viernes, 18 de diciembre de 2009

La declaración de imputado

Laurence Chunga Hidalgo
Juez Penal Unipersonal de Morropón, Chulucanas.

El origen de las constituciones se justifica en la necesidad de poner límites al poder estatal. El enfrentamiento de un ciudadano con el Estado, supone una grave desigualdad de armas, en razón a que el ciudadano no tiene los recursos para defenderse de aquellos otros que detenta el Estado para atacar. De allí que, el texto constitucional esté plagado de garantías y derechos con las que se pretende equiparar las desventajas de uno con los recursos del otro. La presunción de inocencia es una poderosísima garantía con la que el Estado se enfrenta cuando pretende perseguir a un ciudadano; sea que tenga justificadas razones para hacerlo, sea que se trate de una arbitraria persecución.
Si tal persecución se realiza a través del derecho penal, las consecuencias pueden ser graves: pérdida de bienes, de la libertad y hasta de la vida. De allí que a los imputados se les concede derechos, que al común de los ciudadanos le parecerían excesivos. Ante una acusación fiscal, el imputado tiene derecho a permanecer callado –como se ha indicado en otro artículo- o a expresar su propia versión sobre los hechos, al amparo del derecho a la defensa.
El derecho a declarar sobre los hechos que constituyen la acusación, exige la compañía de un abogado defensor que, le permita conocer las consecuencias del acto declaratorio, lo que supone que su ejercicio, no sólo tiene que ser libre sino también informado. Así, queda proscrita cualquier declaración lograda mediante coacción, intimidación o afectación grave de la voluntad del imputado declarante o aquellas otras formas –mediante engaño, por ejemplo- en las que se pretenda una declaración sin que se cuente con abogado defensor.
El derecho a declarar del imputado, es la facultad que éste tiene de expresar libremente su propia versión sobre los hechos imputados. Así, frente a la tesis fáctica del Ministerio Público se levanta la de la defensa del imputado, con lo que los medios de prueba han de actuarse y valorarse en función de las versiones que ofrecen los contendores. Sin embargo, debe precisarse que, la declaración del acusado no es una “simple versión” sino que, en más de una oportunidad alcanza la calidad de medio probatorio. En tal sentido, es preciso anotar que, en el ejercicio de este derecho, el declarante tiene hasta tres opciones: a.- negar los cargos, b.- admitir los cargos, c.- admitirlos parcialmente. En el primer caso nos encontramos frente a la llamada “confesión del imputado”; pero en cualquiera que sea la opción asumida, el valor probatorio de la misma, se alcanza sólo si existen otros medios de prueba que permitan corroborarla, se haya realizado libre y voluntariamente y, finalmente, se hubiere realizado ante el juez o el fiscal en presencia de su abogado. Desde esta perspectiva, la jurisprudencia adiciona como condiciones de valoración de la declaración del imputado: la existencia de un relato verosímil y coherente así como la verificación de la personalidad del autor, las relaciones entre el supuesto autor y el agraviado, las motivaciones de la autoincriminación; todo ello con la finalidad de confirmar y asegurar que la indicada declaración deba ser considerada como medio de prueba suficiente, sea para condenar, sea para absolver.
En consecuencia, no basta con que una persona se presente ante las autoridades confesando un delito, sino que se requerirá de otros elementos que otorguen veracidad a la información. No basta, por ejemplo, que una persona se presente ante la policía con el cadáver de otra diciendo que la ha matado, sino que se requerirá de elementos de convicción que descarte la intervención de otras personas en dicha muerte o la posibilidad del encubrimiento personal. En esa misma medida, cuando un periodista, en medio del jaleo que supone el traslado de un presunto delincuente, logra arrancar una “confesión”; ésta no supone reconocimiento de culpabilidad alguna, si antes no se ha cumplido con garantizar aquellas otras condiciones anotadas que exige el debido proceso y que la Constitución reclama.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 22 de diciembre de 2009.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

