Un cerco de palos de algarrobo -alguno muy rectos, otros jorobados- ponían el límite entre los predios del viejo Concio y el mundo exterior. Por fuera de ese límite mil peligros acechaban. Los perros callejeros podían atacarnos, aquella bruja que se convertía en chancha podía aparecer y llevarnos sin retorno conocido o, aquel ogro que pretendió comerse al Gato con botas, haría su aparición para hacernos humo… Humo, literalmente. Nos habían advertido que podíamos morir en las humaredas que se elevaban de tiempo en tiempo en el cercano horno de ladrillos que apenas podíamos distinguir por sobre las copas de unos crecientes algarrobos que se levantaban en la parte posterior de aquel viejo corralón. Se distinguía en la lejanía, las voces de los ladrilleros, en particular de aquellos que llegaban en el viejo Dogde de Sr. Villegas, para recoger los cargamentos de ladrillos… Nosotros no los veíamos, solo escuchábamos voces de apuro, a veces, carcajadas e interjecciones de algarabía. La abuela, de vez en cuando nos explicaba que, eran las voces de los que se escapaban de sus casas, que sufrían el tormento del fuego… de ese que no veíamos, pero que sospechábamos por las humaredas grises que el horno de ladrillos dejaba escapar y que viento esparcía en el aire. El olor de leña quemada y de guano de cabras, nos llegaba a nuestras pequeñas naricitas.
Esa vieja casa apenas tenía vecinos, estaba circundada por la nada. La vecina más cercana era doña Pema, pero sí que su casa quedaba lejos, aunque algunas tardes los peligros –esos que nos imaginábamos a la luz de las expresiones de los mayores- se disipaban ante la atenta mirada de alguno que decía vigilarnos hasta que llegáramos a la casa de la vecina aquella. Allí era otro mundo. No hay un corralón inmenso, aunque sí –en aquellos días- un pequeño hato de cabras, una pelota de trapo con la que jugar y unas paredes por las que podíamos escalar sin miedo a nada… Ni al humo, ni a las brujas, ni a nada… En realidad, cuando se juntan más de tres chiquillos no hay advertencia que valga. Ni los consabidos “no subas que te puedes caer” y menos, aquellas brujas que nunca habíamos visto convirtiéndose en seres irreales.
Regresemos, a la vieja casa… En ella podías encontrar, en cada vez que la recorríamos, cosas en las que entretenerse siempre que no tintilara en nuestras pequeñas cabecitas las advertencias de seres inmateriales escondidos por entre aquellas cosas… ¡Que ganas tienen los niños, de rebuscar en aquellos sitios donde les está prohibido! Bueno, más allá de las advertencias, imprecaciones y juramentos adversos estaba las formas de superarlos y, funcionaban a modo de antídotos, la atención de rezos a manos de viejecitas murmurantes de oraciones, amuletos confeccionados con pequeñas estampitas adornadas de guairuros, bebidas amargas bebibles a soplos y escupitajos de aguas saladas en medio de la noche.
Una tarde, una de aquellas cuando se nos había prohibido visitar a Dña Pema, solo quedaba la posibilidad de jugar en medio del extenso patio que se encerraba en el amplio corralón. Ya habíamos estado en el corralito de chivos huachos y no había ninguno. No era, todavía, tiempo de pariciones. En el corral de patos, el riesgo de caer en la poza de agua era grande y, las amenazas por ensuciarnos eran mayores; así que apenas los mirábamos desde el ángulo confeccionado con ladrillos de barro y, desde la sombra que ofrecía un enorme árbol que les regalaba algún frescor a los palmípedos. Las gallinas, en cambio, solían estar siempre al aire libre y, en oportunidades superaban largamente el cerco de palos, límite del mundo exterior.
De hecho, en aquella vez, siguiendo a una gallina, ésta escapó volando por encima de la cerca y, esto nos llevó a mirar por entre las rendijas de los palos… En la lejanía advertimos el humo que en forma de volutas subía por encima de las copas de los árboles y, nuestro sentido de supervivencia confundido con aquellas advertencias de nuestros mayores, nos hizo oír que los gritos de los ladrilleros era quejidos de lamentos e imaginábamos que se quemaban por debajo del fuego que suponíamos libraban los humos que nuestros ojos veían… Y uno de los chiquillos, le dijo al más pequeño: “Así debe ser el infierno… Seguro que nos quemaremos para siempre”, el oyente, más pequeño, en expresión del sentido natural de conservación soltó la baranda desde la que se sostenía, e hizo su mejor esfuerzo para no correr. Y este se hizo insuficiente al poco tiempo: un hato de ovejas, al olor del agua, se encaminaba afanosamente hacia la casa, guiado, quizá por el cansancio o, tal vez, por la sed. Resaltaba un ovejo negro, grande, quizá el padrillo, del que sobresalían un par de cuernos retorcidos a ambos lados de su cara… Y volvió esa voz infantil de advertencia: “Si! Nos quemaremos en el infierno y allí viene el demonio para llevarnos”, anunció mientras señalaba al cornúpeta carnero que se avecinaba.
Un grito infantil y desgarrador rompió la tenue cortina que separaba la tarde de la obscuridad nocturna: “Mamaaaaaaá…. El diabloooooooo”, mientras sus piernecitas corrían con la mayor ligereza posible. Inmediatamente, la figura de la mujer con cara de angustia apareció en el quicio de la puerta y, corrió al encuentro del huyente… El otro que lo seguía detrás, aun sin exponer sus alegatos, se encontró con una cara de reproche… esas en las que se lee: “tenías que ser tú….”. Pero no importaba, resaltaban los gritos desesperados del chiquillo, angustiado por la figura demoniaca representada en un inocente carnero que tenía como mejor aditamento un par de cuernos que reflejaban su liderazgo en el rebaño.
Esa noche no hubo más que caramelitos para aliviar el alma del asustadizo, un par de mujeres viejas, con sus respectivos cascarones en mano, santiguaron el incómodo cuerpecito del churrito, concluyendo luego de varios eructos y arcadas, la necesidad de, cuando menos, hacer algunos baños con agua de hierbas amargas y el rezo con velas, alcanfor y periódico embolillado por siete días, sin falta alguna.
No hubo más. Esa noche dormimos sin comer. La más veterana de todas se dejó oír: “¿Demonio, no? Aquí solo un demonio… jum”. El abuelo solo espetó: “Muchacho, pa bandido”.
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