“Intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos buscaban sus pechos antes que las hojas de los libros”. Así empieza uno de los párrafos de la autobiografía de Abelardo. En ella, cuenta su vida y la versión personal de uno de los amores prohibidos y secretos mejor revelados de la historia. Hoy, pese a las prohibiciones de proximidad de antaño, el cuerpo del amante yace por los días que le restan a este mundo al lado de Eloisa, su amada, la hija de la abadesa de Fontevraud. ¿Dónde? En el cementerio de Peré Lachaise, en París. A estos días, más que un centro fúnebre es un centro de recreo. Cuarenta hectáreas de tumbas, arquitecturas fúnebres, árboles enormes anidados de pájaros cantores, reptiles y gatos cimarrones, lo convierten en atracción turística. Las tumbas de Abelardo y Eloísa, son destino de los contemporáneos corazones enamorados, en los que nuevos amantes, pública o de modo furtivo, regeneran arquetípicas formas de juramento del amar inacabable.
El muchacho
la conoció mocita. Y ella era, digamos, conocida. Era la sobrina de un canónigo
de la Catedral de Nuestra Señora de Paris. En realidad, para aquellos primeros
tiempos del S. XII, que una mujer supiese leer y escribir era noticia; más
todavía, si su entendimiento se recreaba en lenguas extrañas, dígase griego,
latín clásico y hebreo. Su alma exponía devoción fiel a las letras y las filosofías y
sus manos procreaban algunas canciones en instrumentos musicales. Su poesía…
era inspiración para el filósofo Abelardo. Con tan brillosos pergaminos, la noticia
se resalta a doble luz. La muchacha desayunaba letras, al medio día conversaba
con Tertuliano, con Cicerón, con Séneca…
Afirman los que por esos días vagabundeaban en París, que bien podía dar
clases de cualquiera de las materias correspondientes a las artes liberales del
Trivium. Lastimosamente, la humanidad no ha heredado sus canciones, pero el
solo hecho de su renuncia al matrimonio en favor de la erudición nos da cuenta
de su valía emocional. Decíamos, que Abelardo la conoció muy jovencísima y,
tendenciosamente –provocado por su sapiencia- la enamora y la hace suya.
Piénsese en la forma de las más carnales posibles y, con ello, el amor libre
proclamado por la joven resaltaba la amistad de los amantes, a que las
obligaciones de los esposos.
El hombre –que
le sobrepasaba en 22 años- luego de azarosa vida, tan pronto se vio liberado de
la corporeidad mortal cuando ya le pesaban algo más de sesenta años y, con
tantos enemigos religiosos de por medio, su cuerpo fue depositado en el
convento del Paráclito. Éste fue fundado por el mismo Abelardo hacia el 1120,
cuando contaba con 41 años aproximadamente. En realidad, lo funda como una
especie de escuela en la que instruía a sus propios discípulos respecto de
temas de lógica y filosofía. Desde allí se enfrentó a otros profesores, como el
muy afamado Bernardo de Claraval, el célebre autor de la frase “Hay quienes buscan el conocimiento por el
conocimiento mismo, eso es curiosidad; pero aquellos que lo buscan para el
reconocimiento público no dejan de ser simples vanidosos. Aquel que pone su
conocimiento al servicio de los demás, ese es el hombre ideal”. Bernardo en
sus puyas intelectuales con nuestro afamado amante, le acusó, algunos años
después, de herejía. Así, Abelardo se ve obligado de abandonar la Abadía del
Paráclito y, en su lugar dejó a Eloísa y fundan, en ese mismo espacio, la
primera rama monástica benedictina propia de mujeres, con el objetivo
fundamental de propiciar el conocimiento filosófico y la música vocal culta
entre sus consagradas.
Decía antes,
que Eloísa renunció al matrimonio en preferencia del amor libre. Lo hizo solo
en parte. “No hay pecado en la lujuria, si ésta es hija del amor” cantaba.
