jueves, 16 de septiembre de 2021

Volada

El hombre fue el héroe de la jornada. Fue aclamado con euforia, los maderos del camión de Villegas apenas soportaban los palmazos embriagados de alegría que los hinchas del Sport Chorrillos le regalaban para hacer sentir la emoción del corazón, por los goles evitados en la portería de aquel equipo que vestía una camiseta rojinegra.

Aun no llegaba al término de los diez años o quizá ya los había superado, pero en ese pampón delimitado por líneas blancas de yeso, logradas sobre un terraplén de greda señalado en la parte oeste de mi pequeño Máncora, junto con otros esmirriados chiquillos nos escondíamos entre los adultos, que entre ajos y mieles celebraban las jugadas bien logradas del equipo de sus sueños y, se acordaban de las madrecitas de los jugadores del combinado contrario cada vez que alguna jugada prosperaba.

Quien sabe contra quien jugaba esa tarde el Sport Chorrillos. No alcanza mis recuerdos a tanto, salvo para atender que ese día el resultado fue un 2-1, favorable para los puenteños rojinegros. Esa era la causa de tanta alegría que se desplazaba en bulliciosa caravana por la Panamericana, desde la cancha de Dn Pedrito hacia el barrio de El Puente. “Gago, Gago, Gago”, vitoreaban sus paisanos, mientras a pecho descubierto se sentaba en la parte más alta de destartalado Dodge que conducía a buen número de gentes. El malestar del entrenador dado el estado del jugador al inicio de la jornada, por el resultado en la cancha, se convirtió en ferviente alegría popular. El hombre era un joven de espaldas anchas, tenía un diente frontal mal posicionado y su modo de hablar era particular: “pe…pe… ero yo te dicho que adelantes líneas pe Chalen”, le reclamaba a uno de sus de defensa. “Calla huevón”, le replicaron, mientras con los dedos hacían contabilidad: “No entrenas, llegas tarde a la cancha, encima borracho y todavía reclamas... te pasas de pendejo”. El muchacho se quedó callado, mientras con la cabeza hacía señales de disconformidad, pero no quiso continuar la discusión. Un chiquillo, mientras tanto, repartía, desde una red de nylon, naranjas para los jugadores que, sin ningún asco las arrancaban con sus dedos y dejaban correr por las comisuras de sus bocas partes del cítrico jugo. Gago pidió dos… “Dame otra que estoy con sed”. –“¿Por qué será?” A modo de sugerencia y con voz de cómplice dejaba notar la presencia de “La Cochita Saldarriaga”.

Quien sabe de qué chicherío lo fueron a sacar, pero llegó medio ebrio y a escasos cinco minutos de la entrada a la cancha. Como mejor disculpa solo expuso: “Profe me dijeron que esta semana no jugábamos”. El profesor sonrió con sorna y… “si, si, claro. Apura, vístete e intenta no joderla… que no tenemos arquero de repuesto”. En sus adentros se guardó el respectivo “putamadre”. El gol de los contrarios llegó a escasos quince minutos de la primera mitad y, dicen los entendidos, fue de su enterísima responsabilidad, desubicado hacia un lado del arco, el puntazo que llegó hacia el otro, solo le permitió una volada, inútil, holgazana, infructuosa; empero –en el corrillo de las tribunas ignorantes de cuantos “bebes” de chicha llevaba en el buche, vieron en esa tirada una espectacularidad digna de televisión, merecedora de los mejores aplausos y hasta de los mejores vítores. El asunto es que, en ese mismo momento, el hecho no haber evitado el gol solo permitió abucheos y una recriminación cercana del entrenador que, parado muy cerca al arco: lo puteaba de tal modo que éste pudiera reacomodar sus ánimos para permitirse otras atajadas. De hecho, el partido le permitió un par más de ellas: ahora con mejores resultados: evitó que la pelota rompiera las imaginarias redes del arco en un penalti y, desvió la trayectoria del balón que ya parecía morder el filo interno del travesaño para lanzarlo hacia el tiro de esquina, que –hay que decirlo- fue, también, improductivo.

El descanso llevaba un gol en contra. Con la molestia del score en contra, los jugadores le recriminaban, pero no faltaban aquellos otros que incidían en pedir mayor esfuerzo a la delantera y, reconocer que –aunque medio ebrio- las atajadas posteriores al gol permitían augurar que no todo era malo y, que pesar de su estado, era posible tener un mejor final. El segundo tiempo fue distinto. Chalaca logró dos goles en menos de veinte minutos y ya después de la primera mitad de ese segundo tiempo. En lo que quedaba para el pitazo final, solo era necesario resistir las embestidas del equipo contrario, pero “el Gago”, entusiasmado por las aguas espirituosas, o quizá, embriagado de buen ánimo por las aclamaciones de la tribuna, hizo la tarde: volvió a tapar otro penal y, en un tiro al ángulo que ya se cantaba desde la tribuna contraria, -mismo “papelito” Cáceres, el mítico arquero chancayano- le regaló a los suyos un triunfo que motivó su más grande alegría.

Ese atardecer fue suyo. Le invitaron de todo, lo llevaron en hombros por alrededor de la cancha de Leticia y, allí al frente de la pequeña capilla cuando le reclamaron por el gol en contra, se limitó a decir: “allí: la volada es lo que vale”.

Buenas noches.

viernes, 30 de julio de 2021

Antepasados

Es la tumba de mi antecedente más remoto, del más antiguo del que tengo conciencia... Era necesario ir hasta ella para reconocer que la patria, esa que late en el pecho y de la que ahora celebramos su segundo centenario, es el suelo heredado de nuestros antepasados, es el regalo de nuestros muertos, esos que con sus vidas y vivencias posibilitan nuestro presente. Esta "Micaela Escobar Peña" era la madre de mi abuelo y, aunque nunca la conocí -como podrá deducirse de la anotación que la adorna- por las historias que este me contaba, al ver esa lápida por vez primera, no pude evitar emocionarme: me sentí ligado con ella en mi propia historia.