El silencio del imputado

Laurence Chunga Hidalgo
Juez especializado penal, Chulucanas

El silencio, como abstención de decir algo, tiene distintos significados. En la vida cotidiana es frecuente escuchar la expresión “el que calla, otorga” con la que, se imputa responsabilidad –en los actos del diario vivir- a quien prefiera quedarse callado. En el derecho, el silencio es la nada. No tiene ningún valor, salvo que la ley o el pacto entre las partes le confieran algún significado. Así, por ejemplo, frente a una resolución judicial, si la parte interesada no presenta recurso impugnatorio alguno, la Ley presume que está conforme y, en consecuencia, acepta los efectos que de ella se deriven.
En el derecho penal, específicamente, el silencio no significa que el imputado reconozca lo hechos y menos que asuma responsabilidad sobre los mismos; y en ese extremo es una posibilidad de elección del acusado. Frente a una denuncia, de oficio o de parte, el imputado puede elegir entre ofrecer su propia versión sobre los hechos de que se le acusa o mantenerse en silencio, sin que de éste pueda deducirse consecuencias nefastas a sus intereses. Sin embargo, cualquiera sea la elección –sea la de declarar, sea la de permanecer callado- es siempre facultativa y, en ese sentido es expresión del derecho a la defensa que le asiste. De allí que, se requiere que, el procesado conozca qué es efectivamente y, cuáles son sus consecuencias. Así, el “permanecer callado” debe ser fruto de una elección libre e informada.
El derecho a permanecer callado es una derivación del principio de presunción de inocencia y motiva la necesidad de que, quien acusa deba presentar las pruebas que acreditan su pretensión. Es el Ministerio Público que, como titular del ejercicio de la acción penal, tiene la obligación de sustentar su acusación y con medios de prueba fehacientes, que enerven el silencio del imputado o la propia versión que éste pueda ofrecer sobre los hechos.
Sin perjuicio de lo expresado y, del alcance que supone el derecho a permanecer callado, la colectividad le hace sentir a sus miembros que tienen “obligación de decir algo” y que “no pueden quedarse callados” frente a una acusación. Grafica la situación la labor que realizan los reporteros, aquellos periodistas que realizan labor de campo en comisarías o en las “escenas del crimen” que, al tiempo en que ven al “sindicado” (cuando éste es llevado a rastras y engrilletado), le preguntan: “Se te acusa de tal cosa: qué tienes que decir” y las frases similares que le siguen se aprecian en la televisión, con las que se acentúa el ánimo inquisidor en la conciencia de las masas y, que obliga a los televidentes a una respuesta casi automática: “si se queda callado es porque algo hay”.
En la evaluación de los hechos, los derechos de las personas están más allá de los afanes policíacos de los periodistas y de la avidez de la colectividad por conocer los detalles de las declaraciones, expresiones corporales, gestos que pueda ofrecer el imputado o, las personas relacionadas con éste. Cualquiera fuera la circunstancia, solemos asumir como únicas y valederas las expresiones recogidas por los medios de comunicación, cuando en realidad, éstas declaraciones no tendrán ningún valor jurídico si antes no se le ha garantizado al imputado, el derecho a la defensa y a la no incriminación, que también son derechos que le corresponden. En una información mal recibida y en la incomprensión de un derecho poco atendido, se origina un frustrado sentimiento colectivo respecto de la justicia, que poco tiene que ver con la expresión de Ulpiano: “la voluntad constante y perpetua de conceder a cada uno lo que le corresponde”.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 18 de diciembre de 2009.

martes, 17 de noviembre de 2009

El Imputado en el Nuevo Código Procesal Penal

Laurence Chunga Hidalgo

Los medios de comunicación se han encargado de concederle fama, en los últimos días, a distintas personas. Víctor Ariza Mendoza, Ronny Ramos Pérez y Susan Hoefken, tienen en común el hecho de que se le acusa de la comisión de hechos delictivos, que tipificarían como de traición a la patria, de homicidio calificado y denuncia calumniosa, respectivamente. Lo común a los mencionados es que tiene la condición de “imputados”.
Si bien la doctrina, atendiendo a la etapa procesal, concede nombres como presunto autor, denunciado, inculpado, acusado, encausado, procesado, el nuevo Código Procesal Penal, los reúne bajo la genérica denominación de “imputado”. A este, se le reconoce insustituibles derechos de derivación constitucional de las que a veces poca atención ofrecemos. Quien haya visto alguna película o serie norteamericana de corte policial se habrá familiarizado con la denominada “Advertencia Miranda”, que no es otra cosa que la recitación de derechos que hace el policía al intervenido, previo a su arresto o al recibimiento de su declaración y que empieza con el clásico: “"Tiene el derecho a guardar silencio…”.
De similar forma, el código procesal penal recoge en el art. 71 los derechos que el juez, fiscal o policía debe hacerle saber al imputado y se resumen en: conocimiento de los hechos de los que se le denuncian, a comunicarse con una persona de su confianza, a tener un abogado de su libre elección, a permanecer en silencio, a no ser coaccionado y a ser examinado por un médico legista si se requiere. Cada uno de ellos, a su vez se funda en el derecho a la presunción de inocencia, reconocido en la Constitución Política y, que obliga a que toda persona deba ser considerada y tratada como inocente, hasta que un juez declare su responsabilidad o reafirme su inocencia respecto de los hechos denunciados.
Con ello, las personas arriba citadas, Víctor Ariza Mendoza, Ronny Ramos Pérez y Susan Hoefken y, cualquier otra, que se encuentre sujeta a investigación policial o sujeta a proceso penal deben ser tratadas como inocentes, aún cuando pareciera que todos los indicios recogidos por el Ministerio Público –o que las investigaciones periodísticas recaben- aportan a su culpabilidad y que son merecedores de la más drástica pena, dichas expresiones son solo manifestaciones de una voluntad colectiva no especializada que, deberá sujetarse a la verificación de las pruebas y a su valoración en un juicio imparcial que determine el grado de responsabilidad personal en el delito denunciado.
Sin perjuicio de dicha condición, la del estado de inocencia, no es menos cierto que realizada la investigación preliminar, la persona a la que se le atribuye la comisión del delito queda, frente a al colectividad y frente al derecho, en una situación que no es equiparable con la de cualquier otro ciudadano. De allí que, el Tribunal Constitucional, en STC 2915-2004-PHC/TC, reconoce que imputado queda sujeto a la condición de “sospechoso” hasta la expedición de la sentencia; motivando con ello, la posibilidad de imponer medidas cautelares reales (que recaen en los bienes del imputado) o personales (que inciden en la persona del imputado) para asegurar tanto la sujeción del imputado al proceso como el cumplimiento de la sentencia.
Ordinariamente, el público se “satisface” en el hecho de la detención preventiva y canta victoria con el hecho de “meterlo a la cárcel”. A pesar de ello, y sin importar la razonabilidad y/o proporcionalidad de la medida que se requiere para su determinación, la humillación que la colectividad pareciera busca hacer sufrir al imputado, ésta no altera en absoluto su condición de inocente, hasta que en juicio se determine su responsabilidad. Sobre este tema, se requiere de una sentencia debidamente motivada pero también actividad probatoria suficiente y atención a las garantías procesales que la Constitución le reconoce al imputado.
Sin sentencia condenatoria, el derecho a la presunción de inocencia se erige para sustentar las demás garantías y derechos que, al imputado le asisten mientras se determina su responsabilidad. A veces, la ciudadanía no logra comprender el contenido de éste derecho, salvo cuando nos vemos a nosotros mismos acusados “injustamente”.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 21 de noviembre de 2009.

martes, 6 de octubre de 2009

Aprendiendo caligrafía...

