lunes, 31 de octubre de 2016

Enterramientos y ritualismos

La Iglesia ha puesto en el tapete el quehacer con los muertos.  En la  instrucción “Ad resurgendum cum Christo”, recientemente publicada, expone que la cremación, en sí misma no atenta contra ninguna verdad revelada, empero recomienda que sería mejor atender a la “la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos” conforme al CIC 1176.. No dice cuál es el fundamento de la preferencia, pero reconoce que no se les  debe negar los sacramentos ni el funeral a quien decida por la cremación, salvo que tal decisión pretenda ser expresión de la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia». Creo que, en puridad, deberá negársele también a quien negando la doctrina católica decidan inhumarse conforme a las formas tradicionales.

Si revisamos la historia verificaremos que la cremación ha sido siempre un asunto de economía. En la Iliada se nos da cuenta de los motivos por los que se introdujo en el mundo griego dicha práctica. Se disponía la cremación de los caídos en batalla con la finalidad de que sus cenizas puedan ser trasladadas hacia el territorio de origen y ofrecer una sepultura adecuada por parte de sus familiares. Desde ese hecho hasta la sinonimia con el heroísmo hay muy poco trecho. Prontamente, la cremación se convirtió en expresión de la heroicidad del caído, de su valía frente a sus compañeros de armas y de su valor en el campo de batalla. Empero, no era suficiente, pues detrás de práctica hay una ideología religiosa. Según Erwin Rohde, el alma se separaba completamente del cuerpo con la cremación y ya no volvía más entre los vivos, ni siquiera en sueños. Así pues, Patroclo se aparece en sueños a Aquiles para pedirle que apresure los funerales, pues todavía no ha sido cremado. Una vez efectuada la cremación de los despojos mortales, su alma ya no volverá más y permanecerá en el Hades sin posibilidad de retorno.

Los romanos repitieron la costumbre, pero le quitaron solemnidad. En la Eneida se reafirma la idea de que no se es posible el descanso de los muertos si antes no se ha tenido una sepultura. Por eso la Síbila de Cumas, frente a la espectral muchedumbre de almas en las orillas del Aqueronte, sentencia: “No es permitido atravesar estas hórridas riberas y la ronca corriente, antes que sus cenizas descansen en sus sepulcros”. Así, cuanto más pronto sea la cremación y el enterramiento de las cenizas más rápido se alcanzaba el descanso permitido por la inmortalidad. Si el asunto era así, entonces se permitieron hasta cremaciones colectivas. Una mayor cantidad de almas en el inframundo al menor costo posible.

Los cristianos, no asimilaron tales costumbres y mantuvieron fidelidad a las formas mortuorias judaicas.  La expresión del Génesis “de polvo eres y al polvo volverás”, en su literal interpretación exigía las inhumaciones y, de ordinario se efectuaban en el mismo día de la muerte, por dos razones fundamentales: la rápida putrefacción de los cuerpos en el clima caluroso del medio oriente y, la deshonra que suponía la demora. La exposición de los cuerpos suponía la desatención del mandamiento mosaico del regreso al polvo originario, condición que suponía una condena, a la que solo estaban destinados los malhechores. La Gehena, mencionada en los evangelios, no era más que el basurero público donde se arrojaban los cadáveres de los delincuentes o de animales impuros y, para evitar los hedores y la propagación de enfermedades, el sitio se mantenía ardiendo con fuego y azufre. Así demorar el enterramiento no era más que una equiparación con el destino de los cuerpos condenados a la Gehena.

No obstante la antigüedad de la práctica, en los tiempos de Jesús, el poco espacio disponible, generó modificaciones a las formulas mortuorias: los cuerpos se “enterraban” en cuevas en espera de la desintegración de la carne y, luego de ello, los huesos se guardaban en pequeñas cajas, posibilitando que, la tumba labrada en la roca pudiera ser utilizada por otros difuntos. La cremación no es una posibilidad, en tanto que el cuerpo es imagen visible de Dios y, por tanto la cremación supone una destrucción de aquella.

La Comisión Teológica Internacional, en 1990, publicó De quibusdam quaestionibus actualibus circa eschatologiam: Gregorianum y reconoció que la cremación estuvo prohibida por la Iglesia Católica en atención a que dicha práctica podía ser entendida como expresión de prácticas gnósticas y neoplatónicas que asumen que nuestra corporeidad es una limitación de nuestra alma. Más allá de ello, el fundamento de nuestra religión es el amor y, este a su vez de la comunidad eclesial. El amor no puede verse limitado por la muerte; por el contrario, la fe da a los cristianos que viven en la tierra, «la posibilidad de comunicar con los queridos hermanos ya arrebatados por la muerte» mediante la oración. Si así es que, el amor es el vínculo entre la iglesia peregrinante y la iglesia triunfante, entonces pierde relevancia el modo como se ha conservar los cuerpos después de la muerte. No parece que sea una limitación siquiera a la omnipotencia divina al tiempo de la resurrección, momento en que “Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma”.

El asunto es ¿Dios solo podrá reunir a los cuerpos con sus respectivas almas si y solo si se encuentran depositados en lugares sagrados? ¿Y qué ocurrirá con aquellos que murieron en accidentes y nunca pudieron ser encontrados? Tal parece queremos construir una divinidad conforme a nuestras limitadas capacidades. Por lo pronto, confiado en la omnipotencia de Dios, tengo pensado irme en forma de cenizas a la tierra misma para alimentar el par de codiaeum variegatum que adornan el patio de mi casa.... por qué de allí nadie me saca. Ni con el divorcio. 

lunes, 24 de octubre de 2016

Destino

"Muchacho fascinero, caracho...” dijo la mujer, mientras con las manos hacía un lento ademán de sacarse la sandalia. En su rostro una expresión de molestia fingida se confundía con el halago. Así me recibió aquella viejecita, sentada en una silla de ruedas padeciendo ya sus 97 calendarios. Su memoria era lucida, aunque sus ojos apenas me distinguían. Una de sus hijas, le anunció previamente al oído: “El hijo de la Sra. Blanca ha venido a verte”. Luego de su expresión me acerqué para saludarla. Su rostro y manos rugosas eran fiel expresión de sus años, no obstante guardaba las características fundamentales de sus años mozos, aquellos cuando la conocí… quizá ya 35 años. 