Además de contarme aquellas cosas que se dicen de ordinario de las madres, el relato que más caló en mi memoria es el que hace referencia de su muerte. Había parido a un par de mellizos y tocaba que guardara los 40 días de reposo que en aquellos días era de obligatorio cumplimiento, lo que suponía guardar cama, salvo para las necesidades vitales. Una mujer, partera de oficio, le acompañaba: cuidaba a los neonatos y le atendía en su salud e higiene personales, además de prestarle los alimentos y cualquier otro cuidado. Es probable que ese parto hubiera sido difícil, pues no sólo tenía un abultado historial de partos sino que, en esta ocasión, el asunto se había complicado por presentar un par de bebes que pugnaban por salir y se habían demorado en la tarea.

Los dolores de la mujer fueron graves y, de hecho, decía mi abuelo que, entre que él advirtió sus ayes y que efectivamente ocurrió el alumbramiento, trascurrieron más de doce horas. Recordaba a su papá con cara compungida, pero luego convertida en cara de alegría al saber que el parto se había logrado con bien, cuando menos para los recién nacidos. El asunto, pareciera, se complicó con el trascurso de las horas: su madre presentaba un normal semblante hasta que la mujer que le asistía le alcanzó un suculento plato de sopa, logrado con piezas de una gallina criolla. Luego de enfriar a soplos un par de cucharadas que logró digerir, la puérpera devolvió la vajilla, dejando caer al suelo parte de su contenido, mientras en tono de reclamo, decía: "Que me ha dado, comadre ¡¿veneno!? ¿porqué me quiere matar?", mientras que la interlocutora se aprestaba a ofrecerle cuidados, a la vez que retrucaba: "Comadre, la fiebre la hace delirar... visiona Ud." Lo que sobrevino no era más que el intento de escaparle a la muerte: los delirios y alucinaciones apenas dejaron espacio para que la agonizante pudiera darle su bendición a cada uno de los suyos, al menos a los que estaban más próximos. Cuando el día había perdido su color, doña Micaela se escondió junto con el sol y pasó a mejor vida y, no se pudo saber nunca si esa muerte era producto de alguna infección derivada de las dificultades del parto o si, efectivamente, aquella mujer que tenía por tarea cuidarla, hizo justamente aquello que la muriente denunciaba: envenenarla. Más allá de esta historia, mi abuelo solía recordarla como una mujer hermosa, en la que los vestidos que las féminas solía usar en esos días, siempre le quedaban bien. Afirmaba que éstos iban hasta los tobillos que, a su vez, eran cubiertos con medias y zapato cerrado.  Contaba que si se trataba del vestido dominguero, los pliegues de la falda eran muy amplios y llenos de encajes, con un volante que rozaba con el suelo: "era posible seguir el rastro de una caminante por la huella que podía dejar su vestido en el arrastre con el suelo". Más allá de estas descripciones, sonreía con agrado cuando la recordaba. 

Allí también, en otro pequeño espacio del cementerio de El Cardo, aparecía otra sepultura, la de "José Hidalgo Estrada", el padre de mi abuelo. Cómo la anterior, estaba circundada de otras tumbas de parientes míos, de los que conozco apenas la sola referencia de ser cercanos a alguno otro mío o que en mis paseos de infante por Totorío, Chicama, Charanal y El Cardo pude tener contacto y por eso es que mis recuerdos se allegan a ellos. Estoy seguro que con sus vidas -algunas muy intensas, productivas y fecundas- con el solo hecho de hacer flamear con su trabajo diario el pálpito de la peruanidad en espacios apartados de la patria, allí donde el día de hoy flamea una rojiblanca, han puesto las bases de nuestro futuro común y nuestra vocación por vivir y construir un país que es de todos: de aquellos que se fueron, de los que ahora vivimos, de los que vendrán.

Desde esas montañas, en las que solo se distinguen, en la distancia, casas hechas de gualtacos, corralones de varas de overal y ganados que pastan en las laderas; geografía de caminos difíciles y soles ardientes pude ver qué el Perú también se escribe con los esfuerzos de aquellos que siguen apostando por celebrar los cumpleaños patrios, con el afán de que la casa común asegure el bienestar de todos.

Viva el Perú!

miércoles, 14 de julio de 2021

Cuernos

¡Cosas de las que viene uno a enterarse con el asunto de futbol! ¿te has dado cuenta que en el escudo colombiano hay un par de cornucopias semejantes a la que aparece en el escudo peruano? Si. La cornucopia o cuerno de la abundancia es una representación simbólica de la prosperidad, de la riqueza, de lo que el mismo nombre enuncia: la prodigalidad. Si miramos el detalle de la heráldica americana, podemos advertir que también aparece en los escudos de Panamá, Honduras y Venezuela. Pero ¿porqué un cuerno tiene que representar a la abundancia? Quizá si pensamos en extensiones óseas ¿No sería mejor asumir que las astas –largamente ramificadas- serían una mejor alegoría que los cuernos?

El asunto no viene de por allí y, más sentido encuentra en aquellas historias primordiales con las que se pretende explicar la causa de las cosas. Que el cuerno sea la representación de la opiparidad es un asunto de los dioses, en realidad de la juguetona y traviesa actuación de un dios en sus tiempos infantiles. Cuando Rea le hizo tragar a Cronos una piedra, con el afán de salvar a su hijo Zeus, se obligó a otras acciones: le entregó su hijo a la ninfa Amaltea para que lo lleve lejos y, con sus cuidados, lo preserve de la ira del dios-padre y, en el futuro, le permita superar la hegemonía de los titanes.

En nuestro país, la introducción del cuerno de la abundancia como parte de nuestro emblema se debe a la obra de dos hombres: José Gregorio Paredes y Francisco Javier Cortes, quienes consideraron necesario dividir el blasón en tres campos para representar en cada uno de ellos un elemento representativo de los reinos de la naturaleza: la vicuña como expresión del reino animal, la quina con representación de los vegetales y las monedas de oro derrapadas desde una cornucopia como señal de nuestra vocación minera. No se tiene detalles de los argumentos inspiradores de este símbolo patrio, en razón a una causa fundamental: en el acta en que se consigna su aprobación por el Congreso Constituyente de 1825 se indica que se trató de una sesión secreta, señalándose que el elemento vegetal era el “árbol de la cascarilla”, expresión que fue cambiada en el texto legislativo publicado, en el que se señala el nombre propio de árbol de la Quina.

