viernes, 21 de diciembre de 2018

Caminante


Una voz resonaba en sus oídos. Caminaba por el desierto, por las ásperas geografías de Madian, y abandonaba sus tierras, esas que lo habían albergado desde aquella vez que se vio obligado a huir de las comodidades de su familia adoptiva por la muerte de un mayoral. Desde aquel grave incidente, del que se arrepentía por haber tomado la justicia con sus manos, su conciencia se sentía aliviada en medio de los hatos de cabras, los rebaños de ovejas, las piaras de burros y las recuas de camellos y dromedarios; los que, a pesar de ser de propiedad de Jethró, su suegro, las sabía suyas por tan largo tiempo bajo su administración y cuidado. Era una vida entera, casi cuarenta años, pero aquella voz silenciosa, que le hablaba quedamente, lo intranquilizaba: “Vuelve a la tierra de donde viniste, aún hay cuentas que saldar, tareas pendientes que hacer…”
En la soledad de los desiertos, en el momento cuando el sol reverbera en las calcáreas arenas engañando a los sentidos, bajo las angustias de la sed y en la vaciedad de las tripas por el hambre, le atormentaban los recuerdos de aquella pelea y, se decía: “haciéndome problemas por un par de esclavos cuando yo mismo podía ser su amo… Podría haber sido yo el muerto; pero no, por gracia de El Ha-Rajamím… De Él vienen mis bendiciones”. De esos tantos días, concluyó en la necesidad de volver a su patria de adopción, pero el miedo a las arenas del desierto, al hambre, a la sed le paralizaban. ¿Se acordarían de él? ¿Qué sería de su madre Bithiah? ¿Alguien podría darle razón de su nodriza Jochabed, la hebrea? Se hacía ilusiones con volver, por cambiar las áridas y ocres arenas del desierto por aquellas tierras negras, ricas en limos generosos del país de Kemet. Los casi 400 km de arenas por cruzar, su crudo tartamudeo y su aislamiento en confinadas tierras, le hacía dudar… y justo en aquellas meditabundas vacilaciones, asaltó en su memoria el recuerdo de las conversaciones de los últimos días con su madre, de esos cuando él, en confianza le confesó haber matado y escondido el cuerpo del capataz… Ella le confesó entre lágrimas, que no era su madre; pero que lo amaba como sí lo fuera, que su verdadera madre era una hebrea, que su casta era la de los esclavos, que a ese mundo habría pertenecido si es que no fuera por la corazonada de aquella tarde que la llevó hacia los totorales guiada quien sabe si por alguna voluntad superior: “Te encontré muy bien cuidado, la cesta debidamente calafateada impedía el ingreso de la humedad y, las telas –pobres pero cuidadas- que te adornaban me permitieron saber tu ascendencia… ¡Qué bebé que eras! Dormías sin preocupación”. La memoria le permitía ahora recordar, que su madre, mientras le contaba aquellos recuerdos suyos, le reprochaba su conducta: “Y pensar que en tu adultez había ya había olvidado mis desvelos, pero ahora los retomo: tendrás que huir ¿podrás vivir en el desierto? ¿Te permitirá Toth vivir tu ancianidad, tener hijos y gozar de una vida placentera”? Le dio su bendición y pidió que no volviera más: su condición de hebreo y su adquirida calidad de homicida, le habían ganado ya la muerte. “Ve muchacho, que la muerte no te encuentre. No me lo perdonaría”.
Los mercaderes de Madian poca información ofrecían sobre la casa del faraón en la que él había vivido. De hecho a éstos poco les importaba el nombre del gobernante: les interesaba que no cambiasen las reglas del juego comercial y la seguridad de los caminos, por lo que estaban en mejores condiciones de informar sobre quiénes eran los comerciantes del Nilo, los precios de los granos, los aparejos de los camellos; los nombres de los productores de telas… cosas que si bien le agradaban, tenían poca importancia. También le ofrecieron información sobre los generales y las tropas apostadas en las líneas de frontera… Le pareció alguno conocido... Sentía que el peso de los años era abultado, pero la voz no dejaban de chirriarle: “Vuelve. Vuelve a la casa de donde saliste”. Y volvía a preguntarse ¿Aquellos que fungían de servidumbre en realidad eran mis hermanos? En las historias de aquellos, su vida común había sido menos dura en los tiempos de Zafnat Paneaj, el visir del faraón, el supervisor de graneros; Iosefh, en su nombre hebreo y, la recordaba, porque sentía gran afinidad por su amistad con los hijos del viejo Kohath y con los parientes de Jochabed y, estos pese a sus duras vidas de servidumbre esperaban tiempos mejores, y con esa esperanza contaban las historias de sus padres fundadores.
No le bastaba las solas disquisiciones de su pesada adultez…. Debía conversarlo con Séfora, su mujer ¿Querría alcanzar esta travesía junto con él? ¿Y que le diría Jethró sobre este nuevo proyecto? Aunque… éste -en sus noches de insomnio- ya había vislumbrado con mucha anticipación estos eventos. Aquella noche en que bebían shekar -lograda de higos fermentados- bajo el cielo estrellado, le anunció: “Dudé de darte por esposa a mi hija, pero has sido leal conmigo y, lo alcanzado en los negocios es gracias a ti. Has sido un buen administrador, sobre todo en los tiempos difíciles, en los años de sequedad… No tengo nada que reprocharte, y si esa voz te llama, será mejor que la atiendas. Quiera el Dios de Ibraim -o Seth como a veces le llamas- que el camino te sea ligero y el agua suficiente para llegar a tu destino… La soledad nocturna y la brillantez de las estrellas sean tu guía e iluminen. Que, la sequedad del desierto te muestre los motivos de tu viaje... Todo saldrá bien”.
Una piara corta de camellos, le acompañaba. Si El Shaddai lo permitía en pocas semanas estaría en las tierras de Kemet… Algo había allí que le llamaba. 

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Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...