Si Ud. desea hacer un curso de post grado en caligrafía, inscríbase en la Escuela de Posgrado de la universidad pública de nuestra ciudad. Hace unos meses se inició el IV Programa de Doctorado en Derecho; el tríptico con que se anunciaba no hacía mención al curso pero sí que existe y tiene el nombre de “Filosofía del Derecho”. El profesor del mismo, un congresista de la nación, de quien prefiero no recordar su nombre.
La libertad de cátedra, reconoce el derecho a la libre transmisión del saber y le garantiza al docente, dentro de la autonomía e independencia que supone la investigación y la enseñanza, la libertad de elegir y aplicar los métodos, procedimientos y tratamientos conducentes a la adquisición, exposición y trasmisión de los conocimientos a los posibles receptores o educandos, dentro de los límites que exige los derechos y libertades de la persona. Así lo ha establecido el Tribunal Constitucional en el expediente 2724-2005-PA. Sin embargo, concede más: “la libertad de cátedra supone reglas o métodos de carácter subjetivo de libre formulación y elección de cada docente o catedrático”, destinados a una mejor recepción y aprehensión brindada a los educandos.
En términos prácticos, el profesor tiene derecho a expresar las ideas y convicciones que asume como propias en relación con la materia propia del curso, e inclusive -conforme a la currícula de la universidad en mención- tiene libertad en las formas de calificar a los alumnos respecto de los temas impartidos. El límite a dicha libertad está constituido por los derechos y libertades de los otros, de aquellos que se sujetan como discentes del curso.
Entre otros asuntos referidos a las formas en las que se ha de ofrecer un curso de post grado, si se considera estimable, son los formatos de presentación de trabajos, el valor de las intervenciones en clase, el porcentaje de asistencias a las sesiones ofrecidas, etc. Sin embargo, corresponde a la Universidad señalar de que modo dichas circunstancias pueden modificar o alterar la evaluación del discente, o –en su defecto- al profesor al tiempo en que se presenta el primer día de clase. Tales condicionamientos son como las reglas de juego a las que se someten las partes si están interesados en alcanzar cierto grado de perfeccionamiento académico.
Remitiéndonos a la filosofía del derecho, al que hacemos referencia podemos advertir, siguiendo a Del vecchio, que ésta se define como “la disciplina que define al derecho en su universalidad lógica, investiga los fundamentos y los caracteres generales de su desarrollo histórico y lo valora según el ideal de la justicia trazado por la razón”; por lo que bien podría hacerse un análisis filosófico de los distintos textos que el hombre puede haber realizado, dígase códigos normativos, libros religiosos, libros de literatura, cuentos infantiles, etc. Es posible hallar en ellos, aunque el autor no lo pretenda, algún concepto de justicia, orden social, ley, derecho, que pueda ser evaluado a la luz de la filosofía. De allí que, pueda entenderse que, dentro de dicho curso se mande (recomiende, sería mejor) leer textos como “La Política” de Platón, “La granja de los animales” de G. Orwell, o “Páginas Libres” de Gonzáles Prada.
El tema se tergiversa y desvía de la perspectiva pedagógica cuando lo accidental se convierte en substancial y lo contingente en necesario. En el caso específico, el profesor de la materia, asume como métodos de evaluación: un examen oral, el análisis filosófico de un texto asignado y la asistencia a clases. Parecería que, todo es normal y razonable, sin embargo, el incumplimiento de la asistencia a clases no se traduce en disminución de algún porcentaje en la evaluación final, sino en la obligación de realizar simples transcripciones manuscritas (de puño y letra) de textos completos como las obras de Platón: el Critón o la Apología de Sócrates o alguno de los evangelios, de preferencia el de San Mateo. Parece absurdo, más todavía, si la evaluación se sujeta a que sea cuatro o más –según le plazca al profesor- los manuscritos a presentarse. El incumplimiento del absurdo da lugar a la necesidad de “repetir” el curso.
Si se lee la página electrónica del post grado, el objetivo es el de “mejorar la calidad y promover excelencia, investigación, proyección hacia la sociedad, y además impulsar la relación universidad – empresa junto a los ideales y valores éticos que tienen que transmitirse y difundirse en la Universidad”. La pregunta es: la trascripción mecánica de textos, ¿tiene algún indicio de racionalidad o empatía con la pretensión del curso o los objetivos del postgrado? Testigo de que algunos de mis colegas cumplieron la “plana”, prefiero renunciar a continuar con el “jueguito de hacer estudios doctorales”. Debo ensalzar a mi profesor de la primaria, que me enseño a dibujar las vocales y las consonantes.

¿Bastaría el sentido común?