Cuentan, los que vieron, que el infante Zeus era algo llorón así que Rea, al deshacerse forzosamente de él, lo envió a Creta donde se mantuvo escondido en una cueva y, como es común en estas historias, no podría faltar algún animalito: una cabra era la encargada de ayudarle. Le proporcionaba leche, pero también se encargaba de entretenerlo. Si la cabra aquella era insuficiente y, el muchachito insistía en pegar sus berridos, entonces aparecían los “curetes”, unas divinidades –nueve en total- que conocedoras del abandono paterno –por haberlo padecido en sus propias carnes- estaban en la disposición de hacer retumbar sus escudos y espadas para que Cronos no pudiera oir los llantos del hijo no querido y, evitar con ello sea engullido por el autor de sus días. Hay “fotografías de la época” en la que se aprecia a un par de curetes haciendo frenéticos movimientos al compás de sonar de los escudos, con el único afán de evitarle desgracias al futuro “padre de los dioses y de los hombres”.

Cuando se publicó la aprobación del segundo escudo nacional, se decía en las calles limeñas que la novedad del mismo solo pretendía opacar y lanzar al olvido aquel otro que fue diseñado por José de San Martín y, que la intención de resaltar las ideas de Simón Bolivar, no lograrían el velado propósito. Un asunto del que poco se dice es que el diseño gráfico le corresponde a un tal Francisco Javier Cortés, un pintor guayaquileño que le prestó su inspiración tanto al emblema sanmartiniano como al blasón del general caraqueño. En realidad, tal inspiración es más importante que los cotilleos callejeros. Reconocer las riquezas naturales es una tarea afín para un artista que había prestado su pincel en las colecciones gráficas de la Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada. Expuesto en ese ambiente, el tal Francisco Javier, de seguro, tenía acceso a información privilegiada sobre las riquezas naturales del Perú. Es por eso, que el árbol de la quina aparece ilustrando nuestro emblema patrio: se había reafirmado, ahora científicamente, las bondades antipiréticas del vegetal y su "milagroso" uso en el tratamiento de la malaria.

En los afanes de Zeus por evitar los juegos con que cabra le ponía freno para evitar su salida de la cueva, o quizá jugando con ésta a las “fuercitas”, se excedió en ímpetu y terminó rompiéndole el cuerno desde su base misma. Y este se convirtió en el nuevo juguete de la púber divinidad. Sin embargo –luego de un breve tiempo- cansado, no supo qué hacer con ella y, desde su omnipotencia, decidió que de ese cuerno roto brotaran los más ricos manjares, aquellos que complementen su dieta de leche y miel a la que, Amaltea lo tenía acostumbrado. Ella solo tenía que desear cualquier comida de dioses y, el cuerno se llenaría con lo suficiente para que la ninfa invite a quien quisiera. Prontamente, y a solicitud de su cuidadora, se amplió el espectro de posibilidades: no solo era la prodigalidad de la tierra como fruto de su cultivo, sino también aquello que se esconde en sus entrañas, en particular, metales preciosos.

Es muy probable, que en alguna ocasión el dios supremo del Olimpo, en alguna oportunidad, en algún tiempo de holganza, se hubiera dado una vuelta por estas tierras y hubiera dejado caer parte de sus bienes en esta porción de la América del sur. También puede que el dios Helios, -o Inti, cómo le conocían nuestros coterraneaos predecesores- en su recorrido por toda la esfera celeste, hubiere dejado abandonada parte de las riquezas divinas en estos terruños nuestros. Lo cierto es que fueron anotadas con gracia en nuestro emblema patrio... Y volviendo a las insignias nacionales: en el escudo de Chile también aparece un par de cuernos. En precisión, son las astas del huemul, ahora en riesgo, que acompaña y sostiene el blasón de los vecinos sureños.



domingo, 20 de junio de 2021

Faustino

El hombre levantó la mano. Esperaba que algún conductor del camino le hiciera el servicio de acercarlo a su destino. En los despoblados que acompañan la larga Panamericana se asientan pequeñas comunidades, confirmaciones de dos o tres casas que reúnen a familias que encontraron en esos descampados una forma distinta de vivir. En muchas de ellas, si se mira con atención, puedes encontrar cosas diferentes y variadas: algunas te ofrecen combustibles, aire para los neumáticos, otras: leche fresca, natillas, comestibles envasados, agua, productos de pan llevar, etc.

El hombre levantaba la mano con la breve fortaleza que le permitían sus años avanzados. El vehículo frenó en una distancia larga y, con el claxón intentaba llamarle la atención. El conductor prefirió poner la reversa y darle el lado del conductor. El pasajero era un hombre viejo. Más de lo que la velocidad vehicular te permite atender con detalle. "Me llamo Faustino" dijo mientras lentamente se inclinaba para ingresar a la cabina. Su bastón era el sustento para sus despaciosas rodillas y,  luego de acomodarse en el asiento, dejó al viento un suspiro de alivio. Sus zapatillas mohosas y su rostro y manos encallecidos por el sol eran testigos de su vida de campo.  Luego de mostrar el puño en señal de saludo, continuó su presentación. Me dijo sus apellidos, pero mi mala cabeza los ha olvidado. Con su voz avejentada me señaló: "Voy a Cerro Mocho, me puede llevar" y luego de la aceptación, en los escasos cinco minutos que nos separaban del destino, conocí una historia que se escribe de manera semejante a lo largo de los despoblados costeños.

El miedo, a veces, le pone límite a la posibilidad de conocer esas otras vidas, pero si la vida misma te permite la opción de darle el asiento a un ocasional pasajero, más allá de que pudiera ensuciar tus asientos, exponer el olor de sus sudores o a aguantar los chillidos de un niño acompañante, te darás cuenta que es como tú: un pasajero de este mundo que, y a diferencia, no tuvo la suerte de ir al volante. ¿Quien sabe si la mujer con el niño en brazos y que te levanta la mano lleva a su cría moribunda en busca de ayuda médica? ¿Cómo es que no se te ocurrió pensar que el par de niños que juguetones levantan sus manos quieren llegar a punto a su colegio? El hombre con su mochila al hombro puede que seas tú, en otro pellejo, y su interés es la prontitud a su destino.

