Conversábamos aquella noche, con un par de copas en la mano, de la vida: de aquello que le da sentido, del vivir para ser felices o del vivir pensando en “el otro lado” de la muerte. Y el asunto era si la felicidad supone una cuota de gratificación adquirida o si basta solo con la ataráxica indiferencia frente a las incomodidades que nos regala este valle de lágrimas. Pero ¿cómo podríamos enunciar que lo sea si finalmente, somos el feliz resumen del cúmulo de progresos que la historia nos regala? ¿Acaso no es que trasladarnos de un lugar a otro, ahora, está exento del riesgo de que un felino diente de sable haga suyo nuestro güergüero? ¿o, quien podría dudar que es mejor un automotor a que un coche sin amortiguación y jalado por caballos?
El péndulo de la historia nos ha llevado desde el extremo en el que la dueña de la casa podía donarle al marido el sexo de la esclava –sin preguntarle nada, evidentemente- con el afán de asegurarle prole, hacia el punto opuesto donde todos coincidimos en proclamar que la trata de personas con afanes sexuales, laborales y hasta carniceros –por la venta de órganos vitales- es una práctica abominable a porfía. Hemos salido del atolladero de los sacrificios humanos a favor de una deidad con propósitos propiciatorios a tener el mejor record de esperanza de vida: 72 años en promedio en el planeta. Nos hemos atrevido a calificar de crueldad, el hecho de que el padre le corte el cuello a un recién nacido para ofrecerle esa vida a un dios –que en la voz de sus interlocutores- le aseguraba que el siguiente vástago, de seguro, vería con sus ojos la luz por más años; sin atender que las enfermedades apenas permitían que de cada diez niños nacidos, dos alcancen los tres años. No tenía caso tener hijos si morirían sin haber aprendido a andar por sí mismos de modo suficiente; empero pero si había un dios que pudiera asegura la plenitud de la cosecha filial, no se perdía tanto si había que sacrificar a alguno para asegurar la vida de los otros que se esperaban.
Y con el trascurso de las horas del mundo, aprendimos a aferrarnos aún más a la vida. Los enfrentamientos tribales, primero, y las guerras de conquista de entre pueblos, después, por adquirir territorios, por acceso a mejores recursos, por acercamiento a fuentes de agua saludables, por el afán del metal áureo, maderas notables, piedras preciosas, etc. dejó de ser la mayor causa de muerte de las gentes y, las gentes dejaron de convivir con ella y la miraron con miedo ¿podría decirse que en Roma –por ponerlo en la palestra- le temía a la muerte cuando los varones estaban dispuestos a morir defendiendo las fronteras con el afán de -si sobrevivían- tener acceso a las magistraturas estatales? En el pueblo mismo, la reverencia a la muerte no era poca: muchedumbres interesadas a pasar días enteros sentados sobre una tribuna viendo como los gladiadores se mataban unos con otros y gozando por las muertes crueles de los vencidos: la muerte era parte de la vida. Desde aquí hasta estos días, los tiempos cambiaron de color: la muerte digna era aquella en la que no había intervención humana, aquella en la que la naturaleza se impusiera por sí misma y, si le sumamos todos los tratamientos médicos y de estética que la ciencia y técnica nos regala, en cada acción intentamos a alejarnos de la muerte, dándole trato de “apestada”. ¿Para que un gimnasio vespertino o el botox facial? ¿No es que acaso somos los nuevos Sísifos que engrilletamos a la muerte para alejarla de nosotros?
¿Cuánto cuesta un trasplante de corazón? Esta cosmovisión nuestra sufre de olvidos… hasta de engañosas hipocresías: “Que la muerte venga cuando dios quiera”. Queremos gozar de la resurrección y olvidamos que primero hay que morir… Y al “morir” es al que engañamos: las campañas de donación de órganos tiene como afán superar el tiempo que la naturaleza le ha regalado a las biologías personales de cada quien ¿Es que estamos más allá del tiempo? ¿Cuánto tiempo más estamos dispuestos a comprarle a la vida a cambio de olvidarnos de las aspiraciones trascendentales que nos ofrecen las religiones? Las acciones medievales de no conceder “cristiana” sepultura a aquellos que morían en manos de otro –asesinados, por ejemplo-, de muerte súbita –paro cardiaco- a los suicidas –cuestión que ha durado hasta hace poco menos de media centuria- resumidas en la expresión “los malditos deben ser abandonados en los vertederos o en los campos para las aves de rapiña” han sido trastocadas por las aspiraciones a una vida perdurable sin ver la cara de la muerte. Los nuevos Sísifos que engañan a la muerte con cirugías estéticas y tintes capilares, prontamente, le han dado paso a las Euridices modernas: la trasmutación de células cancerígenas, la eliminación de las células senescentes de los tejidos, el floreciente mercado de los medicamentos senolíticos, los estudios epigenéticos relativos a la modificación de nuestro ADN con el afán de evitar enfermedades o de prolongar la vida misma, son la forma artificiosamente cultural con la que pretendemos asegurar que nuestro derecho a la vida está más allá de las decisiones personales.
Al fin de cuentas, la propuesta de morir a propia voluntad, luego de evaluar las opciones primeras: procurarme una gratificación que asegure mi felicidad o soportar impertubablemente los dolores que la vida nos regala nos lleva a la posibilidad de preguntarnos ¿tengo derecho a morir por mi propia voluntad? ¿Estoy condenado a vivir una vida que ha sido amasada con los peores insumos de éste valle de lágrimas y que no parece vida comparándola con aquella otra que viven los demás? Aquí parece venir a cuento esa clasificación del Estagirita, que distingue entre el alma vegetativa, propia de las plantas, que apenas asegura el mantenimiento de la vida; el alma sensitiva que permite la percepción sensible, el deseo y el movimiento ambulatorio; y finalmente, el alma racional, que asegura el conocimiento de la verdad.
Quizá sea tiempo de escuchar a Séneca cuando recomendaba: “Créeme Lucilio: es tan poco lo que hemos de temer a la muerte que, gracias a ella, nada debemos temer”. El par de copas de vino no alcanzaron para el consenso.
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