Es la tumba de mi antecedente más remoto, del más antiguo del que tengo conciencia... Era necesario ir hasta ella para reconocer que la patria, esa que late en el pecho y de la que ahora celebramos su segundo centenario, es el suelo heredado de nuestros antepasados, es el regalo de nuestros muertos, esos que con sus vidas y vivencias posibilitan nuestro presente. Esta "Micaela Escobar Peña" era la madre de mi abuelo y, aunque nunca la conocí -como podrá deducirse de la anotación que la adorna- por las historias que este me contaba, al ver esa lápida por vez primera, no pude evitar emocionarme: me sentí ligado con ella en mi propia historia.
Además de contarme aquellas cosas que se dicen de ordinario de las madres, el relato que más caló en mi memoria es el que hace referencia de su muerte. Había parido a un par de mellizos y tocaba que guardara los 40 días de reposo que en aquellos días era de obligatorio cumplimiento, lo que suponía guardar cama, salvo para las necesidades vitales. Una mujer, partera de oficio, le acompañaba: cuidaba a los neonatos y le atendía en su salud e higiene personales, además de prestarle los alimentos y cualquier otro cuidado. Es probable que ese parto hubiera sido difícil, pues no sólo tenía un abultado historial de partos sino que, en esta ocasión, el asunto se había complicado por presentar un par de bebes que pugnaban por salir y se habían demorado en la tarea.
Los dolores de la mujer fueron graves y, de hecho, decía mi abuelo que, entre que él advirtió sus ayes y que efectivamente ocurrió el alumbramiento, trascurrieron más de doce horas. Recordaba a su papá con cara compungida, pero luego convertida en cara de alegría al saber que el parto se había logrado con bien, cuando menos para los recién nacidos. El asunto, pareciera, se complicó con el trascurso de las horas: su madre presentaba un normal semblante hasta que la mujer que le asistía le alcanzó un suculento plato de sopa, logrado con piezas de una gallina criolla. Luego de enfriar a soplos un par de cucharadas que logró digerir, la puérpera devolvió la vajilla, dejando caer al suelo parte de su contenido, mientras en tono de reclamo, decía: "Que me ha dado, comadre ¡¿veneno!? ¿porqué me quiere matar?", mientras que la interlocutora se aprestaba a ofrecerle cuidados, a la vez que retrucaba: "Comadre, la fiebre la hace delirar... visiona Ud." Lo que sobrevino no era más que el intento de escaparle a la muerte: los delirios y alucinaciones apenas dejaron espacio para que la agonizante pudiera darle su bendición a cada uno de los suyos, al menos a los que estaban más próximos. Cuando el día había perdido su color, doña Micaela se escondió junto con el sol y pasó a mejor vida y, no se pudo saber nunca si esa muerte era producto de alguna infección derivada de las dificultades del parto o si, efectivamente, aquella mujer que tenía por tarea cuidarla, hizo justamente aquello que la muriente denunciaba: envenenarla. Más allá de esta historia, mi abuelo solía recordarla como una mujer hermosa, en la que los vestidos que las féminas solía usar en esos días, siempre le quedaban bien. Afirmaba que éstos iban hasta los tobillos que, a su vez, eran cubiertos con medias y zapato cerrado. Contaba que si se trataba del vestido dominguero, los pliegues de la falda eran muy amplios y llenos de encajes, con un volante que rozaba con el suelo: "era posible seguir el rastro de una caminante por la huella que podía dejar su vestido en el arrastre con el suelo". Más allá de estas descripciones, sonreía con agrado cuando la recordaba.
Allí también, en otro pequeño espacio del cementerio de El Cardo, aparecía otra sepultura, la de "José Hidalgo Estrada", el padre de mi abuelo. Cómo la anterior, estaba circundada de otras tumbas de parientes míos, de los que conozco apenas la sola referencia de ser cercanos a alguno otro mío o que en mis paseos de infante por Totorío, Chicama, Charanal y El Cardo pude tener contacto y por eso es que mis recuerdos se allegan a ellos. Estoy seguro que con sus vidas -algunas muy intensas, productivas y fecundas- con el solo hecho de hacer flamear con su trabajo diario el pálpito de la peruanidad en espacios apartados de la patria, allí donde el día de hoy flamea una rojiblanca, han puesto las bases de nuestro futuro común y nuestra vocación por vivir y construir un país que es de todos: de aquellos que se fueron, de los que ahora vivimos, de los que vendrán.
Desde esas montañas, en las que solo se distinguen, en la distancia, casas hechas de gualtacos, corralones de varas de overal y ganados que pastan en las laderas; geografía de caminos difíciles y soles ardientes pude ver qué el Perú también se escribe con los esfuerzos de aquellos que siguen apostando por celebrar los cumpleaños patrios, con el afán de que la casa común asegure el bienestar de todos.
Viva el Perú!
No hay comentarios:
Publicar un comentario