Don Faustino tiene 87 años. Se iba a buscar a su huesero de cabecera para que le acomode su pierna porque hace tiempo que se la rompió en una caída de un burro "fatal" y ahora le impide caminar. "De cólera carajo, vendí el burro al primer camalero que pasó por aquí... Jajajaja. Ahora me lamento". Mientras regresaba a mirarme, remató con una sonrisa: "Ya me quedé sin carro". Volvió a sonreír, ahora con tristeza.

Y luego volvió a sus recuerdos. Afirma que cuando tenía 20 o 21 años trabajó por la montaña. "Los Wiesse de El Alto había comprado 1000 cabezas de ganado cebú, ganado montañero y había que cuidarlo. Era ganado que trajeron de mangahurco, Ecuador... Pagaban bien, carajo. Era buena vida: fíjese que la caja de cerveza costaba 4.50. Pagabas con cinco soles de oro y tenías vuelto. La cerveza venía en cajas de cartón".

Sus recuerdos se desenvolvían con preguntas breves. Afirma que el establo estaba en Barrancos y, desde allí a la montaña había un día entero de camino "a uña de mula". Trabajaba 25 días y los días restantes del mes eran de descanso. En esos tiempos, afirma que vivía en Miramar, en las orillas del Chira. Hacía el viaje de Mancora a Talara y, luego "cómo quien se va a Portachuelos, cogías algún camioncito que iba hacia Miramar... Compraba un buen pescado en Mancora y ya luego... en ceviche o frito... la vida era barata". Sus frases inconclusas exponían que hubo tiempos mejores en su larga existencia.
El hombre suspira en sus recuerdos y me pregunta a modo de reafirmación "¿Ud. es de Mancora, no? Allí vive -bueno vivía- mi amigo Elifoncio Serna ¿Lo conoce?" Y el mismo responde: "A lo mejor ya no está. Que será de su vida... Era un bien amigo".

La entrada a Ignacio Escudero le obliga a mirar con atención dónde debe bajar. Me indica que lo deje en la farmacia, pero prefiero llevarlo hasta la proximidad de la casa de su amigo. Mientras me pide disculpas por su lentitud, me vuelve a preguntar sobre su amigo Elifoncio y, sonriente me pide que le dé sus saludos. Me ofrece su mano rugosa y me anuncia un buen viaje. Mientras sus pasos calmosos lo alejan, le deseo un feliz día del padre y que sus siete hijos desperdigados por el mundo -cuatro mujeres y tres varones- le saluden con afecto.

Gracias Dn. Faustino por su compañía. Está mala memoria mía me ha hecho olvidar sus apellidos... "Atoche" era el de su madrecita.


viernes, 30 de abril de 2021

Solidaridad

¿Quién no se ha bañado en las aguas de las playas mancoreñas? ¿Quién no ha mojado su guargüero con una chevechita bien helada mientras el sol hacía la tarea de tostarle la piel sobre las arenas blancas que le acompañan?

A estos días, el covid ha golpeado al mundo, y en especial a aquellos que viven del día a día, por ejemplo, a los que viven de sus ofertas y servicio de turismo, los que se ven obligados a pleitearle a la vida en cada amanecer para tener algo con que llenar las tripas de los suyos. Sin perjuicio, en esa necesidad de seguir viviendo, el contacto con los visitantes se hace indispensable, por eso es que la enfermedad parece haberse asentando en las calles mancoreñas. Muchos de sus pobladores, en particular, gente de la tercera edad, necesitan oxigeno y con sus escasos recursos no es suficiente. Los vecinos se ayudan  entre sí para comprarlo, pero es insuficiente. La diafanidad de la brisa marina es desatendida por los malogrados pulmones de sus pacientes y, como entenderán, se requiere de más.

Hace unas semanas, se ha formado –ante las limitaciones estatales- un colectivo ciudadano “Respira Máncora 2021” con el afán de comprar una planta de oxigeno para ese pueblito turístico. Ahora mismo se tiene en la alcancía más de cien mil soles de recaudación, y es mérito de sus mismos habitantes: campaña "oxigenatón Mancora", comisionados tocando puerta por puerta, exalumnos organizados por wasap, naturales desde otros lugares del mundo, tiendas y centros de comercio, etc. han ofrecido sus aportes, pero sigue siendo insuficiente. La recaudación no es poca y todavía se necesita más. Hay que reinventarse y, la solidaridad adquiere otras formas, y para ella todo esfuerzo suma.

Hace un rato, y a mi solicitud, me llegó un talonario de rifas, en las que se anuncia como premio mayor un automovil. Tengo un deber natural de contribuir con mis conterráneos; pero simultáneamente, convoco a quienes alguna vez han gozado del espectáculo de sus efímeros paisajes crepusculares para que en conjunto podamos contribuir a esta causa médico-social. Los mancoreños conseguirán su propósito con la ayuda de todos aquellos que en alguna oportunidad han sido su habitantes pasajeros, que descalzos gozaron de la humedad de sus playas y de la frescura de su brisa.

Convocados estamos, los que llevamos a Máncora en el pecho y, también los que guardan gratos recuerdos de sus ceviches, de sus aguas, de sus soles veraniegos. Hay rifas para todos y, por favor no se amontonen, que la distancia social y la mascarilla bien puesta también son necesarias para que la solidaridad sea efectiva.

 

Soy de Uds. Escríbanme. Hago delivery a todo el Perú.

Agua

Jesús le preguntó a Felipe: ¿Con que compraremos pan para darle de comer a ésta gente?

Ayer me llamó Rossana para invitarme a participar en un proyecto: envasar 5000 botellas de agua para entregar a los militares, policías, médicos, paramédicos, enfermeras, técnicos que ahora mismo son la primera línea de formación en contra del covid-19. Y mientras ella hablaba yo me preguntaba por la importancia del asunto cuando en redes también se anima a la solidaridad para comprar mascarillas especializadas para el personal médico, se busca tener acceso a víveres no perecibles para repartir entre las gentes que menos tienen, se anima a las gentes a ser solidarios con los ambulantes ocasionales a los que sus hijos les claman por pan y se ven en la angustia de salir a vender por las calles frutas y verduras a riesgo de contagiarse, se invita a prestar ayuda con insumos de limpieza para los hospitales.

