miércoles, 17 de abril de 2024

Amantes

“Intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos buscaban sus pechos antes que las hojas de los libros”. Así empieza uno de los párrafos de la autobiografía de Abelardo. En ella, cuenta su vida y la versión personal de uno de los amores prohibidos y secretos mejor revelados de la historia. Hoy, pese a las prohibiciones de proximidad de antaño, el cuerpo del amante yace por los días que le restan a este mundo al lado de Eloisa, su amada, la hija de la abadesa de Fontevraud. ¿Dónde? En el cementerio de Peré Lachaise, en París. A estos días, más que un centro fúnebre es un centro de recreo. Cuarenta hectáreas de tumbas, arquitecturas fúnebres, árboles enormes anidados de pájaros cantores, reptiles y gatos cimarrones, lo convierten en atracción turística. Las tumbas de Abelardo y Eloísa, son destino de los contemporáneos corazones enamorados, en los que nuevos amantes, pública o de modo furtivo, regeneran arquetípicas formas de juramento del amar inacabable.

El muchacho la conoció mocita. Y ella era, digamos, conocida. Era la sobrina de un canónigo de la Catedral de Nuestra Señora de Paris. En realidad, para aquellos primeros tiempos del S. XII, que una mujer supiese leer y escribir era noticia; más todavía, si su entendimiento se recreaba en lenguas extrañas, dígase griego, latín clásico y hebreo. Su alma exponía devoción fiel a las letras y las filosofías y sus manos procreaban algunas canciones en instrumentos musicales. Su poesía… era inspiración para el filósofo Abelardo. Con tan brillosos pergaminos, la noticia se resalta a doble luz. La muchacha desayunaba letras, al medio día conversaba con Tertuliano, con Cicerón, con Séneca…   Afirman los que por esos días vagabundeaban en París, que bien podía dar clases de cualquiera de las materias correspondientes a las artes liberales del Trivium. Lastimosamente, la humanidad no ha heredado sus canciones, pero el solo hecho de su renuncia al matrimonio en favor de la erudición nos da cuenta de su valía emocional. Decíamos, que Abelardo la conoció muy jovencísima y, tendenciosamente –provocado por su sapiencia- la enamora y la hace suya. Piénsese en la forma de las más carnales posibles y, con ello, el amor libre proclamado por la joven resaltaba la amistad de los amantes, a que las obligaciones de los esposos.

El hombre –que le sobrepasaba en 22 años- luego de azarosa vida, tan pronto se vio liberado de la corporeidad mortal cuando ya le pesaban algo más de sesenta años y, con tantos enemigos religiosos de por medio, su cuerpo fue depositado en el convento del Paráclito. Éste fue fundado por el mismo Abelardo hacia el 1120, cuando contaba con 41 años aproximadamente. En realidad, lo funda como una especie de escuela en la que instruía a sus propios discípulos respecto de temas de lógica y filosofía. Desde allí se enfrentó a otros profesores, como el muy afamado Bernardo de Claraval, el célebre autor de la frase “Hay quienes buscan el conocimiento por el conocimiento mismo, eso es curiosidad; pero aquellos que lo buscan para el reconocimiento público no dejan de ser simples vanidosos. Aquel que pone su conocimiento al servicio de los demás, ese es el hombre ideal”. Bernardo en sus puyas intelectuales con nuestro afamado amante, le acusó, algunos años después, de herejía. Así, Abelardo se ve obligado de abandonar la Abadía del Paráclito y, en su lugar dejó a Eloísa y fundan, en ese mismo espacio, la primera rama monástica benedictina propia de mujeres, con el objetivo fundamental de propiciar el conocimiento filosófico y la música vocal culta entre sus consagradas.