Laurence Chunga Hidalgo

Desde hace algunos días, se discute el asunto referido al proyecto de ley del ejecutivo, con el que se pretende que, cuando el Ministerio Público realice una denuncia contra miembros de las Fuerzas Armadas o Policía Nacional deberá, previamente, recabar un informe técnico elaborado por una comisión designada por el Poder Ejecutivo. El asunto tiene, cuando menos dos aristas: una política, en la que se intenta intromisión del ejecutivo en los actos de investigación pre-jurisdiccional; la otra jurídica, en la que se pretende ejercicio de la defensa técnico-jurídica cuando el Ministerio Público todavía no ha requerido a las partes para su defensa bajo la existencia de indicios de actos delictivos. Como justificación de ambas posiciones, el titular del pliego de defensa ha señalado: "Las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional no pueden a ir a combatir a zonas de emergencia si están amenazados con denuncias penales cada vez que hacen un disparo…", tal como se anota en el diario decano nacional.
El art. 20 del Código penal establece: “el que obra por disposición de la ley, en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo” o, para el caso específico: “El personal de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, que en el cumplimiento de su deber y en uso de sus armas en forma reglamentaria, cause lesiones o muerte”. La función de la comisión ejecutiva a la que se hace referencia en el párrafo anterior sería la de ofrecerle un contenido específico al artículo antes transcrito. En dicho extremo, existen conceptos que aún cuando la norma quisiera precisarlos en sus contenidos mínimos dichas definiciones no serán suficientes, puesto que, la práctica muestra que la realidad siempre está más adelantada que el derecho. Por el contrario la pretensión de reglamentar con el ánimo de anular cualquier resquicio nos remite a un casuismo peligroso que, terminaría desatendiendo lo que se desea proteger.
Si ya existen normas propias del fuero militar policial que le indican al policía o militar cual es su deber y, conoce las circunstancias en las que debe actuar; si conoce cual es el contenido de términos como “legitima defensa”, “obediencia debida”, “agresión ilegítima”, “proporcionalidad de medios”, “estado de necesidad”, etc. entonces no habría razón alguna de preocuparse. Si el policía o militar, se excede en la fuerza utilizada, si dispara cuando el agente hostil se ha rendido, o lo sigue golpeando cuando ya ha sido reducido, la situación es distinta y no amparable por el derecho. Pretender que, conceptos como “circunstancias excepcionales”, “lo estrictamente inevitable”, “actuación diligente”, “riesgo injustificado”, “indicios razonables” sean definidos por la norma o precisados por un informe es, exigirle a éstos que realicen una valoración cuando no tiene los elementos que las circunstancias ofrecen para una evaluación completa de los hechos.
La pretensión del Ejecutivo de imponer un pre-requisito al ejercicio público de la acción penal no sólo afecta la autonomía institucional del órgano persecutor del delito, sino que hace una distinción allí donde la Constitución no lo hace. Sobre el primer punto, la Constitución señala, como atribuciones del Ministerio Público, la promoción de la acción judicial y conducir la investigación del delito desde su inicio asi como velar por la recta administración de justicia. A este efecto, bien dice el Tribunal Constitucional, en la reciente sentencia 0002-2008-PI/TC, le bastará, a la autoridad competente, la existencia de indicios razonables de que las medidas de fuerza empleadas no han cumplido con los estándares exigidos por la legislación para el inicio de una investigación. Sobre el segundo punto, los derechos que enuncia la Constitución son predicables indistintamente si se trata de civiles o de militares o de policías, salvo aquellos que tienen su fundamento en la propia función. Siguiendo dichos principios, el nuevo Código Procesal Penal, inspirado en el sistema acusatorio, tampoco hace diferencias, por lo que no hay mérito para las pretensiones del Poder Ejecutivo, que, dígase de paso, es parte interesada y como tal, sus informes carecen de imparcialidad, lo que afectaría gravemente la correcta administración de justicia.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

El rol de la Policía Nacional en el proceso de faltas

Laurence Chunga Hidalgo
Ha quedado anotado en artículos anteriores que, el proceso especial de faltas se asemeja al de las querellas por cuanto –de conformidad con el art. 483 del Código Procesal Penal– su iniciación requiere que sea la “persona ofendida” quién dé cuenta de la comisión de los hechos ante la Policía Nacional o ante el juez de paz letrado competente; por lo que bien puede decirse que se trata de un proceso de ejercicio privado de la acción pública.
La Policía Nacional, en estos casos, interviene para solventar la necesidad de “indagaciones previas al enjuiciamiento” y, se sujeta, según la norma procesal, a dos supuestos: 1.- que el agraviado denuncie la falta ante la propia policía o, 2.- que sea el juez de paz letrado quien le requiera su asistencia para la investigación correspondiente (este supuesto tiene como pre-requisito que la parte agraviada haya presentado su denuncia ante el juez requirente). La norma no señala un plazo investigatorio para este proceso especial, sin embargo, el juez –al amparo del principio de razonabilidad- si que tiene obligación de señalar alguno, más si se tiene en cuenta que, cualquiera sea el tipo de falta, éstas siempre prescriben al año si es que se trata de un procesados primarios.
El supuesto normativo para la existencia de un proceso de faltas nos remite, cualquiera sea el caso, a la necesaria actuación e intervención de la persona ofendida, a quién además, se le requiere se constituya –llegado el momento- en querellante particular a fin de que pueda realizar su función de «acusador» en un proceso donde el denunciado tiene el rol de parte acusada. La Policía Nacional no podrá actuar, en consecuencia, si antes no existe una denuncia previa. El problema se origina en aquellos casos donde la Policía Nacional interviene de oficio o porque conoce de los hechos de modo circunstancial al tiempo en que realiza su labor de custodio del orden público; dígase: una pelea callejera, un hurto famélico, la sustracción de bien con valor menor a una remuneración mínima vital, actos de perturbación de la tranquilidad pública, etc. Bajo el supuesto de hecho de una pelea callejera entre dos borrachines, por ejemplo, de la cual la policía ha tomado conocimiento gracias a una llamada anónima ¿a quien le corresponde iniciar el proceso de faltas por afectación de la tranquilidad pública?
Según el trámite permitido por el derogado Código de Procedimientos Penales, modificado por la Ley 27939, la Policía Nacional, al conocer un hecho de falta en flagrancia realizaba la investigación y luego emitía un informe que le era remitido al Juez de Paz Letrado a fin de que éste realice la actuación probatoria y el juzgamiento. Con el Nuevo Código Procesal, el trabajo de la Policía Nacional disminuye, puesto que, dicho supuesto no está contemplado por la norma, en consecuencia, le corresponde a ésta realizar las acciones preventivas y represivas necesarias a fin de evitar la continuidad del hecho de falta. Sólo ante la existencia de una persona que dice de sí, ser agraviada con la supuesta falta, deberá remitir informe al Juez de Paz Letrado para el inicio del proceso especial de faltas.
En otros términos, el Código Procesal Penal de 2004, en el tema de investigación de faltas, le reduce la carga laboral a la Policía Nacional cuando aquellas son conocidas por las labores propias de su función, pues no hay obligación alguna de realizar informes, salvo las que manda el sentido común, como la de anotar la ocurrencia a fin de que, si apareciese alguna persona agraviada, se tenga un punto de partida para realizar las denominadas “indagaciones previas al juzgamiento”. El tema, de seguro generará controversia, sin embargo, tiene sentido en la medida que una de las pretensiones del nuevo modelo procesal es la de asegurar que existan dos partes contrapuestas en mérito al principio de contradicción procesal y otra, es la de ofrecer mayor intervención a la ciudadanía, en especial al agraviado, posibilitándole herramientas para que haga valer sus derechos por sí mismo. Sólo queda adecuar nuestras categorías mentales a los parámetros procesales que ahora nos rigen.