Una botella de agua puede ser el aliciente para el ánimo de un soldado que ha padecido los maltratos de las gentes en la boca de alguno de los puentes locales, ha de convertirse en la visera que le alivia el calor de los inquebrantables rayos solares, es el reemplazo del líquido que su cuerpo ha perdido dentro de esa funda militar en la que se esconde, como en todos, el miedo al contagio.. Un poco de agua es el combustible para el médico que está a punto de apagar sus propios motores ante la arremetida de los moribundos, es el aire limpio y fresco que disimula el cansancio de las enfermeras que se guardan las lágrimas ante la impotencia… Una botella de agua es la diferencia entre el desierto del desánimo y el verdor lluvioso del alma que se niega a la renuncia.

El asunto no podía terminar aliviándome el alma con el simple traslado de algunos soles de una cuenta a otra. Esta mañana quise compartir el proyecto con mis colegas, con algunos amigos, con mis familiares cercanos. El proyecto fue creciendo... Esa agüita que todavía no tenía envase, empezaba a dar sus frutos. Rossana me contó esta tarde que estaba buscando la impresión de las etiquetas a mejor precio  y otra pregunta me asaltó: ¿Y porque no entregarlas sin etiquetas? Decía un viejo amigo: “Si vas hacer las cosas, hazlas bien, que merezcan la satisfacción de tu conciencia”. Imagina que vas a la tienda y te ofrecen un producto envasado pero sin etiqueta ¿Qué harías? La norma obliga a enunciar el producto de qué se trata, su composición, fecha de envasado y de caducidad, la cantidad, la existencia de insumos que pudieran ser dañinos para la salud, etc. Si la donación es para nuestros mejores soldados, que sea conforme a lo que manda la ley. Ellos se lo merecen.

Algo esta mañana, una de esas cosas que uno no sabe explicar, me impulsó a repetir el primer mensaje en la plataforma de guasap.  En el trascurso del día, se fueron sumando varias manos más para ayudarnos con el envasado. La recaudación nos permite llegar a las  siete mil botellas… Se ha superado la expectativa inicial, pero la sed de esa muchedumbre no es poca, los días de emergencia se han extendido y es certero decir que durante un tiempo mayor a la cuarentena tengamos a esos mismos soldados haciendo lo indecible para que los que estamos en casa, o los que tengan que salir a trabajar no se obliguen a rendirse ante la enfermedad.

Felipe y los suyos se encargaron de darle pan a esas muchedumbres, ¿Será que podemos ayudarle con diez mil botellas de agua? Varios, generosamente, nos ha regalado de su agua, pero aún faltan aguateros.

Súmate y quédate en casa. Comparte.

domingo, 18 de abril de 2021

Procrustes

¿Recuerdas la historia de Procrustes? En realidad, parece que no es muy conocida, sin embargo, aparece entre las historias de dioses antiguos y cosmogonías clásicas. En los viejos caminos de Ática, vivía este sujeto, de quien, afirman algunos, era un mortal como tú y yo, pero otros sostienen era hijo de Poseidón y, por tanto, un semidiós. Un tercer grupo defiende que se trataba de un gigante, una especie humana, caracterizada por su fuerza y fiereza. Vivía junto con su mujer, en el sur de Grecia y, se caracterizaba por su apariencia afable y afectuosa para con los viajantes. Esa afabilidad se perdía cuando el desconocido se convertía en su invitado y más, si estaba solo.

Afirman que luego de ofrecerle comida y bebida al viajero, al tiempo del descanso lo invitaba a tomar una tarima que, a la vez, se convertía en su cadalso. El cansancio, sea de tanto caminar o de alguna sustancia psicotrópica en las comidas, le hacía caer en un sueño pesado y profundo que impedía se dieran cuenta de lo que iban a sufrir y, en caso de hacerlo, tal conciencia era tardía por la imposibilidad de escapar del tormento. Afirman que, si el peregrino era más pequeño que la cama, entonces lo sujetaban de las extremidades para estirarlo mediante un ecúleo mecánico y, si por desgracia el convidado era más largo que la tarima, entonces o, se le cortaban las extremidades o la cabeza, según la fútil decisión del nefasto anfitrión. La tercera opción -la de que la medida del durmiente sea aparente con las dimensiones de la cama- era igual de luctuosa: la muerte, en este caso, sobrevenía a la asfixia producida con una pesada manta de lana.

Cuentan que el tal Procrustes se encontró con la horma de su zapato cuando por esos lares caminaba Teseo en su peregrinaje de vuelta a Atenas. Quienes conocieron las múltiples hazañas del citado héroe afirman que al llegar a casa de Polipemón (era otro nombre con el se le conocía al torturador) tenía la intención de deshacerse de él y, mediante engaños lo convenció de que se acostara en su propia cama y, ya echado en ella, fue sujetado a la tarima y expuesto a los mismos métodos que el hospedero utilizaba en contra de sus infortunados pasajeros.

Desde esta historia -legendaria, como podrán notar- a nuestros días, se identifica en las ciencias médicas el “Síndrome de Procusto”, en el que se diagnostica la intolerancia a la diferencia, el rechazo a aquellos con características diferentes a las propias y, a contrario, se propugna la pretensión de mantener una uniformidad constante en la que las divergencias son mal vistas y/o castigadas. Desde esa perspectiva, tal sintomatología no sólo es aplicable a los individuos sino también a los colectivos sociales, de tal forma que, cuando en la discusión se intenta que todos piensen del mismo modo que los líderes o, como las mayorías, con el afán de que todo se ajuste a lo que se dice o se piensa a modo de uniformidad, se anuncia que lo que se quiere es que todos se acuesten en el “lecho de Procusto”. La diversidad, por tanto, es una apariencia y, si se trata de ideas políticas, entonces, bastaría con acusar al heterodoxo como de aquello peor que puede parir la sociedad para excluir sus ideas del espectro de la discusión pública. Basta con que le digas “terruco” (o “corrupto”) al otro para deshacerte de sus ideas sin justificar la inconveniencia práctica de las mismas. Denostar al distinto es una vieja herramienta con la que cortamos la cabeza de aquellos que no se acomodan convenientemente en la cama del nefasto Procrustes. Nuestras naturales tendencias a la clasificación y a la simplificación no pueden dejar por fuera la posibilidad de la discrepancia. 

