Oh señor, ordena al ángel vengador, que contenga su mano para que la tierra no quede desierta y pierdas a todos tus siervos. Te suplicamos humildemente, que apartes de nosotros la llama de tu ira”. Así rezaba la oración del papa Clemente VI frente a la peste negra. Era necesaria su pronunciación al inicio de cualquier acto litúrgico en cada iglesia catedralicia o conventual de la Europa medieval. Los apocalípticos de esos días, sin embargo, no se hicieron esperar. Al amparo de las exigencias de la ley mosaica, anunciaban con los textos sagrados en la mano: “Descargaré sobre Uds. mi espada, como castigo a la desatención de mi alianza. Y si pretenden esconderse en las ciudades, les enviaré la peste y serán entregados al enemigo”, (Lev. 26, 25).
La fiebre, las hinchazones axilares y de otras partes del cuerpo, el aliento maloliente, las supuraciones fétidas y los esputos sanguinolentos no solo eran sinónimo de muerte, sino que también exponían la cercanía del fin del mundo. De hecho, se anunciaba la presencia del cuarto jinete: “le fue dada potestad sobre las cuatro partes de la tierra, para matar con espada, con hambre, con peste, y mediante fieras de la tierra” (Ap. 6, 8). El asunto no era nuevo, de hecho, un par de siglos antes dichos movimientos escatológicos ya se habían anunciado a partir de milenio vivido y las crisis que se afrontaron en aquellos días.
Las órdenes mendicantes instaladas en el siglo XIV, en particular los hijos de Francisco de Asís, anunciaban la necesidad de la pobreza y la caridad como expresiones de la vuelta hacia Dios e impulsaban nuevas formas de piedad laica que posibilitara la reconducción de las conductas de los hombres. La conciencia social de pecado había llevado a desviaciones en las prácticas del perdón. Muchos abades era denunciados por recibir pingues beneficios de nobles, políticos y gentes adineradas sin importar el origen de sus ganancias; las indulgencias plenarias se concedían casi de favor, al punto que nuestro papa Clemente VI las concedió en alguna vez a cambio de diez chelines a cada una y, en justificación argumentó: “Un pontífice debe hacer felices a sus súbditos”. Los franciscanos, en cambio, insistían en la necesidad del reconocimiento de nuestra naturaleza pecadora, la expiación de las culpas, la obligación de la penitencia física, la devoción a la eucaristía y a la madre de Dios. En este contexto reaparecen los flagelantes: un movimiento popular que impulsaba la disciplina corporal como expresión material del arrepentimiento. Las cofradías de flagelantes prontamente se extendieron por todo el mundo cristiano conocido.
La peste negra y sus perturbadoras y terroríficas consecuencias no hacían más que exponer la justificación para estas formas de piedad, en las que se exigía el arrepentimiento y el perdón para la próxima llegada de Cristo. Una tabla de piedra bajada del cielo en un altar de Jerusalén anunciaba el fin del mundo con fecha de ejecución inmediata: 10 de septiembre de 1349, dos días después de la conmemoración del nacimiento de María. Esta particular circunstancia, hacía que la Theotocos se convirtiera en la gran intercesora, al punto que –superada la fecha- a ella se le agradecía su buenos oficios en el cambio de planes del severo juez de la historia que –por misericordia- ofrecía una nueva oportunidad al género humano. No obstante, si bien no había nueva fecha, la salvación reciente no excluía que la nueva fecha sea cercana. ¿Cómo no dudar de la presencia del jinete de la muerte si a la fetidez misma de la enfermedad se sumaba la hediondez de los cadáveres que regados se exponían en las calles y en los atrios eclesiales? ¿En razón de que se podía negar el juicio final cuando ciudades quedaban diezmadas a consecuencia de la peste?
Hombres vestidos de sayal, caminaban por las calles, a espalda descubierta, lacerándosela con látigos de tres puntas, que aseguraban la exposición de carnes al rojo vivo. Aún con el dolor, elevaban cantos a María o recitaban en tristísimas melodías el contenido del Miserere: “Ten piedad de mí, oh Dios, según tu misericordia: Conforme a la multitud de tu piedad borra mi iniquidad. Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado”. Las mujeres piadosas, recogían las sangres de los penitentes y con ellas lavaban sus propios rostros, en particular sus ojos y oídos, bajo la creencia de la santidad de esos líquidos corporales y con el afán de asegurar el perdón de sus culpas. No faltaban aquellos que, en medio de sus fatigas anunciaban visiones o, profetizaban malamente la extensión de la plaga. De ordinario, aseguraban que 33 días de caminatas por distintas ciudades, sujetándose a la flagelación, la abstención sexual y al ayuno serían suficientes para asegurar la vida, ésta o la futura. Los rituales podían variar según la región, pero era común que, en tanto cofradías de fieles, aseguraban en el camino cirios, estandartes, báculos, aceites sagrados que administraban, incluso, para aquellos vecinos que desearan la confesión de los pecados. En ocasiones, denunciaban los despropósitos del clero y se apartaban de sus recomendaciones. Más de uno negó la importancia del bautismo argumentando ¿Acaso no hay mejor formar de mostrar adhesión a las enseñanzas de Cristo que con la propia sangre, esa que brota del dolor y la expiación? ¿No es que acaso la sangre los flagelantes tenía más valor que la de los mártires si ellos la ofrecían al Señor de forma voluntaria?
El asunto se había escapado de las manos. Los desórdenes no solo eran de religiosidad popular, sino que ponían en entre dicho los dogmas mismos de la Iglesia relativos al perdón de los pecados y a la administración de los demás sacramentos. El 20 de octubre de 1349, en la bula Inter sollicitudines, el papa Clemente VI condenó a los flagelantes declarándolos herejes. Desde ese momento se convirtieron en perseguidos, como sujetos de condenación eran aquellos que si quiera les ofrecieran un poco de comida o un vaso de agua. La desacreditación derivada del incumplimiento de sus escatológicas profecías hizo que, prontamente y con la ayuda de la fuerza pública, los flagelantes, como organización de religiosidad popular, pasaran a mejor vida.
La oración de perdón del papa Clemente VI, sin embargo, siguió rezándose allí donde hubiera un creyente.
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