lunes, 28 de septiembre de 2009

EL PRINCIPIO DE CONTRADICCIÓN EN EL PROCESO DE FALTAS

El principio de contradicción expone que el proceso penal exige dos contendores, uno que acusa y el otro que se defiende, y posibilita que ambas partes puedan sustentar sus pretensiones respecto de los cargos de imputación y de prueba para cuyo efecto ambas partes exponen sus posiciones iniciales y, luego de la actuación probatoria sustentan lo que han logrado probar con dicha prueba a fin de generar convicción en el juzgador para su decisión final. Así, el proceso es una controversia entre dos partes contrapuestas: entre el acusador y el imputado. El juez, en calidad de imparcial, se asemeja a un árbitro que debe decidir en función de las pretensiones de cada una de las partes.
En el nuevo código procesal penal el principio de contradicción está recogido en el art. 359 para su aplicación en el juicio oral del proceso común; sin embargo ello no enerva que pueda aplicarse a cualquier otro tipo de proceso especial, justamente, porque ha alcanzado la calidad de principio rector al haberse recogido en el título preliminar del Código Procesal Penal, cuando en su art. I, inc.2 señala el derecho de toda persona a un juicio previo, oral, público y contradictorio, adquiriendo con ello preeminencia respecto de cualquier otra disposición procesal.
La contradicción procesal, a su vez, nos remite, como bien dice Reyna Alfaro, al principio acusatorio, en virtud del cual la apertura del proceso penal se encuentra condicionado a la excitación de la actividad jurisdiccional a través de una denuncia o de una querella, materializándose así lo que el viejo adagio germánico anuncia de forma simple: “donde no hay acusador no hay juez”. El tema es ¿en el proceso de faltas quien es el acusador? Siendo que no es un delito, el Ministerio Público no actúa; pero sí que debe existir “alguien” que sustente la pretensión y, el art. 483 señala que la iniciación del proceso le corresponde a la “persona ofendida”, convirtiéndose, en consecuencia, en la parte acusadora y, obligada por tanto, a proponer su imputación y sustentar los términos de su acusación. Lo controvertido del asunto se deriva de los incs. 2 y 4 del art. 484 del Código Procesal Penal, que regula el modo de realización de la audiencia permitiéndose que ésta se realice con la sola presencia del imputado y su defensor, momento en el que, se hace lectura de los cargos y, en caso de que el imputado no los acepte, deberá procederse al interrogatorio.
La norma no expone quien debe realizar el interrogatorio, pero señala que se actuará “siguiendo las reglas ordinarias”. Éstas exponen que el interrogatorio y, de conformidad con las pautas propias de la litigación oral es realizado por las partes procesales. El juez actúa como un director de debate sin facultad inquisitiva, sin capacidad de generar nueva información, salvo la de aclarar la ya aportada al proceso. Entonces, estando ya en audiencia, y sin la presencia del agraviado –constituida en querellante particular- ¿Quién hará las veces de acusador?
Dice Baytelman que, el primer interrogatorio o también llamado examen directo lo efectúa la parte que ofrece al órgano de prueba. Si se trata de un testigo, le corresponde interrogar, en primer lugar, a quien ofreció a dicho testigo. Terminado este interrogatorio, la parte contraria tiene derecho a “contra-interrogar”, es decir a cuestionar o poner a prueba la información obtenida en el examen directo. En el caso, del imputado, las normas procesales son menos exigentes, en razón al derecho de presunción de inocencia que le asiste al acusado; de allí, que, ya estando en juicio, luego de explicarle sus derechos y hacerle saber la imputación planteada en su contra, la primer a pregunta a realizársele es: ¿se considera responsable de la acusación que se le realiza? Si la respuesta es no, entonces, se aplica el art. 376 del código adjetivo penal, que ofreciéndosele la palabra para que narre libremente los hechos pertinentes al caso. Es evidente, que su propio abogado defensor no le hará preguntas inquisitorias respecto de los hechos materia del juzgamiento de faltas, entonces ¿el juez debe suplir la ausencia del agraviado (querellante particular)?Pareciera que la redacción del 484 del código procesal invita a que el juez sea quien realice el interrogatorio, sin embargo, creemos la redacción ofrecida responde a una deficiencia de técnica legislativa y desatención de los principios que inspiran al nuevo sistema procesal penal. Se trata de una reminiscencia del antiguo proceso penal de 1940, con lo que de efectuarse en la práctica jurisdiccional el juez se convertiría en el inquisidor, que se pretende dejar de ser. Viene en nuestra salvación la aplicación del desistimiento tácito reconocido en el art. 110 y, del cual ya hemos tratado en distinta oportunidad.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