Tal parece que, el tal Procrustes, en estos días, anda vivito y coleando por nuestra geografía.

jueves, 4 de marzo de 2021

Muerte

Conversábamos aquella noche, con un par de copas en la mano, de la vida: de aquello que le da sentido, del vivir para ser felices o del vivir pensando en “el otro lado” de la muerte. Y el asunto era si la felicidad supone una cuota de gratificación adquirida o si basta solo con la ataráxica indiferencia frente a las incomodidades que nos regala este valle de lágrimas. Pero ¿cómo podríamos enunciar que lo sea si finalmente, somos el feliz resumen del cúmulo de progresos que la historia nos regala? ¿Acaso no es que trasladarnos de un lugar a otro, ahora, está exento del riesgo de que un felino diente de sable haga suyo nuestro güergüero? ¿o, quien podría dudar que es mejor un automotor a que un coche sin amortiguación y jalado por caballos? 

El péndulo de la historia nos ha llevado desde el extremo en el que la dueña de la casa podía donarle al marido el sexo de la esclava –sin preguntarle nada, evidentemente- con el afán de asegurarle prole, hacia el punto opuesto donde todos coincidimos en proclamar que la trata de personas con afanes sexuales, laborales y hasta carniceros –por la venta de órganos vitales- es una práctica abominable a porfía. Hemos salido del atolladero de los sacrificios humanos a favor de una deidad con propósitos propiciatorios a tener el mejor record de esperanza de vida: 72 años en promedio en el planeta. Nos hemos atrevido a calificar de crueldad, el hecho de que el padre le corte el cuello a un recién nacido para ofrecerle esa vida a un dios –que en la voz de sus interlocutores- le aseguraba que el siguiente vástago, de seguro, vería con sus ojos la luz por más años; sin atender que las enfermedades apenas permitían que de cada diez niños nacidos, dos alcancen los tres años. No tenía caso tener hijos si morirían sin haber aprendido a andar por sí mismos de modo suficiente; empero pero si había un dios que pudiera asegura la plenitud de la cosecha filial, no se perdía tanto si había que sacrificar a alguno para asegurar la vida de los otros que se esperaban. 

Y con el trascurso de las horas del mundo, aprendimos a aferrarnos aún más a la vida. Los enfrentamientos tribales, primero, y las guerras de conquista de entre pueblos, después, por adquirir territorios, por acceso a mejores recursos, por acercamiento a fuentes de agua saludables, por el afán del metal áureo, maderas notables, piedras preciosas, etc. dejó de ser la mayor causa de muerte de las gentes y, las gentes dejaron de convivir con ella y la miraron con miedo ¿podría decirse que en Roma –por ponerlo en la palestra- le temía a la muerte cuando los varones estaban dispuestos a morir defendiendo las fronteras con el afán de -si sobrevivían- tener acceso a las magistraturas estatales? En el pueblo mismo, la reverencia a la muerte no era poca: muchedumbres interesadas a pasar días enteros sentados sobre una tribuna viendo como los gladiadores se mataban unos con otros y gozando por las muertes crueles de los vencidos: la muerte era parte de la vida. Desde aquí hasta estos días, los tiempos cambiaron de color: la muerte digna era aquella en la que no había intervención humana, aquella en la que la naturaleza se impusiera por sí misma y, si le sumamos todos los tratamientos médicos y de estética que la ciencia y técnica nos regala, en cada acción intentamos a alejarnos de la muerte, dándole trato de “apestada”. ¿Para que un gimnasio vespertino o el botox facial? ¿No es que acaso somos los nuevos Sísifos que engrilletamos a la muerte para alejarla de nosotros? 

¿Cuánto cuesta un trasplante de corazón? Esta cosmovisión nuestra sufre de olvidos… hasta de engañosas hipocresías: “Que la muerte venga cuando dios quiera”. Queremos gozar de la resurrección y olvidamos que primero hay que morir… Y al “morir” es al que engañamos: las campañas de donación de órganos tiene como afán superar el tiempo que la naturaleza le ha regalado a las biologías personales de cada quien ¿Es que estamos más allá del tiempo? ¿Cuánto tiempo más estamos dispuestos a comprarle a la vida a cambio de olvidarnos de las aspiraciones trascendentales que nos ofrecen las religiones? Las acciones medievales de no conceder “cristiana” sepultura a aquellos que morían en manos de otro –asesinados, por ejemplo-, de muerte súbita –paro cardiaco- a los suicidas –cuestión que ha durado hasta hace poco menos de media centuria- resumidas en la expresión “los malditos deben ser abandonados en los vertederos o en los campos para las aves de rapiña” han sido trastocadas por las aspiraciones a una vida perdurable sin ver la cara de la muerte. Los nuevos Sísifos que engañan a la muerte con cirugías estéticas y tintes capilares, prontamente, le han dado paso a las Euridices modernas: la trasmutación de células cancerígenas, la eliminación de las células senescentes de los tejidos, el floreciente mercado de los  medicamentos senolíticos, los estudios epigenéticos relativos a la modificación de nuestro ADN con el afán de evitar enfermedades o de prolongar la vida misma, son la forma artificiosamente cultural con la que pretendemos asegurar que nuestro derecho a la vida está más allá de las decisiones personales. 

Al fin de cuentas, la propuesta de morir a propia voluntad, luego de evaluar las opciones primeras: procurarme una gratificación que asegure mi felicidad o soportar impertubablemente los dolores que la vida nos regala nos lleva a la posibilidad de preguntarnos ¿tengo derecho a morir por mi propia voluntad? ¿Estoy condenado a vivir una vida que ha sido amasada con los peores insumos de éste valle de lágrimas y que no parece vida comparándola con aquella otra que viven los demás? Aquí parece venir a cuento esa clasificación del Estagirita, que distingue entre el alma vegetativa, propia de las plantas, que apenas asegura el mantenimiento de la vida; el alma sensitiva que permite  la percepción sensible, el deseo y el movimiento ambulatorio; y finalmente, el alma racional, que asegura el conocimiento de la verdad.