Sin embargo, la muchacha se guardó para sí una pequeña dosis de toxicidad… Y eso
que en esos tiempos no había wasap. Allí les va su propia confesión: “Hace buen tiempo que la casualidad me trajo una carta que a un amigo
tuyo encaminabas. Luego que reconocí tu letra, la abrí, disculpando mi
satisfacción el exclusivo derecho que en mi lisonja creo tener a cuanto a ti
pertenece o de ti sale”. Promotora del amor libre, pero con vocación de inspectora de cartas. Retomemos… Abelardo y Eloísa se casaron a exigencia del tío
Fulberto, el canónigo protector de la muchacha… Se casaron, valga decir, con
anuencia de Abelardo y un respingado “si así lo quieres” de Eloísa. Fue un
matrimonio a escondidas y no viene a cuento contar porqué. Aunque quizá si… La
Eloísa le había adelantado prenda a Abelardo y como producto de esos
yacimientos había nacido Astrolabio, un bebé que fue cuidado por su tía
Denisse, hermana del filósofo y, que más tarde también se haría religioso como
lo fueron sus padres y sus abuelos. Sin embargo, parece que la celebración no
satisfizo suficientemente al Dn. Fulberto que, un tiempito después, valiéndose
de las manos de cuatro canallas, mandó a que se metieran en los aposentos de
los matrimoniados y le malograran, a punta de navaja, la masculinidad del buen
Abelardo… Astrolabio se vio condenado a no tener hermanos y, los amantes a
realizar vidas separadas: Eloísa hizo voto en el monasterio de Argenteuil,
mientras que Abelardo se escondió en la abadía de San Denisse.
Cuentan,
con tufillo de historicidad, que el Abelardo era tan buen polemista que, tuvo
varias acusaciones de herejía y, por tal obligado a defenderse y/o a sujetarse
a sanciones como la prohibición de enseñar y/o realizar retractaciones. La
escasa producción intelectual conocida se debe a que también se le obligó a
quemar sus propios libros, con el extendido mandato de que quienes pudieran
tener copias de los mismos también los destinen a la hoguera, bajo amenaza de
acusación similar. Habrá que reconocer que algunos de sus discípulos le
hicieron quite a la prohibición y, a este tiempo lo poco que se conoce es
gracias a ellos. En los últimos tiempos de su vida, se dedicó a la penitencia y
al silencio en el monasterio de San Marcelo, bajo la mirada atenta de la abadía
de Cluny. A su muerte, su esposa Eloisa, la abadesa de El Paraclito, recibió y
dio sepultura al consabido amante en la capilla del lugar. Unos años más tarde,
ella –a su propia petición- hizo que sus restos sean enterrados junto a Pedro Abelardo,
el más romántico de los filósofos medievales. Un par de esculturas de cuerpos
yacientes, con las manos juntas y de factura medieval, representan a los que se
esconden al interior de las tumbas.
En su
segunda carta, el afamado le decía a ella: “Eloisa,
te amo más que nunca, y voy a descubrirte mi corazón. He ocultado mi pasión después
de mi retiro. Al mundo por vanidad y a ti, por compasión. Te quería curar con
mi fingida indiferencia y excusarte las crueles amarguras de un amor sin
esperanza”. Ella en cambio, no disimuló las inquinas del amor: “Si, Abelardo. Cien veces y otras tantas. Oh
Abelardo, ¡mi bien! Pero ¿Qué digo? ¿Y en esta soledad tan tierno nombre, me
atrevo a pronunciar y aún a escribirlo? Perdona Dios benigno. A tus altares
inmenso Dios, me postro y sacrifico. Tu ley, tu ley terrible me prohíbe escribir
al esposo más querido”.
El monasterio
del Paráclito albergó a religiosas hasta finales del siglo XVII. En la
actualidad es de propiedad de la familia
Walckenaer, quienes intentan preservar las piezas arquitectónicas que las
guerras y las inclemencias temporales han permitido subsistir. Algunas de sus
salas son usadas como museos temporales en los que se rememora el amor de
Abelardo y Eloísa. La privacidad del monumento, solo permite visitas los días 21
de abril y 16 de mayo de cada año. Probablemente, el traslado de la propiedad
sea la causa del traslado de las tumbas al cementerio de Peré Lachaise, como señalamos al inicio.
Ya está… Si alguien está interesado en visitar las
dichosas tumbas y leer la oración fúnebre de Eloísa en favor del buen Abelardo,
me avisa y armamos el viaje.
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