El querellante particular y el juez

Laurence Chunga Hidalgo

El asunto de la intervención de las victimas en los procesos especiales de ejercicio privado de la acción penal –comúnmente reconocido como “querella”- y de faltas no se agota en el sólo hecho de que la víctima sea considerada como tal en el proceso mismo. Si en el antiguo proceso penal, la víctima –mal que bien- podía confiar en que su pretensión resarcitoria podía ser subsumida por la del Ministerio Público, las nuevas facultades concedidas a ésta a través de las figuras procesales “actor civil” y “querellante particular” le exigen atenta participación en el proceso para que no sea “olvidado” su derecho a la reparación por los daños y perjuicios soportados.
En este espacio, quiero llamar la atención en la actuación del juez cuando se ha interpuesto una querella y ésta ha sido declarada como “no presentada” por no haberse subsanado alguna omisión advertida, tal como puede leerse en el art. 460 del Código Procesal Penal. La norma señala que, si la querella se archiva bajo la consideración de “no presentada”, entonces el querellante pierde el derecho de presentar nueva querella por los mismos hechos.
El tema es ¿Quién es el guardián de que esto efectivamente no ocurra? ¿Cómo puede el juez penal que recibe una querella saber sí sobre los hechos denunciados ya existe una resolución judicial que, sin pronunciarse sobre la pretensión imposibilita la presentación de la querella recibida? Las normas procesales señalan que las pretensiones de un querellante sólo pueden ser conocidas por su contraparte –el querellado– cuando se expide el “auto admisorio”; es decir cuando mediante la inauguración del proceso penal se le hace saber que existe una imputación en su contra y que por el derecho a la defensa tiene la facultad de rebatirla ofreciendo su exposición de los hechos y los medios probatorios que crea convenientes.
Sin embargo, no todas las querellas justifican un auto admisorio justamente porque incumplen con requisitos de forma y, dan lugar a un auto declarando “no presentada” la querella, lo que en buen romance, significa que dicha pretensión “no existe”, con lo que carecería de mérito y de finalidad instrumental notificar al “querellado” para que se defienda de lo que “no existe”.
Si pudiéramos tener absoluta certeza de la buena fe de las personas, el mandato legal sería suficiente para no preocuparnos del tema, sin embargo, en aquellos lugares donde funciona más de un juzgado penal unipersonal y, que actúan de forma aleatoria es un poco complicado saber de la preexistencia de una querella archivada preliminarmente por los mismos hechos.
La norma procesal plantea el asunto y corresponde a la práctica jurisprudencial ofrecerle una salida. La primera sería que, el juez presuma el conocimiento de la ley, confíe en la buena fe de los litigantes y de sus abogados y dé trámite sin mayor demora; lo que desde mi perspectiva podría dar lugar a una concesión que el derecho no permite en casos similares. La segunda posibilidad es que, el juez asuma como tarea propia que, al tiempo de la expedición del auto de apertura, verifique la ausencia de otro proceso entre las partes y por los mismos hechos; situación que expone al juez a una tarea que no le es propia y, la tercera opción es que dicha posibilidad sea entregada a las partes: sea porque se le exige al querellante una certificación de ausencia de proceso anterior concedida por la administración del poder judicial, o sea porque el querellado hace dicha búsqueda y, al tiempo de contestar la demanda, previa búsqueda informática haga saber de la existencia de un pronunciamiento jurisdiccional sobre el asunto.
Finalmente, una cuarta opción se materializaría si es que el juez, expedido el auto de archivamiento de la querella bajo la consideración de “no presentada”; aún sin existir proceso, lo notifica al querellado para su conocimiento y, posible defensa futura.
El problema está planteado y algunas opciones para su solución también. El tema es decidir la que mejor se adhiera a los principios que inspiran al nuevo código procesal penal.
Diario El tiempo, 17 de septiembre de 2009