Me preguntó por mis hijos y sus edades y, yo por los suyos y de algunos de sus nietos, a los que recordaba. Hablamos de la dura vida y de sus achaques por la edad, de sus dificultades para oir y, de lo difícil que es no poder hacer sus cosas por sí sola. Más todavía, si sus nietos, -en su expresión- son “medios marrajos, y en veces se niegan a obedecer, contimás si se trata dar el maíz a las gallinas o de cambiar el agua de los puercos.” Finalmente llegamos al punto neurálgico: “Bala, no?” dijo con sentido reproche… “Pensé que nadie conocía esa historia, o que se habría olvidado en los almanaques idos de los tiempos”. Me sonreí. “Pero de seguro que esa historia te la contó tu abuelo” y al no asentir, insistió “Tu abuelo tuvo que haber sido… Doña Delma (y lo decía por mi abuela), no era de contar esas historias. Luego de una pausa, me atacó “so bandido, pero no fue así como ocurrió”. Entre recuerdos y lágrimas finalmente me contó una versión que sin desteñir la ya contada, exponía detalles que a una mujer no se le podían escapar… 

Estaba enamorada. Su corazón tenía dueño… Una tarde de aquellas a la vuelta del “mandau” del agua, en el camino se encontró al tal Rumualdo, a quien sólo conocía de vista, dada las diferencias de edad. Lo saludó anteponiéndole una señal de autoridad: “Buenas tardes, señor”, le dijo. El muchacho detuvo su mula, y sonriéndole, le sugirió “Mi nombre es Rumualdo” y, para más señal le dijo donde vivía, por sí la desconfianza le aleteara en el corazón. También le refirió conocer a sus padres y, algunas circunstancias, como el tipo de señales en las orejas de sus cabras y la forma de su marca en los ganados mayores. Para despedirse le agregó: “He visto en El Alto a Felipe. Te manda saludos”. Ella no dijo nada, pero su corazón se alborotó. Quizá un breve rubor abundó en sus mejillas, pero su interlocutor no lo advirtió porque ya se había despedido… y ella, enamorada, se llenó de intranquilidad por saber algo más de aquel muchacho, que, ya hacía varios meses, susurrándole unas palabras, solo logró escucharle: “espérame”. 

Ese fue su afán de aguatera: encontrarse con el Rumualdo, para ver si este le daba alguna noticia del muchacho con el que soñaba en aquellas noches. Aquel, no volvió a mencionarle el asunto, pero si le hacía conversación refiriéndose a algún animal perdido, a la enfermedad de una tal Faustina, a pequeñas vivencias de la vida militar. Ella no preguntaba para no delatarse, así que solo esperaba. En la tercera semana, volvió a mencionarle a “su” Felipe, para darle una mala noticia: “La ha de estar pasando mal. Este es su año de “perro”, asi que hasta de mandadero ha de estar… jajajaja”. Y sin darle tiempo a preguntar, arreó su mula hacia el monte en busca de una vacas demoronas. 

Requiebros en su corazón y, quizá el Romualdo advirtió ese dolor en sus ojos. Y le ofreció encontrarse en los días siguientes. “Que buenamoza que has venido hoy”, le dijo en uno de esos días y, a ella le gustó el dicho, pero esquivó su mirada… “Un día de estos hablaré con tu apá, para casarnos. Lo aceptará?” Volvió a sonreir para ocultar su miedo. Jaló los pelitos del anca de su burro y lo apuró dando besos al aire. A esos días, quizá faltaban otros tres para las velaciones. Y, por supuesto, no sabía nada, más que chismes del Felipe. “Y ni se me ocurrió que el hombre ese –refiriéndose a Romualdo- me tuviera algún afecto”. Uno de los perros domésticos, el Bronco, era su fiel guardián, así, pese a su miedo, confiaba en que éste no permitiría que nada malo le pasara. El perro, advirtiendo el miedo, dejó advertir su presencia: le ladró a la mula del oyente. 

Aquel día, el de los hechos aciagos, fue determinante para su vida. Sabía ya desde el día anterior que Felipe había llegado. Ella lo había distinguido, por su modo de andar, en la lejanía del camino real. Su prima Maruja también le llegó con la noticia, es más, le advirtió que él quería conversar con ella esa noche y que estuviera atenta a su silbido. Ella lo confirmó cuando el mismo día, en horas de la mañana, el muchacho se acercó a saludar a su madre. Así, que cuando dormitaba junto a su madre, en realidad simulaba hacerlo: esperaba pacientemente el silbido del Felipe; con lo que ante su ausencia, con el pretexto de ver a su abuela, salió a buscarlo en las inmediaciones. No lo encontró… ni siquiera en las cercanías de las tumbas donde los suyos se apostaban con sus velas. Malhumorada, decidió dormirse en brazos de su abuela. 

Mas de pronto escuchó una tonada popular en forma de silbido… era un sanjuanito ecuatoriano. Intentó silbarla, pero su falta de dientes se lo impidió: “Era la música de esos tiempos, tan insistente que, decidí levantarme y seguirlo, bajo la confianza de que era el Felipe. A los días, me enteré que éste le había contado a sus amigazos cual era la señal y, como fuera Romualdo también se enteró. Así que aprovechó el asunto y me engañó. Como buena sonsa caí redondita… bueno era chiquilla”. Fue tarde cuando advirtió que no era Felipe. Soñaba con que éste la cogiera entre sus brazos, pero la decepción fue grande y su fuerza poca frente la ebriedad de Romualdo. “Era cierto… que te entendías con el chiquillo ese… pero no te has de burlar de mí”, le increpó el grandullón, mientras pretendía poner sus manos por debajo de su falda. Lo insultó, intentó liberarse, pero aquel insistía en que se casaría, así fuera contra su voluntad. La resistencia de la mujer intentaba ser callada, silenciosa. Si la descubrían por detrás de las ramadas de las vivanderas, su padre la rajaría con el “cabresto de la mula”. Tenía que evitar un daño real y presente y evadir otro, posible y futuro. Recuerda que le mordió a la altura de la tetilla y, eso fue suficiente para que sea liberada, momento en el que además, el fulano sacó el arma que escondía debajo de la bota del pantalón, mientras le decía: “Me has mordida pendeja… pero igual te irás conmigo”. Lo empujó y, con ello un fogonazo destelló, solo recuerda hasta haber gritado y caído como producto de la fuerza del impacto del proyectil… incluso afirma parecerle haber sentido como se desangraba, pero en esta parte, la memoria le es muy tenue. Le parece haber escuchado que éste, antes de huir, le decía: “Juana, perdóname, se me escapó la bala… perdóname, no era mi intención”. 

Finalmente concluye: “El cojudo se mandó a mudar en un caballo... y ajeno todavia”, y con una sonrisa de  cansada complacencia, prosigue: “pero no fue el único jinete de esa noche”. Y remata, sin ánimo de continuar: “No puedo negar que esa bala escribió mi destino”.  Se despidió para ir a darle de comer a sus gallinas... "Donde está el maiz", preguntaba mientras uno de sus nietos empujaba su carrito por el largo pasillo de su casa.

Buenas tardes Dñ. Juana. Le prometo regresar para gozar del estofado de gallina que me ofreció.