Decía antes, que Eloísa renunció al matrimonio en preferencia del amor libre. Lo hizo solo en parte.  “No hay pecado en la lujuria, si ésta es hija del amor” cantaba. Sin embargo, la muchacha se guardó para sí una pequeña dosis de toxicidad… Y eso que en esos tiempos no había wasap. Allí les va su propia confesión: “Hace buen tiempo que la casualidad me trajo una carta que a un amigo tuyo encaminabas. Luego que reconocí tu letra, la abrí, disculpando mi satisfacción el exclusivo derecho que en mi lisonja creo tener a cuanto a ti pertenece o de ti sale”. Promotora del amor libre, pero con vocación de inspectora de cartas. Retomemos… Abelardo y Eloísa se casaron a exigencia del tío Fulberto, el canónigo protector de la muchacha… Se casaron, valga decir, con anuencia de Abelardo y un respingado “si así lo quieres” de Eloísa. Fue un matrimonio a escondidas y no viene a cuento contar porqué. Aunque quizá si… La Eloísa le había adelantado prenda a Abelardo y como producto de esos yacimientos había nacido Astrolabio, un bebé que fue cuidado por su tía Denisse, hermana del filósofo y, que más tarde también se haría religioso como lo fueron sus padres y sus abuelos. Sin embargo, parece que la celebración no satisfizo suficientemente al Dn. Fulberto que, un tiempito después, valiéndose de las manos de cuatro canallas, mandó a que se metieran en los aposentos de los matrimoniados y le malograran, a punta de navaja, la masculinidad del buen Abelardo… Astrolabio se vio condenado a no tener hermanos y, los amantes a realizar vidas separadas: Eloísa hizo voto en el monasterio de Argenteuil, mientras que Abelardo se escondió en la abadía de San Denisse.

Cuentan, con tufillo de historicidad, que el Abelardo era tan buen polemista que, tuvo varias acusaciones de herejía y, por tal obligado a defenderse y/o a sujetarse a sanciones como la prohibición de enseñar y/o realizar retractaciones. La escasa producción intelectual conocida se debe a que también se le obligó a quemar sus propios libros, con el extendido mandato de que quienes pudieran tener copias de los mismos también los destinen a la hoguera, bajo amenaza de acusación similar. Habrá que reconocer que algunos de sus discípulos le hicieron quite a la prohibición y, a este tiempo lo poco que se conoce es gracias a ellos. En los últimos tiempos de su vida, se dedicó a la penitencia y al silencio en el monasterio de San Marcelo, bajo la mirada atenta de la abadía de Cluny. A su muerte, su esposa Eloisa, la abadesa de El Paraclito, recibió y dio sepultura al consabido amante en la capilla del lugar. Unos años más tarde, ella –a su propia petición- hizo que sus restos sean enterrados junto a Pedro Abelardo, el más romántico de los filósofos medievales. Un par de esculturas de cuerpos yacientes, con las manos juntas y de factura medieval, representan a los que se esconden al interior de las tumbas.

En su segunda carta, el afamado le decía a ella: “Eloisa, te amo más que nunca, y voy a descubrirte mi corazón. He ocultado mi pasión después de mi retiro. Al mundo por vanidad y a ti, por compasión. Te quería curar con mi fingida indiferencia y excusarte las crueles amarguras de un amor sin esperanza”. Ella en cambio, no disimuló las inquinas del amor: “Si, Abelardo. Cien veces y otras tantas. Oh Abelardo, ¡mi bien! Pero ¿Qué digo? ¿Y en esta soledad tan tierno nombre, me atrevo a pronunciar y aún a escribirlo? Perdona Dios benigno. A tus altares inmenso Dios, me postro y sacrifico. Tu ley, tu ley terrible me prohíbe escribir al esposo más querido”.

El monasterio del Paráclito albergó a religiosas hasta finales del siglo XVII. En la actualidad es de propiedad de la familia Walckenaer, quienes intentan preservar las piezas arquitectónicas que las guerras y las inclemencias temporales han permitido subsistir. Algunas de sus salas son usadas como museos temporales en los que se rememora el amor de Abelardo y Eloísa. La privacidad del monumento, solo permite visitas los días 21 de abril y 16 de mayo de cada año. Probablemente, el traslado de la propiedad sea la causa del traslado de las tumbas al cementerio de Peré Lachaise, como señalamos al inicio.

Ya está… Si alguien está interesado en visitar las dichosas tumbas y leer la oración fúnebre de Eloísa en favor del buen Abelardo, me avisa y armamos el viaje.

 

 

 

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