martes, 8 de septiembre de 2009

El "querellante particular" en el proceso de faltas

Laurence Chunga Hidalgo

La figura del querellante particular se regula en el Código Procesal Penal de 2004, fundamentalmente, para establecer el modo como el agraviado participa en los procesos penales donde se ventila delitos de ejercicio privado de la acción penal, dígase, por ejemplo, los delitos contra el honor. Sin embargo, la institución del querellante particular, también aparece en el proceso por faltas, lo que nos remite a diferenciar que son delitos y que son faltas, situación respecto de la que los estudiosos del derecho no se han puesto de acuerdo.
No obstante, podríamos decir que “falta” es toda acción que, sin revestir la gravedad que se exige a los delitos, importa una alteración del orden público, de la moralidad, las buenas costumbres o un atentado a la seguridad de las personas o de sus bienes debidamente descritas y calificadas como tales por la ley[1]. La diferencia entre faltas y delitos viene dada por la gravedad de la acción y de la pena contemplada por la ley[2]. Un ejemplo nos puede ayudar: en las afectaciones a la integridad física, si la lesión dolosa requiere más de diez días de descanso médico entonces se investiga mediante el proceso penal común y, si es de hasta de diez días, se tramita como proceso especial de faltas[3]. En el primero la sanción será más grave que en el segundo.
Siendo así, que las faltas son contravenciones de escasa gravedad, la pregunta es ¿el ejercicio de la acción por faltas es pública o privada? De la ley penal y procesal penal se advierte que, en este proceso especial no interviene el Ministerio Público y, por el contrario las normas de procedimiento señalan que, corresponde a la persona agraviada por una falta denunciar el hecho de su comisión ante la policía o ante el juez de paz; lo que nos remite a la idea de que se trataría de una acción de ejercicio privado, al punto que, según el art. 483.1 de la ley procesal se exigiría la constitución en querellante particular.
La ausencia del Ministerio Público, como bien dice Pablo Sánchez motiva a que la actividad procesal se encuentre bajo la entera dirección y responsabilidad del juez, sin embargo tal afirmación no es impedimento para afirmar que, en este proceso, se requiere del impulso procesal del propio agraviado, que es parte interesada en el resultado del mismo. Así, éste queda sujeto –de forma supletoria- a las obligaciones que se le exigen en el caso de un proceso de ejercicio privado de la acción penal.
Si se tiene en cuenta que, conforme a las reglas propias del sistema acusatorio, el juez esta obligado a abstenerse de intervenir oficiosamente en materia probatoria con el ánimo de preservar su imparcialidad, entonces, el impulso de parte se hace necesario a fin de garantizar el aseguramiento de las pretensiones de los interesados. En tal sentido, el querellante particular, según las facultades recogidas en el art. 109 de código procesal penal queda obligado al cumplimiento de presentar las pruebas que acreditan tanto la culpabilidad del “faltoso” como el daño padecido. El juez, aún cuando es el responsable del proceso, no puede suplir a las partes[4].
Siendo que, el proceso de faltas se somete a las reglas de la acción de ejercicio privado, también se somete a la posibilidad de aplicar las reglas del “desistimiento tácito” y, en consecuencia, el proceso podría llegar a su fin sin una sentencia sobre el fondo. El asunto dependerá de la actuación del querellante particular: si no acude a las audiencias, o no presta su declaración en la fecha indicada o incumple con la presentación de sus conclusiones al final de la audiencia, entonces se entenderá que no tiene ninguna pretensión o que ha perdido interés en el proceso planteado. El juez tiene obligación de advertir al agraviado las consecuencias de su conducta.
Publicado en diario “El Tiempo” de Piura, en 10 de septiembre de 2009.
[1] Véase: GOMEZ MENDOZA; Gonzalo: Código Procesal Penal, editorial Rodhas, Lima, 2005, p. 256.
[2] Cfr. SANCHEZ VELARDE, Pablo: El nuevo proceso penal, IDEMSA, Lima, 2009, p. 402.
[3] Talavera Elguera no incluye al proceso de faltas como proceso especial, pese a que aquel se incluye dentro del libro que los contempla. Su tipología inlcuye al proceso por faltas junto con el proceso común bajo el genérico “procesos ordinarios” Véase: TALAVERA ELGUERA, Pablo: “Los procesos especiales en el Nuevo Código Procesal Penal” en AAVV: Selección de Lecturas, Instituto de Ciencia Procesal Penal - Ministerio de Justicia ; lima, s.a, p. 513 y ss.
[4] Cfr. ROSAS YATACO, Jorge: “El sistema acusatorio en el nuevo código procesal penal” en http://www.mpfn.gob.pe/ncpp/files/dfbaaa_articulo%20dr.%20rosas%20yataco.pdf

jueves, 20 de agosto de 2009

El "querellante particular"

Laurence Chunga Hidalgo
Juez Penal Unipersonal de Morropón


En el Código Penal, la mayor parte de los delitos en él recogidos exigen la intervención del Ministerio Público para que, en su calidad de titular del ejercicio de la acción penal, sea quien realice la investigación y la correspondiente denuncia del delito. Sin embargo, existe un pequeño grupo de delitos denominados por el Código Procesal Penal como “delitos de persecución privada” que se tramitan bajo el proceso especial por delito de ejercicio privado de la acción penal y, en el que, el Ministerio Público no tienen participación alguna.
En términos generales, debemos decir que los delitos son aquellas conductas que son socialmente insoportables generando efectos desestabilizadores del orden comunitario, por lo que exigen que el Ministerio Público, en nombre de la sociedad se dedique a su persecución, investigación y sanción. Sin embargo, existen aquellas otras conductas que manteniendo su naturaleza de “insoportables” sólo afectan a personas en particular. En estos casos, la persecución y castigo se deriva a quienes efectivamente se siente afectados por ese delito y son efectivamente agraviados con el mismo. Los delitos de persecución privada reconocidos por la ley son: las lesiones leves, los que afectan el honor (injuria, difamación y calumnia) y los de violación a la intimidad.
En cualquiera de los delitos mencionados, el agraviado deberá presentar querella ante el juez penal unipersonal a fin de conseguir, por un lado, la imposición de una pena y, de otro, la reparación civil por el daño causado. De este modo, el agraviado se convierte en querellante particular. Siguiendo a Alonso Raúl Peña Cabrera F. diríamos que “querellante particular” es el agraviado –que por sí o mediante representante legal- formula una imputación delictiva contra otra persona respecto de un delito que sólo a él le interesa su persecución, sanción y reparación.
Si tuviéramos que hacer una comparación entre el “actor civil” y el “querellante particular”, tendríamos que decir, que éste, a diferencia del aquel, se ubica en la posición del representante del Ministerio Público, con lo que deberá ofrecer medios probatorios tanto para probar la comisión del delito cuanto para acreditar la existencia derivada del hecho expuesto a juzgamiento penal. Lo común de ambas instituciones procesales es que le permiten al agraviado intervención en el proceso penal.
Siendo que, el querellante particular suple al Ministerio Público en la persecución del delito, es preciso resaltar, que asume sus mismas facultades y obligaciones, fundamentalmente: ofrecer la prueba de cargo sobre la culpabilidad del imputado, sustentar el daño causado, interponer recursos impugnatorios y cualquier otro medio de defensa en salvaguarda de su pretensión. Adicionalmente, y como facultad propia, le cabe el derecho conciliar con la parte contraria, o de desistirse de su pretensión. Estas últimas se explican, justamente, en el carácter personal y privado de la pretensión.
Finalmente, es necesario resaltar que, su actuación sólo es posible en un proceso de ejercicio privado de acción penal y, en consecuencia, por parecerse éste tipo de procesos a los de naturaleza civil, queda sujeto a la posibilidad de que sea declarado en abandono por inactividad procesal por periodo igual o mayor a los tres meses.
El legislador, con el ánimo de evitar afectación del principio del “ne bis in idem” ha impuesto tanto a la conciliación como al desistimiento y al abandono del proceso una consecuencia grave: impiden que el agraviado vuelva a interponer nueva querella por los mismos hechos. Esta prohibición se extiende, además, a aquellas situaciones en las que se ha archivado la querella por defecto de admisión no subsanado. Sin embargo, esta posibilidad le impone un riesgo al juzgador, de la cual comentaremos más adelante.
Publicado en diario El Tiempo, piura 28 de agosto de 2009.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El “actor civil” en el proceso penal

