jueves, 27 de diciembre de 2018

Caminante III

Una cuadrilla de iniciados, dedicados a la divinidad, lo atendía. Las pocas cosas que le quedaron del largo camino, todas le fueron ofrecidas a Maat, la diosa de la sabiduría: un par de camellos y algunas de sus sedas. En santuario, luego de las presentaciones de rigor, se le exigió, además de la ofrenda, la sujeción a los ritos de purificación: nueve días de permanente meditación y oraciones, acompañados de frugales comidas, que con el trascurso de los días menguaban en su cantidad y calidad, además de amargas tisanas y obscuros brebajes, que tenían la intención de asegurar su limpieza corporal. El rito suponía conducirse por escondidos subterráneos en los que voces le llamaban de uno y otro lado, ofreciéndole bienes o una vida mejor. La idea era seguir la delicada voz de Maat, que lo conduciría a una iluminada cámara en donde la deidad le ofrecería su voz y, le permitiría descubrir el sentido de aquella otra que en los meses anteriores le llamaba con intensidad.
Esos días de descanso, le permitieron descubrir que no era una voz, que no eran sus oídos los que la escuchaban, aún a él le parecía que así fuera. ¿Era acaso una ilusión auditiva como los espejismos del desierto en que la reflexión de la luz sobre el aire caliente motiva charcos de agua inexistentes? Las visitas en las grandes ciudades le había relacionado con varias familias hebreas, que angustiadas le referían sus ansias de libertad, de volver a la tierra de su padre Ibraim ¿Esas eran las cuentas pendientes que saldar?  “Escriba tu pluma de Ibis en mi alma, los designios reservados para mí”, anunciaba en voz queda mientras se conducía en el laberinto: solo era su oído el que le guiaba, una voz suave intentaba superar a aquellas otras dadivosas: una cámara tenuemente iluminada le esperaba… luego de varios minutos, de casi una hora, de angustiosa obscuridad, de golpes contra salientes rocosas había llegado la iluminación. Como impulsado por una paz interior se sentó sobre sus rodillas en inclinó su cara hacia el suelo y a media voz, a modo de presentación dijo: “Te reverencio, oh gran diosa de la verdad y la sabiduría. Heme aquí, resuelto para conocer tu voluntad”. El silencio absoluto, le permitió descubrir un lejano sonido, tenue muy tenue, de cómo si el agua jugueteara con pequeñas piedras y, luego, le encontró cierto ritmo a ese sonido, que le aseguró el paso de los latidos de su propio corazón… El cansancio le invitó a sentirse hebreo…. De hecho ya lo era: 40 años en medio de esa difícil geografía ya lo habían convertido. Además, había visto las tareas a las que se sometían: cuidado de los animales, servidumbre en las casas de los nobles, cultivo de las tierras menos fértiles, atenciones que nadie quería realizar en los mismos templos de la multiplicidad de deidades del Kemet, largas jornadas extenuantes en la reconstrucción de los diques destrozados por la reciente avenida del gran Nilo, elaboración de ladrillos en condiciones insalubres, carguío de agua para el abastecimiento de los santuarios. Eran tareas que correspondía a los propios devotos de semejantes dioses y le pareció una muy grave y perversa iniquidad, de la que estaba seguro ni los dioses faraónicos, ni el dios de los hebreos estaban dispuestos a soportar… Luego de esa noche, conversó con los escribas del templo y con sus sacerdotes; también con los hijos de Levi, los sacerdotes hebreos, con la intención de que las obligaciones sean menos duras ¿Acaso Amon hace distinción entre sus hijos? ¿De que servía exaltar el nombre de los dioses, si finalmente nuestras conductas los avergüenzan?
Luego de ofrecer por algunos días su trabajo en los campos fértiles de Maat y, advertido de su nada, de su pobreza y el tartajeo de su voz, siguió su camino a pie, siguiendo el curso de las aguas. Llegó a Amarna. Allí solo quedaban unos pocos devotos de la secta hereje. Los muros del gran templo ya exponían la llenura de las arenas. Las pocas gentes que allí quedaban no tenían siquiera para asegurar la comida de su servidumbre hebrea, pero allí se adosaba una comunidad. Atón era lo más próximo que tenía al Dios de Jacob, Allí podían sin temor elevar sus plegarias: “Iluminas el mundo con tu luz, escondes las tinieblas debajo de tu manto. Oh creador del cielo y de la tierra, del hombre y de las bestias, de lo visible y lo invisible. Dios por encima de toda deidad”. Se sintió a gusto entre estos hombres, sacerdotes de un dios omnipotente, al que solo era posible hablarle con el corazón; se sintió cercano a los hebreos, con quienes se hermanaba justamente por reconocerse hijos de ese mismo dios, aunque le llamaran de un modo distinto… Que más daba: su suegro Jethró también elevaba plegarias similares, para una divinidad absoluta, en cuyo seno los hombres, todos, independientemente de su condición, eran iguales. Era el mismo dios: anterior a todo lo creado, hacedor de todas las criaturas, autor de todas las bendiciones inmerecidas de los hombres… ¿Era acaso una misma divinidad?
Se sentía pequeño, apenas una vara –propia de los pastores e instrumento para sus avejentados años- y su túnica bermeja le acompañaba. Aarón, su hermano, en cambio, no solo conocía los rituales propios, sino también los de las otras deidades. De hecho, era un sumo sacerdote y gozaba del don de la profecía… Se anunciaba como heredero de la tribu de Levi, el hijo tercero de Jacob y de Lea. Custodio de las ofrendas sagradas, las que serían las primeras en el templo del Gran Dios, si un día hubiera uno. Iba vestidocomo se lo permitió su condición de sacerdote, además, conocía los protocolos, los sortilegios y hasta los conjuros de las distintas divinidades egipcias.... Le ofreció la posibilidad de ser su portavoz y, se juntaron para negociar, primero con los sacerdotes con la intención de asegurar la posibilidad de aliviar las obligaciones de su pueblo, luego la de permitir –a quienes quisieran irse- la posibilidad de volver a las tierras de su padre Ibrahim... Las negociaciones eran duras. Solo los sacerdotes de la secta hereje –los hijos de Neferjeperura Akenatón y adoradores de Atón, convinieron en la libertad –ya sostenida- de los hijos de Ibraim.
Ya bordeaba los doce meses desde su abandono del templo de Maat en la vieja Karnak y, en su recorrido a lo largo del Nilo había sumado adeptos. Algunos le seguían, con las limitaciones que ello suponía: Medineh Abul, Abidos, Amarna, Minieh, Medus, Menfis, eran algunas de las visitadas, en las que conversaba con los jefes hebreos y los sumos sacerdotes egipcios. La idea era la misma: o las mejoras de las condiciones de servidumbre o la libertad. Finalmente llegó a Heliopolis, la ciudad del Faraón: Sus piernas letemblaban y su lengua apenas podía hablar, pero era necesaria la liberación. Aarón sería su voz, y su cayado disimularía las dificultades para permanecer de pie por mucho tiempo.
Sopdet, la estrella de la abundancia, se había escondido, pero había vuelto a aparecer… Esa fue la noche en que el Faraón tuvo a bien recibirlos por primera vez. Se presentó con una ordenada tranquilidad: “Yo soy Moshé, ben Yekutiel”, Moises, el hijo de la esperanza. Era el inicio de una historia conocida.

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Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...