Si te gustó, puedes revisar: Bala

sábado, 15 de octubre de 2016

Bala -versión completa-

Una noche fría, el cementerio de El Cardo. Almas velando a otras. Mujeres hilando sus recuerdos a la luz de unas velas, adimentadas de cruces recién pintadas. Hombres bebiendo en las afueras, chicha de la buena, encurtiendo sus estómagos de “picaus” revitalizantes.  Juana, una moza, de quizá unos quince años, se adormitaba al poco calor que las velas alcanzaban… de rato, ante los lloriqueos despertaba inquieta… Más de pronto, a pedido de sus oraciones, le habló bajito a su madre: “Voyme a ver a la abuela, a acompañarla un ratito”. La tumba del abuelo se escondía en el otro extremo del cementerio. No era extenso, pero para esa noche, entre tantas gentes, las gentes mismas se perdían. “Ya vengo amá”, dijo, mientras sacudía la colcha con que cubría sus piernas, protegiéndolas del frío.

Varios minutos después, se sentaba junto a las ajadas pieles de la madre de su madre. Esta lloraba en silencio la ya lejana muerte de su marido, al que extrañaba a la partida de los hijos, que volaron en busca de hacer sus propios nidos. El camino de tumba a tumba había sido largo… ejem… en realidad no lo era, pero ella así había querido que sea. La muchacha, de unos días antes, andaba medio pespita… se le había dado por ir, con cierto afán, en las tardes a buscar el agua al pozo, cuando en otros tiempos, odiaba esa tarea… y hasta se hacía acompañar de los dos perros, también habitantes de la casa. La madre lo había notado y, un par de veces en la lejanía del camino, había visto, en las mismas horas, al Rumualdo… “Carajo… no será que esté maltoncito ande hecho el garañón con la muchacha… umh… Ay Taitita, librala Señor”, anunció para sus adentros en la segunda vez de su “aguaite”, mientras se persignaba con los ojos levantados hacia el cielo. “Que no sospeche su padre… la mata”, remató en sus pensamientos.

Rumualdo era ya un muchacho de mayores años. Quizá tenía sus 23, y de él no se conocía nada. O mejor, se conocía poco… hacía ya varios años, quizá seis, a lo mejor ocho, quizá siete, que se fue para el servicio militar y, no había vuelto más que unas pocas veces. En los días iniciales, bien “tuzau” y puestecito con su camisa blanca, pantalón oscuro y sus botines de milico. Más luego, en los cuatro años últimos, poco se sabía de él. Su madre María –prima lejana de la madre de “la Juana”- no le gustaba hablar del hijo huraño y, en cada vez que de él preguntaban, solo atinaba a decir: “Lo último que mandó a decir en una carta es que andaba por el Sur en una embarcación pesquera. Mandó un dinerito, pero nada más… Dios lo tenga con bien”, y sobre si ya tenía hijos, se limitaba a levantar los hombros en señal de desconocimiento y buscaba otra cosa de la que hablar... de sus otros hijos.

Había regresado a la casa paterna unos meses antes, quizá en los primeros días de agosto de  esas velaciones… No se oía nada de él, más que su buen porte, sus modales y su dedicación al trabajo, en las mismas cosas que su padre sabía hacer allí en el caserío, además de las propias del cuidado del ganado: un par de cientos de cabras y, un par de docenas de vacas… flacas, unas y otras, por la sequía de ese año. No se había oído nada malo del muchacho, pero la madre de Juana no deseaba que la muchacha encuentre marido tan pronto… la fuerza suya y la de su padre, era suficiente para tenerla un tiempito más bajo su techo. No se oía nada del Rumualdo hasta que apareció su sobrino Felipe, de 17 años, llegadito para las velaciones. Este, hacía su servicio Militar en El Alto, el mismo lugar donde Rumualdo se había enrolado unos años antes… Traía una noticia, que a lo mejor no era cierta, pero era de suficiente gravedad para ennegrecer la buena reputación presumida.

Esa mañana, la madre de Juana y la muchachona aquella, llegaron al cementerio con un porongo de agua, una escoba y un trapo de limpiar. Felipe, andaba cerca y –probablemente- en las mismas tareas, o quizá inventándoselas con la ferviente esperanza de “la Juana” llegase –como el año pasado- a la limpieza de las tumbas… Se contentaba con verla, aunque a cierta distancia. Para esta vez, ya tenía un plan: con ocasión de sus más de cuatro meses de servicio, vendría bien acercarse a saludar a su tía y, con ello, saludar también a la “prima”. De hecho, y aunque nunca tuvieron nada, ambos, él y la Juana, juraron que eran uno del otro… Así, aquella última vez que se vieron, de la que ya hacía nueve meses, tiempo en el que decidió irse al ejército. Y ese juramento fue solo con los ojos, a plena luz del día, en medio de muchos invitados a la misa de honras del abuelo de ésta. Un juramento que se escribió en las pupilas de cada quien, y que solo ellos podían leer, rematado con un breve susurro: “espérame”, que el muchachito le dejó oir, al tiempo que su índice rozaba la mano de aquella por debajo del plato que él le devolvía. En respuesta a tal atrevimiento, recibió de regalo una hermosa y coqueta sonrisa de asentimiento.

Las cosas habían cambiado en los nueve meses. La llegada del Romualdo parecía desmerecer aquel juramento y, Felipe lo sabía… Los muchachos le habían contado a su llegada de los probables encuentros de éste y de la prometida en los caminos al pozo de agua. No estaba dispuesto a perder… y la oportunidad era precisa, llena de fecunda esperanza. “Hola tía”, le dijo a la madre de Juana, mientras esta lo miraba –ahora con timidez- detrás del brazo de aquella. Luego de la respuesta, se dirigió a ella: “Hola Juana. ¿Cómo estás?”. Luego de las presentaciones correspondientes y de dar recado de la situación de cada familia, el asunto del servicio militar era la ocasión… “Allí también estuvo Rumualdo, pues tía…” La muchachita, intentó que su corazón no se revoloteara… Disimuló, como bien saben hacerlo las mujeres. El asunto era de interés para ambas, aunque cada una esperaba que la otra no advirtiera de esa predisposición. Él también lo sabía: “El asunto, es complicado, pero parece que no terminó bien… Allí, los superiores no dicen nada y, eso que uno de ellos es mi amigo. No cuentan, pero parece que estuvo involucrado en una pérdida de municiones… era una cantidad regular y, por el temor al calabozo, dicen que se desertó faltándole unos diitas pa salir… Bueno, así dicen”. Ante el asombro de las mujeres, continuó resaltando su valía como soldado y, la consideración de sus superiores por el hecho de haberse reenganchado, lo que sirvió para que no le aplicaran consecuencias a su huida, a tan solo diez días de terminarlo. “Pero de todas maneras, en el ejército esas cosas cuentan, perjudican… De allí ya, pues, se fue por Lima y, luego dicen que ha andado por Ilo, en la pesca”.En menos de tres minutos, logró su pretensión: anidar la duda sobre las andanzas de su contrincante… “Bueno tía. Hay cosas que hacer y esta noche hay que velar, así que allí, a lo mejor, conversamos…” El mensaje tenía otro destino y, advirtió que había sido recibido. No hubo aquella sonrisa ensoñadora que iluminaba las noches oscuras del cuartel, pero sabía que ella había entendido… solo albergaba la esperanza de que su corazón todavía quisiera mantenerse en la promesa de aquellos primeros meses…