Quizá sea tiempo de escuchar a Séneca cuando recomendaba: “Créeme Lucilio: es tan poco lo que hemos de temer a la muerte que, gracias a ella, nada debemos temer”. El par de copas de vino no alcanzaron para el consenso. 


viernes, 12 de febrero de 2021

Sueño

Su madre era una gran encubridora. Alcahueta como pocas, cómplice de sus fechorías y autora intelectual y furtiva de las más grandes. El muchacho lo sabía y le pesaba en el alma. No sólo había estafado a su hermano en más de una oportunidad, sino que le había arrebatado sus derechos a cambio de un plato de lentejas rojas. De hecho, el agraviado ya consideraba que el nombre del susodicho era sinónimo de fraude, de timo, de engaño. Éste, en el fondo de su pecho, era consciente de que la malquerencia fraterna tenía fundamento.

So pretexto de buscar una pareja y, robando –otra vez- una nueva bendición paterna, ahora, se alejaba de la tienda. En realidad, todo había sido urdido por Rebeca, la autora de sus días. Ella sabía que su vida corría peligro, que Essau, el hijo mayor, era un notable cazador y le sobraban razones para meterle una flecha por entre las cejas. Conocía de la maligna promesa de darle vuelta tan pronto muriera el padre y, con el consabido temor de que se adelantara la amenaza, era mejor que su hijo preferido huyera: estaría en mejores condiciones de guardar su vida bajo los trastes de su hermano Labán.

Desde aquella vez, en que ella decidió abandonar la casa de su padre Betuel, para unirse a la de Abraham no había dejado de tener contacto con su familia de origen. Al fin de cuentas todos eran descendientes de Taréh, de Jarrán, tierra de muchos dioses... Las caravanas de mercaderes llevaban y traían noticias por entre las distintas tribus que se conformaban en esas geografías y, por eso es que sabía lo bien que le había ido a Labán. Latía todavía en su corazón la bendición de éste cuando ella decidió sumarse a la tienda de Abraham acompañada del viejo Eliezer. En esa vez, Labán, el pastor de cabras, acomodando sus fraternos sentimientos, las impresiones que albergaba al saber que su hermana se iba a otra casa, pero, a la vez enorgullecido por la elección de tan significativo jefe, le ofrecía a Rebeca sus mejores bendiciones: “Oh hermana mía, que llegues a convertirte en millares de miríadas, y que tu descendencia sea más ante la puerta de sus enemigos”. Era hora, pues, de asegurar que su descendencia se mantenga en este mundo para garantizar la numerosa estirpe deseada. Jared, su criado, se había anticipado en el viaje y había conseguido el favor de Labán.

El muchacho, ahora, caminaba por el desolado camino. El sol hacía mella en su físico, el hambre y la sed hacían que en la distancia descubriera figuras que no eran más que ilusiones de su descompasado cuerpo. Se había prometido no tocar el poco pan que llevaba en la bolsa hasta encontrar un abrevadero natural o, quizá a algún caminante que le regale un poco de agua de su bolsa. Su esperanza era la naturaleza. Temía que cualquiera que pudiera cruzársele sea un salteador y le quite lo poco que le quedaba: el pan o la vida. Se acurrucó al filo de un peñasco, e hizo con algunas ramas secas un remedo de barrera para el frío de la noche… quizá la obscuridad le habría de permitir distinguir en la distancia alguna fogata, a la que acercarse en solicitud de auxilio. Con pocas esperanzas de encontrarse con otras gentes, se encomendó a todos dioses conocidos y en particular al de su padre, con el propósito de que éstos le aseguren una noche libre de salteadores de caminos y de animales salvajes… “Si tan solo tuviera la habilidad de mi hermano para cazar en medio del bosque...” Y, luego de un rato, se reprochaba a sí mismo: “no solo le he quitado lo que por derecho le corresponde, sino que ahora también envidio sus habilidades naturales… No merezco la vida que tengo”. Con el afán de calmarse y descansar, se acomodó sobre una piedra, y poniendo la vista en el obscuro firmamento se puso a contar las estrellas del cielo para, en el cansancio de la tarea, encontrar el sueño que repare su agotamiento.

Y, entre que el sueño le permitía reposo al cuerpo, su alma se mantenía intranquila. Sueños extraños le habían atormentado durante buena parte de la noche: veía en ellos la ausencia de su gran protectora, de aquella que hasta ahora se había inventado cada artimaña para que todo le vaya bien en la vida: se perdía en la distancia y, hasta parecía que con el trascurso del tiempo su voz se hacía débil, aparecía Esau –acompañado de sus propias gentes, en su mayoría heteos- buscándole con caras de pocos amigos y, en medio de esas oníricas imágenes, un rampa prolongada que se perdía entre las nubes y; en ella, divinidades de distintas naturalezas, y que iban y venían preocupados por la fertilidad de las tierras, la protección de sus pueblos, el crecimiento de los ganados, la distribución de las aguas… Allí, en medio de la confusión parecía que estas deidades le ofrecían protección. Temeroso de esas apariciones, apenas podía darse cuenta de que había metido su mano en lo más profundo de su morral y se sujetaba fuertemente a un par de pequeños ídolos –teraphim- que había robado de la pequeña arca que acompañaba a su progenitor en pieza principal de sus aposentos. Un dios con cabeza de toro y una representación de mujer de generosas carnes y que sujetaba con ambas manos sus pechos le acompañaban como simbólica forma de sujeción a los dioses protectores de su padre.

Las estrellas aún brillaban en el firmamento y, terriblemente angustiado advirtió que nuevos tiempos muy prontamente le habían alcanzado: su madre ya no estaba, las fronteras de los ganados de Isaac habían quedado atrás y necesitaba un pronto refugio en el que merecer protección. Advirtió que el sitio donde había reposado su cabeza era un espacio sagrado, propicio para el contacto con “el padre de todos los dioses”. Era un lugar místico. La piedra negra sobre la que se había acomodado esa noche era la señal de la fuerza telúrica que marcaba el encuentro con el dios Él, a quién en señal de reconocimiento, le confiaba sus esperanzas, a condición de que le garantice comida, vestido y salud hasta el tiempo que sea de volver a la casa de su padre Isaac.

