domingo, 18 de abril de 2021

Procrustes

¿Recuerdas la historia de Procrustes? En realidad, parece que no es muy conocida, sin embargo, aparece entre las historias de dioses antiguos y cosmogonías clásicas. En los viejos caminos de Ática, vivía este sujeto, de quien, afirman algunos, era un mortal como tú y yo, pero otros sostienen era hijo de Poseidón y, por tanto, un semidiós. Un tercer grupo defiende que se trataba de un gigante, una especie humana, caracterizada por su fuerza y fiereza. Vivía junto con su mujer, en el sur de Grecia y, se caracterizaba por su apariencia afable y afectuosa para con los viajantes. Esa afabilidad se perdía cuando el desconocido se convertía en su invitado y más, si estaba solo.

Afirman que luego de ofrecerle comida y bebida al viajero, al tiempo del descanso lo invitaba a tomar una tarima que, a la vez, se convertía en su cadalso. El cansancio, sea de tanto caminar o de alguna sustancia psicotrópica en las comidas, le hacía caer en un sueño pesado y profundo que impedía se dieran cuenta de lo que iban a sufrir y, en caso de hacerlo, tal conciencia era tardía por la imposibilidad de escapar del tormento. Afirman que, si el peregrino era más pequeño que la cama, entonces lo sujetaban de las extremidades para estirarlo mediante un ecúleo mecánico y, si por desgracia el convidado era más largo que la tarima, entonces o, se le cortaban las extremidades o la cabeza, según la fútil decisión del nefasto anfitrión. La tercera opción -la de que la medida del durmiente sea aparente con las dimensiones de la cama- era igual de luctuosa: la muerte, en este caso, sobrevenía a la asfixia producida con una pesada manta de lana.

Cuentan que el tal Procrustes se encontró con la horma de su zapato cuando por esos lares caminaba Teseo en su peregrinaje de vuelta a Atenas. Quienes conocieron las múltiples hazañas del citado héroe afirman que al llegar a casa de Polipemón (era otro nombre con el se le conocía al torturador) tenía la intención de deshacerse de él y, mediante engaños lo convenció de que se acostara en su propia cama y, ya echado en ella, fue sujetado a la tarima y expuesto a los mismos métodos que el hospedero utilizaba en contra de sus infortunados pasajeros.

Desde esta historia -legendaria, como podrán notar- a nuestros días, se identifica en las ciencias médicas el “Síndrome de Procusto”, en el que se diagnostica la intolerancia a la diferencia, el rechazo a aquellos con características diferentes a las propias y, a contrario, se propugna la pretensión de mantener una uniformidad constante en la que las divergencias son mal vistas y/o castigadas. Desde esa perspectiva, tal sintomatología no sólo es aplicable a los individuos sino también a los colectivos sociales, de tal forma que, cuando en la discusión se intenta que todos piensen del mismo modo que los líderes o, como las mayorías, con el afán de que todo se ajuste a lo que se dice o se piensa a modo de uniformidad, se anuncia que lo que se quiere es que todos se acuesten en el “lecho de Procusto”. La diversidad, por tanto, es una apariencia y, si se trata de ideas políticas, entonces, bastaría con acusar al heterodoxo como de aquello peor que puede parir la sociedad para excluir sus ideas del espectro de la discusión pública. Basta con que le digas “terruco” (o “corrupto”) al otro para deshacerte de sus ideas sin justificar la inconveniencia práctica de las mismas. Denostar al distinto es una vieja herramienta con la que cortamos la cabeza de aquellos que no se acomodan convenientemente en la cama del nefasto Procrustes. Nuestras naturales tendencias a la clasificación y a la simplificación no pueden dejar por fuera la posibilidad de la discrepancia. 

Tal parece que, el tal Procrustes, en estos días, anda vivito y coleando por nuestra geografía.

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