Juana se adormitaba apoyada los cansados brazos de la abuela, mientras su madre rumiaba la oscura noticia recibida: “No será que el Rumualdo anda huido… A lo mejor tendrá problemas con la justicia… Ay Dios: libra a mi muchacha” Y a línea seguida, pensó en Felipe… “Y este... muuucho me miraba a mi Juana, quizá le tenga mala intención… Diosito....” Mientras sus ojos miraban como se derretía la cera de sus velas, su cabeza no tenía espacio más que para pensar en el dilema en el que se encontraba su Juana… “que no resulte nada malo y, que todo le vaya bien… cualquiera fuera el elegido, que le vaya bien a mi muchacha”. Su marido mientras tanto, libaba en las afueras con los primos llegados para la ocasión. Romualdo y Felipe, cada quien con sus amigos también participaban de las fiestas fúnebres de esas horas.

“Róbatela cojudo…” sugirió alguno. “Acabo de verla con su abuela. Que no pase de esta noche”. La idea no era mala, pues estaba seguro que la Juana sería una buena mujer, hecha para las cosas de la casa, para la crianza de los hijos, para el cuidado de un pequeño huerto, donde pretendía tener sus propias hortalizas…” Imaginaba sus pechos, sus cabellos ondeantes, la tersura de su piel, la fortaleza de sus muslos… No habría de dejar pasar la ocasión… El silbido de una canción era la señal y, efectivamente, la Juana lo escuchó, abandonando a la abuela, dejándola lloriqueando junto la cruz vieja del difunto abuelo… Caminó, siguiendo el silbido, y por entre las esteras que conformaban las casuchas, sintió muy cerca de sus oídos el aliento del autor de la canción, que forzándole un abrazo, le anunció: “Desde ahora serás mía y, por el resto de tus días. Te vas conmigo". Ella, resistió al abrazo, intentando separarse de ellos… “Estás cojudo Rumualdo. Yo no me voy contigo”. La breve discusión de ambos, se confundía con el bullicio de los ebrios que, detrás de una deleznable quincha de hualtacos, cantaban cualquier cosa mientras hacían brindis ociosos y sin gracia alguna… Ella se negaba, diciéndole que no tenía nada, que ni siquiera se conocían, mientras que él argumentaba que sabía de los decires de su corazón, en atención a las tres veces a la semana que se veían –aunque silenciosos- en el camino que conduce a la quebrada. Y en eso, no se equivocaba. La mujer, finalmente, dio por zanjado el asunto: “que me gustes no significa que yo deba ser tu mujer”, mientras intentaba alejarse. Rumualdo, le mostró un revolver: “Si no eres mía te mato…” Sin intención de mostrarle miedo, le anunció: “Ja. No serás capaz de nada…” La intención era forzarle la voluntad, asi que no había balas. Le habían sido sustraídas del tambor, aunque una quedó prendida, justo para ser disparada.

“Te mato carajo… el Felipe ese no se saldrá con la suya”, dijo mientras gatillaba. Un estruendo y un grito le siguieron a sus palabras… La mujer cayó al suelo. En la obscuridad, el hombre pudo ver que la blusa de la muchacha se manchaba de sangre lentamente… Las gentes, en breve silencio, buscaban el origen del lamento… Asustado, el hombre montó el primer caballo que encontró y huyó… Unos minutos después, otro hombre, ya de años, la cargaba mientras gritaba: “Mi Juana… aaaayyyy mi Juana…” Una mesa se convirtió en camilla, mientras los mecheros y lamparines de las estancias ofrecían su mejor luz. La gente se arremolinaba… y los chismosos preguntaban al aire: ¿Quién fue, quien disparó? Otro hombre, le tomaba el pulso e intentaba oir los latidos de su pecho. Su voz ronca anunció: “Respira… Dejen espacio por favor”. Tomás, un hombre iniciado en el conocimiento de las plantas medicinales, el esoterismo y la cartomancia, ofrecía una esperanza… una nueva esperanza.

En la lejanía, un caballo levantaba la polvazón.

Si este cuento te ha gustado, puede que sea de tu interés "Preso".

Bala

Una noche fría, el cementerio de El Cardo. Almas velando a otras. Mujeres hilando sus recuerdos a la luz de unas velas, adimentadas de cruces recién pintadas. Hombres bebiendo, en las afueras, chicha de la buena, encurtiendo sus estómagos de ceviches revitalizantes.

Juana, una moza, de quizá unos quince años, también se adormitaba al poco calor que las velas alcanzaban… de rato, ante los lloriqueos despertaba inquieta… Más de pronto, a pedido de sus oraciones, le habló a bajito a su madre: “Voyme a ver a la abuela, acompañarla un ratito”. La tumba del abuelo se escondía en el otro extremo del cementerio. No era extenso, pero para esa noche, entre tantas gentes, las gentes mismas se perdían. “Ya vengo amá”, dijo, mientras sacudía la colcha con se cubría las piernas, protegiéndolas del frio y, echaba sus primeros pasos.

Varios minutos después, se sentaba junto a las ajadas pieles de la madre de su madre. Esta lloraba en silencio la ya lejana muerte de su marido, al que extrañaba a la partida de los hijos, que volaron en busca de hacer sus propios nidos. El camino de tumba a tumba había sido largo… ejem… en realidad no lo era, pero ella así había querido que sea. La muchacha, de unos días antes, andaba medio pespita… se le había dado por ir, con cierto afán, en las tardes a buscar el agua al pozo, cuando en otros tiempos, odiaba esa tarea… La madre lo había notado y, un par de veces en la lejanía del camino, había visto, en las mismas horas, al Rumualdo… “Carajo… no será que esté maltoncito ande hecho el garañón con la muchacha… umh… Ay Taitita, librala Señor”, anunció para sus adentros en la segunda vez de su “aguaite”, mientras se persignaba con los ojos levantados hacia el cielo. “Que no sospeche su padre… la mata”, remató en sus pensamientos.