Un pacto de conveniencia, del que dejó constancia al erigir con aquella piedra negra, un altar sobre el que derramó aceite, para señal de los que vinieran después de él. Lo entronizó con un nuevo nombre: Bethel, “casa de Él”.

Igual. Seguía siendo un fugitivo, anhelante de mejores protecciones. 

viernes, 29 de enero de 2021

Semejanzas

"Eso no ha sido así, mujer" enunció la interpelada. "Yo estuve allí, y por eso es que te cuento lo que te estoy diciendo". La receptora, sin embargo, mantenía su cara de incredulidad. Era tan expresiva que invitó a un juramento, acompañado de un beso al pulgar y a una mirada piadosa hacia las nubes: "te lo juro". Ese afán de convencer, ese gesto inútil sobre el dedo gordo de la mano derecha y la visión de la boveda celeste no hizo más que aumentar la incredulidad, la suspicacia, el recelo; mientras que a un tercero que hacia de oyente, le generó una sonrisa de sarcasmo que se completó con una expresión de ironía ¿por la Sarita o por el Cautivo? Y sólo recibió una expresión de reparo: "Con mi Cautivo no te metas. Déjamelo allí, que su sacralidad no merece la atención de estas vanalidades". El asunto fue suficiente para cambiar de tema. En realidad no. Al menos, del hecho se pudo saber que entre los presentes cualquier juramento podría valer -o a lo mejor no- sin tocar al Señor Cautivo de Ayabaca. ¿Y si la promesa de verdad ponía como testigo al Señor de Muruhuay o al Cristo del Pacifico?

Entre las líneas del más grande bestseller de la historia se cuenta la teogonía de los dioses semitas y aunque, finalmente solo triunfa uno como "unico y verdadero", celoso de las idolatrías y terrible con los enemigos de su heredad, no puede negarse que disputó su soberania con otros a quienes, en la repartición original, le fueron asignados distintos territorios. No es inútil que en ese libro pueda leerse que cuando Eloim distribuyó a los hombres en naciones y estableció las fronteras de éstas, a su vez fueron asignadas a sus distintos hijos: al nuestro le correspondió el territorio y la heredad de los hijos de Jacob. Su soberanía se reducía a ese breve espacio geográfico, aquel de donde brotaría leche y miel. El dios Dagan era principal de los filisteos, mientras los amorreos se anunciaban como hijos de Baal.

Un amigo, en otra circunstancia, contaba -afectado por la ingesta de algunos buenos bebes de chicha cataquense- que su Dogde 300 lleva por nombre "A mi Señor de Luren" porque a sus milagros le debe la vida. Dice haberlo visto en una pestañeada, cuando por el cansancio casi se desbarranca en un paraje de la sierra huacabambina por donde se desempeña llevando y trayendo productos agrícolas. "A mi no hablen de rosarios, misas, rezos... no, no, no. 
Yo me encomiendo al amanecer a mi Señor de Luren y tengo hecho el dia". Y continuó: "Además, le cumplo mi promesa: cada año lo visito en su santuario en el mes de octubre... Lo hago, porque tengo que hacerlo: así tenga que cruzar el país entero. De lo demás ni me hablen... no soy un hombre de religión". Y mientras sacaba una medallita -en la que, probablemente, llevaba su representacion- decia: "Aquí lo llevo. Este es El Bravo".

Un hombre de dios, de esos que tienen discado directo con el hacedor de todo, escribía -hace ya buen tiempo- que dios estaba arriba en la bóveda celeste dirigiendo la asamblea de sus iguales, aquella en la que él era un "primus inter pares".Y les reclamaba: ¡hasta cuando debo soportar el modo como dirigen el mundo, ofreciendo sus favores a los injustos! y les conminaba a exponer su gracia frente a los desvalidos, ante el pobre, en favor de la viuda. Casi en la exasperación les reclamaba: "Uds. son dioses, recuerdenlo. Uds. son hijos del gran Eloim". Tal parece que, en algun momento de la historia sacra, la posibilidad de otros dioses a los que solicitales sus favores, era una opción. Allí están los sacerdotes de Baal, las hieródulas del Asherá, el altar al dios Moloc -dios de los amonitas- que Salomón mandó a construir, la efigie de la gran serpiente, de la que solo se conoce su nombre despectivo: Nehustán, de la que Ezequías ordenó fuera lanzada a la basura.

La sequía muestra su rostro en nuestra serranía y, las mujeres del pueblo organizan una serie de rituales en el campo en favor de la madre tierra y exponen sus oracionales frente al Señor Cautivo de Ayabaca para pedirle que sus ojos misericordiosos les regalen unas lágrimas que aseguren el agua para los cultivos. Con ánimo de complicidad, los labriegos queman los pastizales secos de las laderas de los cerros ofreciendo el humo de la quema al dios que quiera oírlos y al Apu de la montaña para que -convirtiendo el humo en nube- les regale lluvias inseminadoras de la tierra. Los campesinos que pastorean las tierras aledañas al río Chira, probablemente, elevarán sus preces al Señor de Chocán, pidiendo mejores tiempos, climas benignos para sus frutales. Desde otros lares, un purpurado señala fecha y hora para que los fieles del mundo se congreguen a pedir a dios nos tenga piedad y, del mismo modo como en otro tiempo liberó a su pueblo de las garras del faraón, ahora nos libere del covid 19.

Nuestras fórmulas no han cambiado. Frente a dios, nos comportamos del mismo modo y, si se trata de pedir, ¿no sería mejor elevar nuestras rogativas a la serpiente de bronce, aquella que por recomendación de Moises restituía la salud a aquellos que eran afectados por la picadura de las alimañas del desierto?  El dios Baal, ese que quedó entre las patas de los caballos cuando se enfrentó con el profeta Elias ¿acaso no sería el llamado a nuestras súplicas por la fertilidad de tierra? De hecho, cuentan los que lo conocieron, se sujetó a la muerte, solo con el ánimo de asegurar para los hombres la feracidad de la tierra. Anat, su esposa, se encargaría de volverlo a la vida. 

Nuestro politeismo tiene nuevas formas de expresión.


Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...