton ni son por los jardines del psiquiátrico… “Solo el infierno merezco. El demonio será mi compañía. El infierno está desierto”. Caminaba sin ton ni son.
Julio, educado por su abuela, una beata de mantilla dominical como pocas quedan ya, padecía una enfermedad mental adquirida en los pocos años vividos. Apenas llegaba al par de docenas de años. La estricta rigidez de su formación contribuía gravemente a su estado. Su abuela le contaba, a la hora de dormir, aquellas historias de mártires y victimas que padeciendo los más inenarrables dolores en sus carnes, preferían éstos a que los padecimientos eternos en una caldera de inmundicias ahogándose en un dantesco infierno. Su alma valía más que las pesadillas que nunca denunció como consecuencia de tantas horrendas historias de supuestos martirios en nombre de la sangre de su sacratísimo Redentor.
Entre esos cuentos y las tareas escolares se hallaban las clases de música. Su abuela juraba que un día su nieto cantaría, a una sola voz, en el coro de la Catedral de la ciudad… que sería llamado para edulcorar las pompas sacramentales de los matrimonios de los hijos de las familias notables de la región. Esperaba la mujer que, por la gracia de la voz de su nieto, ofrendado desde la pila bautismal al Señor de los Milagros, ella ganaría indulgencias suficientes para ingresar al reino celestial, pero mientras que su vida dure en este valle de lágrimas, le habría de permitir relacionarse con aquellas gentes a las que miraba con envidia por su posición social, pero sobre todo, en mérito a su condición económica, que les había permitido –a aquellos- viajar por donde mejor les placía, mientras ella, sin merecerlo, sufría penurias derivadas de pronta viudedad. Por esos malos pensamientos, cada día flagelaba su cuerpo con muy poca comida y, lo castigaba por las noches imponiéndose baños de agua helada, con los que además, apagaba los calores de su todavía formada silueta, a la que le negaba los placeres de la sensibilidad.
Ese sábado, Julio –como en las oportunidades anteriores- llegó muy temprano a la iglesia. Sólo un par de mujeres rezaban en la primera banca. Otras gentes, entre sacristanes y acólitos caminaban por los pasillos de la nave principal llevando y trayendo ornamentos y vestiduras sagradas. Lo hacían sin mayor reparo, salvo el del mismo Julio, que le parecían actitudes de poco respeto a lo que dichos ojetos representaban. Prontamente sus pensamientos se despreocuparon de las tareas ajenas. En su pequeño breviario de oraciones púsole atención a una frase sacada del Eclesiastés: “Y apliqué mi corazón a conocer la sabiduría y a conocer la locura y la insensatez; me di cuenta de que esto también es correr tras el viento. Porque en la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor”. Y prefirió no saber que significaba justamente para evitarse aflicciones desconocidas… era mejor no saber.
Su abuela había dibujado en el alma del muchacho un rigorismo de conciencia, logrado a partir de los padecimientos de quienes traicionaban la fe. De hecho, el primero de los condenados y el más atormentado de todos era Judas, ese que comió y bebió con Jesús, que prefirió el gozo alcanzado por 30 monedas a que la gracia de las palabras del Maestro que bien podían permitir solaz tranquilidad; la del ladrón malo; pero por sobre ellos, la de aquellos que pudiendo alcanzar la amistad con Cristo, prefirieron confiar en su conocimiento. Lutero, Nietzche, Marx, Enrique VIII, eran los nombres de quienes ya se sabía su condena… Eran la encarnación de los enemigos de cristiano: mundo, demonio y carne.
En busca de un alivio a sus atormentados pensamientos, Julio se fijó en un pequeño fajo de cuartillas que se escondían en la pequeña esquina de su asiento. Cogió una de ellas y leyó: “Profecía de Fátima” y, a continuación se anuncia un extraño suceso: “Después de las dos partes que ya he expuesto, hemos visto al lado izquierdo de Nuestra Señora un poco más en lo alto a un ángel con una espada de fuego en la mano izquierda; centelleando emitía llamas que parecía iban a incendiar el mundo; pero se apagaban al contacto con el esplendor que Nuestra Señora irradiaba con su mano derecha dirigida hacia él; el Ángel señalando la tierra con su mano derecha, dijo con fuerte voz: ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!” Le dio mucho miedo y, prefirió no seguir leyendo, justamente para el dolor que produce el conocimiento. No obstante, sus ojos se fijaron en unas letras en negrita de la parte final, en la que se ordenaba rezar cinco rosarios cada día por un lapso de quince días, además de imprimir quinientas copias del manuscrito y dejarlo en espacios públicos para el compromiso de los demás.
"¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!" Eran las palabras que su abuela le repetía cada que le quitaba el postre a mitad de su disfrute. “Veo que lo gozas sin reparo. Es hora de ofrecer este pequeño sacrificio por las benditas almas de purgatorio” le decía mientras que lanzaba al tacho de basura lo que aún quedaba por comer y, luego de ello le llenaba el alma de oraciones. Y mientras las rezaba, pensaba en aquella otra que sin ser tan grave, igual le martirizaba: “No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte”. Prefería que su abuela no se entere que intentaba no temerle al infierno y que prefería dibujarse a sí mismo un dios capaz de conmiserarse con la humanidad, un dios que tenga capacidad de juzgar los actos de los hombres, amándolos antes a ellos. Un dios amante a que justiciero.
El incumplimiento del rezo de los misterios del rosario cada día y la desatención a la escondida contribución a la cadena oracional anunciaba graves desgracias como las ocurridas al presidente del Brasil que al descuidarlo tuvo que, días después, padecer la muerte de su hijo o la de aquella mujer que por no cumplir con el encargo murió ahogándose en su propia sangre en un accidente de tránsito o, la de un tal Ezequiel Cortes que por considerarlo una broma perdió su trabajo y su casa a los trece días de la inobservancia del mandamiento.
Le parecía absurda la tarea y, a lo mucho le dedicaría las oraciones del rosario, pero también le daba miedo se cumplieran las amenazas. Nunca realizó las impresiones porque le avergonzaba la idea de que lo vieran en tan impertinente labor, pero su alma, escrupulosa en demasía, le generó una psicosis con delirio religioso en el que de ordinario su desestructurado pensamiento le hacía visionar escenas celestiales en las que se encontraba ausente o, de aquellas otras de total y constante sufrimiento en una hoguera alimentada por cuartillas de papel en las que se anunciaba una cadena oracional. Siempre, siempre, siempre, terminaba, perdiéndose entre el fuego, las palabras ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!
Los médicos anuncian una muy lenta recuperación puesto que, advierten, las medicinas no podrán hacer en poco tiempo lo que el rigorismo realizó en casi dos décadas de existencia… Ya ha ganado peso y, come algo más que el par de papitas sancochadas a las que se había acostumbrado su penitente estómago.
A veces pienso que Julio se perdió de místico. En realidad solo estaba loco.
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martes, 1 de noviembre de 2016
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