Rumualdo era ya un muchacho de mayores años. Quizá sus 23, del que no se conocía nada. O mejor, se conocía poco… hacía ya varios años, quizá ocho, a lo mejor nueve, quizá siete, que se fue para el servicio militar y, no había vuelto, más que unas pocas veces. En los días iniciales, bien “tuzau” y puestecito con su camisa blanca, pantalón oscuro y sus botines de milico. Más luego, en los cinco años últimos, poco se sabía de él. Su madre María –prima lejana de la madre de “la Juana”- no le gustaba hablar del hijo huraño y, en cada vez que de él, preguntaban, solo atinaba a decir: “Lo ultimo que mandó a decir en una carta es que andaba por el Sur en una embarcación pesquera. Mandó un dinerito, pero nada más… Dios lo tenga con bien”, y sobre si ya tenía hijos, se limitaba a levantar los hombros en señal de ignorancia y buscaba otra cosa de la que hablar.

Había regresado a la casa paterna unos meses antes, quizá en los primeros meses de agosto de esas velaciones… No se oía nada de él, más que su buen porte, sus modales y su dedicación al trabajo, en las mismas cosas que su padre sabía hacer allí en el caserío, además de las propias del cuidado del ganado: un par de cientos de cabras y, un par de docenas de vacas… flacas, unas y otras, por la sequía de ese año. No se había oído nada malo del muchacho, pero la madre de Juana no deseaba que la muchacha encuentre marido tan pronto… la fuerza suya y la de su padre, era suficiente para tener un tiempito más bajo su techo. No se oía nada del Rumualdo hasta que apareció su sobrino Felipe, de 17 años, llegadito para las velaciones. Este, hacía su servicio Militar en El Alto, el mismo lugar donde Rumualdo se había enrolado uno años antes… Traía una noticia, que a lo mejor no era cierta, pero ya enlutaba la buena reputación presumida.

(continuará...)

Versión completa...

El abogado defensor elegido libremente

Si los ciudadanos supieran de la importancia del derecho a elegir un abogado, las cárceles tendrían menos inquilinos o, en el peor de los casos, sus estadías serían de menos duración. Es una de las expresiones del derecho a la defensa. Éste, se enuncia en nuestra Constitución, como un “principio” que asegura la no privación de la tutela profesional y/o por si mismo en ningún estado de proceso. La primera derivación que se materializa es la de reconocer que, en el proceso -jurisdiccional, administrativo o “privado”- los ciudadanos tiene derecho a contar con un abogado que les defienda, con el ánimo de asegurar “los medios necesarios y suficientes para defender sus derechos e intereses legítimos ventilados en un proceso” según lo anuncia nuestro Tribunal Constitucional en el 1230-2002 HC/TC.

El aseguramiento de la asesoría y patrocinio por un profesional del derecho es la materialización del aspecto formal del derecho; mientras que, la dimensión material supone el reconocimiento del ciudadano de defenderse y ejercer las facultades que el mismo derecho le ofrece. El Tribunal Constitucional, sobre el aspecto formal, reconoce cuatro asuntos: a) Que, el acusado pueda ejercer no solo su defensa material sino la defensa formal, a condición de que tenga la calidad de abogado, habilitado conforme a ley, b) Que, la defensa formal a través tercero, posibilita la libre elección del mismo, con la disponibilidad de sustituirlo en cualquier momento del proceso, c) que, en caso no exista elección de abogado, tal defensa sea garantizada por la designación de un abogado del Estado, d) el acusado no tiene posibilidad de renunciar a la defensa letrada. Sobre el tema, con detalle se puede revisar las sentencias del Tribunal Constitucional, Exps. 1323-2002 HC/TC, 6260-2005 HC/TC, 2028-2004 HC/TC. 

Si asunto viene así reconocido y, también anotado en el art. IX del Título Preliminar del Código Procesal Penal, deberá permitírsenos una conclusión: el abogado de libre elección tiene preeminencia frente al abogado público. Si el acusado decide por un defensor particular, entonces la defensa estatal, queda –automáticamente- excluida. En el derecho comparado, en el norteamericano y argentino, el acusado puede renunciar al abogado y ejercer su defensa por sí mismo, independientemente de si es o no abogado. Lo podemos ver, por ejemplo, en la película “Fracture” con Antony Hopking. En nuestro caso, la jurisprudencia presume que nuestros ciudadanos no están en la capacidad ni tienen las habilidades técnicas para desenvolverse en un proceso; y si es uno de naturaleza penal, donde la libertad está en juego, entonces, mayor es la desconfianza. Así, garantía de dicha defensa, no sólo corresponde al propio acusado, sino que se extiende al Tribunal y, demás agentes de justicia. Se discute, ahora más, con ocasión del tratamiento de los delitos en flagrancia, si el Tribunal tiene la facultad de excluir al abogado defensor por deficiencias en su labor. Sin ánimo de entrar en detalles, sobre el particular, consideramos que el juez tiene el deber de advertir al abogado defensor de sus deficiencias, suspender el plenario para una mejor preparación y, de mantenerse la situación, exponer la advertencia al propio imputado y preguntarle si a pesar de las deficiencias, prefiere mantener dicha elección. El juez no puede comportarse como el “supervigía” del modo como las partes procesales ejercen sus derechos. 

Volvamos a la preeminencia de la defensa de confianza ante el abogado del Estado. ¿Cada vez que haya un nuevo abogado privado corresponde que se excluya a la defensa oficial? Si leemos los art. IX del TP, 80 y 85 del Código Procesal Penal, concluiremos que, en proceso penal siembre ha de estarse por el abogado elegido a que por el que corresponde en su defecto. No obstante, la conclusión anotada desde la literalidad del texto legislativo; deberá indicarse que, ninguna facultad o derecho fundamental del individuo es absoluto y, por el contrario –como dice Castillo Córdova en su opera prima- sus enunciados tienen como objeto asegurar la protección de “realidades limitadas y determinables” y, por tanto debe garantizar –en su correlación con los derechos de los otros y con los bienes y valores constitucionalmente proclamados- una convivencia pacífica que permita la materialización del “contenido esencial” o “constitucional” del derecho en cuestión, a la vez que el mismo contenido de los derechos de los demás y valores constitucionales.

El Tribunal Constitucional ha remarcado –en la distinción defensa material y defensa formal- que el acusado, aún cuando no ha podido estar presente al tiempo de los alegatos finales, su defensa estaba garantizada por tener un “abogado de oficio”, incluso ofreciendole preferencia ante el abogado de libre elección . En los hechos, el acusado –en las previas del final del proceso- nombra un nuevo abogado defensor que, a su vez, solicita copias del expediente y suspensión de la audiencia. El Supremo Interprete Constitucional, precisó que la existencia de un abogado defensor de oficio (sic) era suficiente para garantizar su derecho a la defensa, agregando que –los alegatos que considerara el nuevo defensor- pudieran ser expresados en la audiencia siguiente. El Tribunal no ofrece más detalles, pero puede colegirse que, la intención no es la de relevar el derecho a elegir al abogado en sí mismo, sino la de garantizar el derecho a la defensa en su mínima expresión: garantizar en el proceso la aplicación de los medios necesarios y suficientes para enfrentar la imputación a través de la evitación de la indefensión en la audiencia celebrada, con la misma posibilidad de tener una asesoría y patrocinio profesional. La sentencia se encuentra en el expediente 365-2009 HC/TC, mientras que, las sentencias que nos remiten al punto nuclear del derecho en cuestión las podemos hallar en exp. 90-2004 AA/TC y 6712-2005 HC/TC.

Añadiríamos algo más: el acusado tiene derecho a un abogado de su libre elección, empero mientras se asegure que aquel que lo reemplaza se encuentre habilitado conforme a ley, dígase que no se encuentre inmerso en los impedimentos de los art. 285, 286 y 287 de la Ley Orgánica del Poder Judicial; entonces no hay afectación a su derecho, más todavía si corresponde a la magistratura compatibilizar la garantía del derecho individual en ciernes con la garantía del debido proceso, el que además también favorece a las otras partes procesales. Entiéndase los deberes funcionariales de evitar la posibilidad de que juicios se quiebren, oír a los números testigos presentes en la sala, atender el derecho del coimputado a ser juzgado en un plazo razonable; cuestiones, todas ellas, atendibles como ya dijimos, en mérito al principio del debido proceso.


Si estás interesado en temas procesales, quizá pueda ayudarte:  "La comunidad de la prueba".

miércoles, 12 de octubre de 2016

El silencio del acusado

El acusado tiene derecho a no autoinculparse. En el derecho peruano, se admite como derecho fundamental a partir de su enunciación en la Convención Interamericana de Derechos Humanos, que reconoce que todo inculpado tiene “derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable”. También queda vinculado al tenor del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

El contenido constitucional del derecho supone: a) la garantía de guardar silencio respecto de los hechos por los cuales es investigado o acusado penalmente, tanto en lo que le atañe como en lo que incumbe a terceros, b) la prohibición de padecer violencia psíquica o física o de sujetarse a métodos engañosos o de naturaleza análoga que pudieran estar destinados a obtener involuntariamente información sobre los hechos criminales por los cuales se le investiga o acusa, c) la opción de ofrecer distintas declaraciones-incluso contradictorias- y en distintas oportunidades y, d) la posibilidad del Tribunal de darle al silencio “un sentido interpretativo (…) que pueda ayudar a dilucidar la causa”.

Esta última eventualidad, reconocida por el Tribunal Constitucional en el expediente 3021-2013 HC/TC, ha sido largamente criticada. ¿Puede interpretarse el silencio? ¿Puede derivarse alguna conclusión de la ausencia de declaración? O mejor ¿Cuándo una interpretación puede “ayudar a dilucidar la causa”? La expresión no es clara ni tampoco ha sido desarrollada por el Tribunal Constitucional, empero expone como consecuencia la posibilidad del juez de valorar el silencio del acusado. De hecho, tal corolario puede derivarse del carácter relativo de los derechos fundamentales. El Supremo Interprete Constitucional ha señalado en el Exp. 1091-2002-HC/TC: “ningún derecho fundamental tiene carácter absoluto, sino que por el contrario, se encuentran limitados, no sólo por su propio contenido, sino por su relación con otros bienes constitucionales”, hecho que tiene eco en la jurisprudencia comparada en materia de derechos humanos. En el específico caso del derecho a no autoincriminarse, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, españoles, han resaltado: “el silencio del acusado en ejercicio de un derecho puede ser objeto de valoración cuando el cúmulo de pruebas de cargo reclame una explicación por su parte de los hechos. Pese a su silencio puede deducirse una ratificación del contenido incriminatorio resultante de otras pruebas” (STC 137/98, de 7 de julio y 202/2000, de 24 de julio; SSTS de 29 de septiembre de 2000 y de 27 de junio de 2002).

El criterio no es aislado, de hecho es eco de la doctrina del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, que en el caso Murray vs Reino Unido, 1996, expreso que la ausencia de una explicación alternativa por parte del acusado, que solamente éste se encuentra en condiciones de proporcionar, puede permitir obtener la conclusión, por un simple razonamiento de sentido común, de que no existe explicación alternativa alguna, es decir, ello equivale no sólo a valorar las alegaciones exculpatorias sino también el silencio del acusado como un elemento o indicio corroborador o periférico. Tal posición ha sido reiterada en el caso Condrom vs Reino Unido, 2000. En cualquiera de los casos, la valoración del silencio está condicionada al peso de la prueba directa o de indicios que aseguren la exclusión de la duda razonable.

El segundo asunto relevante relacionado es ¿Se puede valorar la declaración del imputado en contra de si? ¿Cómo compatibilizar tal valoración negativa con el derecho de no incriminarse? El derecho presume que la posición “ordinaria” del imputado es la de esquivar la acusación para evitar una sanción penal; empero no todos los imputados desean asumir tal condición; por eso es que jurídicamente se reconoce el valor de la confesión, entendida como la manifestación espontánea que hace el acusado mediante la cual reconoce ser autor, cómplice o encubridor de un delito; que a su vez, se vincula estrechamente con el derecho del acusado a declarar y exponer su propia tesis sobre los hechos. Es decir, que si bien el derecho a no auto-incriminarse se reconoce como fundamental, adquiere relatividad frente al derecho, también constitucional, de declarar sobre los hechos. Y esta posibilidad, supone variables desde la de aceptar los cargos, mediante la confesión y/o la aceptación parcial de los mismos; hasta la negación de la imputación, materializada esta, de distintos modos: negación de los hechos, exposición de una causal de atipicidad, argumentación de alguna justificación, o explicitación de un factor que excluya la responsabilidad. Atendidas, dichas posibilidades, deberá colegirse que, el juez deberá atender y valorar tales declaraciones, incluso en perjuicio del declarante, puesto que, para su atención como medio de prueba, se exige en nuestro sistema procesal, que a) se encuentre corroborada con otros medios de prueba, b) que se preste libremente, con sinceridad y espontáneamente y, c) que se efectúe frente al fiscal y/o juez, siempre con presencia de su abogado. Así, la atención a dichos requerimientos procesales, es posible que tal confesional declaración pueda ser valorada negativamente, al punto que, la misma norma expone que carece de efectos si se trata de actos delictivos flagrantes, de abundante carga probatoria acreditada y/o el acusado tenga la calidad de reincidente.

Algún minoritario sector expone que, bajo ninguna circunstancia es posible deducir valor negativo de la declaración del acusado por el simple hecho de que tiene mayor relevancia el derecho a no autoinculparse, como derecho general; mientras que, el de declarar de cualquier modo y en cualquier momento, tiene condición subordinada y excepcional frente al citado. Sobre el tema, el Tribunal Constitucional ha precisado que, los derechos fundamentales no tienen, en teoría, preeminencia de unos sobre otros; lo que permite excluir de dicha apriorística declaración. La jurisprudencia norteamericana tiene muy claro el tema desde que la Corte Suprema de dicho país resolvió el caso Miranda v. Arizona, 384 U.S. 436 1966, en el que se precisó: "...La persona en custodia debe, previo a su interrogatorio, ser claramente informado de su derecho a guardar silencio, y de que todo lo que diga será usado en su contra en un tribunal, debe ser claramente informado de que tiene el derecho de consultar con un abogado y tener a ese abogado presente durante todo el interrogatorio, y que, si es indigente, un abogado le será asignado sin coste para representarlo". En nuestra norma procesal, art. 71, no parece estar contenida la exigencia de advertir del uso en contrario de la declaración previa, empero si se compatibiliza con el tenor del art. 376, y, de ambos con el derecho del acusado de exponer su propia versión de los hechos, entonces, deberá deducirse que, la valoración negativa de las expresiones del acusado no está proscrita de ningún modo al tiempo en que se efectúa la valoración de la prueba.

Sobre el silencio del acusado, también puede leerse, este otro aunque desde distinta perspectiva: http://entrehamacasyalgarrobos.blogspot.pe/2009/12/el-silencio-del-imputado.html

lunes, 10 de octubre de 2016

Preso

Era agosto de 2008, tres hombres conversaban en las afueras de una casa en uno de los tantos caseríos tambograndinos… Era de madrugada y, acompañaban el féretro de un muy querido vecino… Otros tres, ebrios a causa del cañazo con el que se enfrentaban a la noche fría, roncaban sentados en sus respetivas sillas. Uno de los que aún se mantenían despiertos, advirtió en la lejanía el movimiento de una luz que prontamente reconoció como el de una linterna. Encendida hizo movimientos y, se apagó. El hombre, pese a notarlo, no le tomó importancia. Eran ya casi las tres de la madrugada y quizá algún vecino se habría despertado y se encontraba de camino hacía algún otro lugar… Quizá se dirigía a su parcela para regar... quizá.

Pasaron unos minutos y, la linterna volvió a encenderse y, repitió los mismos movimientos en medio de la obscuridad nocturna. Estaba en el mismo lugar. El hombre, como dicen mis paisanos, “entró en sospechas”; es decir, le pareció extraño que el caminante no se moviera del lugar. Muy quedamente, le indicó a su compañero la ocurrencia y ambos decidieron enfrentarse a la noche, a su negrura, a su miedo. El valor que te ofrece un cuerpo “licoreado” y un par de chicotes en la mano derecha de cada quien, les permitieron decidirse por verificar de que iba el asunto. “Si son maleantes, no vale ir directamente… si están ‹armaus›, puede que nos pringuen y hasta nos pueden joder”, dijo uno. Así que, con la advertencia, hicieron como que ingresaron a la casa y, dieron una larga vuelta para sorprender al luminoso y desconocido acompañante, que desde una distancia aproximada de 800 metros se alumbraba a sí mismo, o quizá le hacía señales a algún otro lejano. 

Los cálculos de los avenidos investigadores, les permitían inferir que el sujeto se encontraba muy cercano a una via carrozable. Muy silenciosos se aproximaron por el lado opuesto y advirtieron unos bultos –quizá una sacas que contenían probablemente sogas- muy pesados. Mientras se acercaban las señales se volvieron a repetir hasta tres veces… No era uno, el que estaba con los bultos, eran dos. A pesar de la noche y advirtiendo que alguien se acercaba, decidieron huir… “vamos carajo, viene gente”, dijo uno de los forajidos y, se oyeron las fuertes pisadas de dos gentes que corrían. En el silencio de la noche, hasta el quiebre de las ramas producidos por las pisadas se escuchaban; la obscuridad solo les permitía imaginarse la polvareda que levantó con la huida. Los hombres, temerosos todavía, aunque con menos riesgo por el abandono, revisaron el contenido... Era una cantidad considerable de cables de tendido eléctrico, de esos que se usan para la alta tensión. Descubrieron a pocos metros de lugar, ya muy cercanos a la trocha, dos sacos adicionales, de mayor tamaño y, de considerable peso. Era un hurto… Un hurto, a este tiempo, frustrado. 

Se sentaron cada quien sobre uno de ellos y, mientras conversan muy calladito sobre qué hacer… escucharon en el silencio de la noche el ruido de una moto… “Carajo. Es el mototaxista que esperaban para llevar el cargamento”. Se escondieron aunque sin necesidad de mucho por la obscuridad… No traía luces. Se apagó el motor. Silencio total. Unos minutos después, el conductor encendía una linterna y hacía las mismas señales que delataron a los autores… Esperaron. Luego de escaso tiempo adicional, se acercaron, diciendo “aquí vamos, aquí vamos”. Usaron voces susurrantes para no permitir las sospechas del tercero. Al advertir que no eran quienes esperaban, el conductor intentó huir. Era un vecino del caserío aledaño. “No te vayas carajo…” dijeron mientras le cruzaban un par de fuetazos por las costillas… “¿Qué haces por aquí?”, le inquirieron. Nervioso no supo que decir y, luego de algunos balbuceos, contestó: “Se me ha quitado el sueño y, salí a orinar, pero me acordé que a la oracioncita estuve por aquí y, se me dio por zurrar por este descampado. No hallo mi billetera y quizás se me “haiga” caído por aquí. He venido a buscarla”. Le refutaron: “No seas cojudo hombre, tú estás con los abigeos de cables… so zamarro… pendenciero, carajo”. Negó y hasta se puso a buscar en las proximidades unas heces inexistentes y una billetera que, quizá guardaba en su casa. “Vamos hombre… no insistas”. Le hicieron arrancar el vehículo, y conducirse unos metros más adelante… Ya había otras personas. 

Al fuetazo, el hombre expuso fuertemente su dolor y, eso permitió la alerta a otros. Los silbidos de los incipientes investigadores, alertaron a los demás acompañantes del duelo y, ya había gente suficiente para acomodar las sacas encontradas…. El hombre suplicaba “no me lleven a la comisaría… que me castigue la ronda… no quiero tener antecedentes… por favor”. El fiscal, meses después, acusó por hurto agravado y aunque el muchacho siempre mantuvo su inverosímil versión: la de ir a buscar una billetera perdida; una regla de experiencia: nadie sale a buscar lo perdido en medio de la noche, la declaración de dos valientes vecinos y, la presentación –unos días después- del DNI por propio acusado, que supuestamente se encontraba dentro del billetera olvidada en el descampado, hicieron que se condenara al mentiroso. Nunca se pudo saber quiénes fueron los otros facinerosos, pero la empresa de energía eléctrica señaló que, aún faltaban dos paquetes de cables. Tampoco se sabrá si esa información era cierta, pero permitió que la condena se impusiera por delito consumado. 

Han pasado ya ocho años y, hace unas horas le abrieron las puertas del penal por cumplimiento total de la pena de privativa de libertad. Ha aprendido un nuevo oficio: la carpintería, labor que realizaba para matar el aburrimiento, pero mantiene su declaración de inocencia: no sabe quiénes eran los ladrones y añade que él no estaba con ellos. Añade que no le debe nada a nadie. En protesta, prefirió no pedir nunca ningún beneficio penitenciario, ninguno. Ni siquiera el de redención por el trabajo. No le parecía justo pedir nada a nadie y menos al Estado, que injustamente lo encarcelaba. 

Hoy alcanzó su libertad. Y lleva mucho resentimiento en el alma.

domingo, 2 de octubre de 2016

La comunidad de la prueba

En mis días iniciales de abogado litigante, en un expediente de alimentos, encontré una expresión muy mona: “por el principio de reversión de la prueba, los mismos que ofrece la parte contraria”. Defendía yo a la parte demandante, pero el abogado del demandado, con dicha frasecita le pedía al juez que nuestros medios de prueba también fueran suyos. No entendí el sentido y, el juez tampoco se pronunció de forma explícita sobre el pedido. Y empecé a copiar en cada oportunidad que podía: “por reversión de la prueba, hago míos los medios de prueba de la contraparte”. En realidad, tiempo después, advertí que el principio de reversión probatoria no está ligado a la posibilidad de apropiarme de los medios de prueba de otro. La reversión es una excepción a la regla general “la carga de probar corresponde a quien afirma hechos que configuran su pretensión o a quien los contradice alegando nuevos hechos”. Tal excepción se sujeta al principio de legalidad.

Advertido el error, mi enunciado cambió: “Por el principio de comunidad de la prueba hago míos los medios de prueba de mi contraparte”. ¿Qué es el principio de comunidad de la prueba? En nuestra jurisprudencia, pese a que de ordinario se anuncia, no se tiene una definición específica; empero la doctrina reconoce dos posibilidades. Una definición amplia en la que se identifica al principio con la indisponibilidad de la prueba aportada al proceso, de modo tal que, en cuanto son admitidas por el juez dejan de ser de quien las ofreció para convertirse en “parte del proceso” y; otra tesis restringida, en la que se expone que, la comunidad de la prueba está ligada a los efectos de su actuación: los medios de prueba son de quienes los aportan, empero las consecuencias de su actuación puede favorecer a uno u otra parte. Como defensor de la primera tesis tenemos al profesor Florencio Mixan Mass, mientras que de la tesis restringida, el juez César San Martín Castro.

Nuestra legislación procesal penal no dice en absoluto nada sobre el tema; empero sí que, desde el modo como está regulada la adquisición, oferta, actuación y valoración probatoria podemos deducir qué debe entenderse por tal principio, al que, algunos denominan “principio de adquisición procesal”. El contenido de la acusación supone la oferta de los medios de prueba con la que se ha de sustentar, como aparece del art. 349 de la norma adjetiva; del mismo modo que, el acusado –y demás sujetos procesales- luego de conocer la acusación, en el plazo de ley, también están facultados para “ofrecer pruebas para el juicio” y; en ambos casos, la obligación es de señalar los motivos de la examinación y/o una reseña de los medios de prueba distintos a las de testigos y peritos. En otras palabras, cada sujeto procesal es responsable de su propia tesis y de los medios de prueba con la que pretende sustentarla. 

Tal hecho es así, al punto que, al tiempo de interrogar la norma expone: “corresponde, en primer lugar, el interrogatorio de la parte que ha ofrecido la prueba y luego las restantes”. Éstas, las partes restantes, evidentemente, se sujetan a las reglas de la contrainterrogación. Es decir que, sus preguntas deben ser cerradas con la intención de contradecir la información que produjo la parte que lo ofreció mediante preguntas abiertas. En principio, su actuación no tiene como objeto conseguir más información, sino refutar la ya ofrecida. ¿Y qué ocurre si el declarante ha omitido decir algunos datos en razón a que la parte oferente no hace las preguntas necesarias justamente porque esta información no le sirve para su tesis? La contraparte, evidentemente, no puede hacer preguntas abiertas, salvo que… Es una regla básica del contrainterrogatorio. El “salvo que” anterior, solo es posible, si es que al momento en que se ofrecen los medios de prueba, la parte interesada también ofrece al testigo “como suyo”. De ese modo, el órgano de prueba se someterá a dos interrogatorios y a dos contrainterrogatorios. Adquiere relevancia una objeción básica del juego procesal: “Ud. no puede hacer preguntas abiertas a mi testigo”. 

Atendida dichas posibilidades, corresponderá concluir que, los medios de prueba lo son de quienes lo ofrecen hasta el momento mismo en que se actúan. Es parte de control a que se sujetan las contrapartes. Incluso, desde la perspectiva de que la parte es quien conoce las proposiciones fácticas de su tesis, es posible que a ese tiempo –de considerar ya probada, alguna o todas las propuestas- puede desistirse de seguir actuando prueba en razón a la impertinencia, dada la sobreabundancia de la misma. 

El asunto va más allá. El Código procesal penal estable una ordenación específica no sólo respecto del modo como ha de interrogarse a los órganos de prueba, sino que, en caso de que alguno no se presente a juicio, se establece como obligación, que en caso de necesidad de conducción compulsiva “quien lo propuso colabore con la diligencia”; lo que evidencia que, aquello de que “una vez aportadas forman parte del proceso y se destinan a producir certeza en el juez” tiene sus matices, que encuentran eco en la propia tesitura de nuestra legislación; lo que posibilita concluir, conjuntamente con el juez San Martin, que el principio posibilita como consecuencias fundamentales: a) La imposibilidad de la renuncia de la prueba ya practicada o ejecutada, b) La prueba trasladada conserva su valor, c) la prueba actuada en procesos conexos extiende su valor para el conjunto de procesos acumulados, d) el resultado de la valoración probatoria es de pertenencia del juez. 

Resaltamos la primera y última conclusión. La comunidad de la prueba, por tanto, puede ser alegada en juicio, a los efectos de beneficiarse de las consecuencias de la actuación probatoria sin perjuicio de quien ofreció el medio de prueba; empero, si la pretensión es adquirir para sí, tales pruebas, corresponderá sea alegada al tiempo en que se atiende el traslado de la acusación. Dígase, durante la etapa intermedia. Es mejor así, a que sorpresas durante el juicio.

Te recomendamos revisar: Libertad ciudadana y control jurisdiccional.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...