Laurence Chunga Hidalgo
www.laurencechunga.blogspot.com
En un par de artículos anteriores, exponíamos las diferencias conceptuales entre los vocablos “agraviado”, “perjudicado”, “victima” dentro del nuevo sistema procesal penal. Así mismo se hacía referencia a los conceptos de “actor civil” y “querellante particular”. El actor civil, decíamos, es “el agraviado que actúa procesalmente para hacer valer su derecho a la reparación civil por el daño causado con el delito”. El tema es importante porque resalta el posicionamiento de la víctima dentro del proceso: mientras al representante del Ministerio Público le interesa demostrar que los hechos denunciados tiene la calidad de delito, al actor civil le corresponde demostrar que los hechos denunciados le han ocasionado daños y perjuicios. En consecuencia, el actor civil –si efectivamente quiere que su pretensión sea atendida- no puede ni debe conformarse con la actuación procesal probatoria del Ministerio Público y, por el contrario debe aportar sus propios medios probatorios.
Un ejemplo nos ayudará en la diferencias. En el delito de lesiones graves, al fiscal ha de interesarle probar, que el acusado ha ocasionado dolosamente en el agraviado, cualquiera de las tres condiciones siguientes: a.- la lesión ha puesto en peligro inminente su vida, b.- le ha mutilado o menguado en sus funciones algún miembro u órgano principal del cuerpo o la ha desfigurado de manera grave y permanente, c.- que la lesión sea calificada con más de 30 días de descanso médico. Probadas cualquiera de dichas condiciones el imputado sufrirá una sentencia condenatoria; situación que no necesariamente, ha de satisfacer las demandas de la víctima.
El actor civil, amparado en el buen desempeño del fiscal deberá probar, entre otras cosas, que las lesiones padecidas le han generado gastos de hospitalización y tratamiento por un determinado monto dinerario; además que le han impedido de trabajar durante “tantos” días, y en consecuencia deberá retribuírsele cada uno de los días dejados de trabajar a razón de “tantos” soles por día; que la ausencia de remuneración en la fecha ordinaria le ha impedido pagar sus deudas lo que ha generado débitos moratorios en las entidades crediticias, o las afectaciones en sus relaciones laborales que se agravan si ha perdido el trabajo como consecuencia del hecho delictuoso, si existen personas que dependen de su trabajo, etc. Le conviene relacionar el daño con la actividad misma a la que se dedica: no es lo mismo que un panadero sufra daños en las piernas a que lo padezca un jugador de futbol o un ciclista; que un futbolista padezca daños en las manos a que lo sufra un cirujano o un pintor. Al fiscal ha de importarle poco el proyecto de vida de la víctima, pero si mucho la naturaleza y circunstancias del hecho denunciado.
En consecuencia, no bastará con la existencia del delito, sino que el actor civil ha de requerir probar el daño padecido, con lo que tiene obligación de ofrecer medios probatorios que acredite la naturaleza, cuantía y la extensión del mismo. El agraviado del delito, por tanto, tiene derecho de exigir a su abogado presente medios probatorios: acudir a juicio oral y repetir la antigua expresión: “me adhiero a las pruebas ofrecidas por el fiscal” no garantiza el sufragio del daño pero sí una pérdida de tiempo y dinero en un proceso judicial que, por el sólo hecho de haberse constituido en “actor civil” le ha quitado la posibilidad de acudir a la vía civil para garantizar esa misma pretensión.
En este extremo, es necesario precisar que la posibilidad del agraviado de constituirse en “actor civil” es una facultad de este, dado que –si por ejemplo- se tratara de una persona indigente o en insolvencia económica en incapacidad de pagar a un abogado le sería más conveniente aprovechar las prerrogativas del fiscal y, “exigirle” que, además preocuparse por el delito, también asuma el ejercicio de la acción civil y, ofrezca –con su ayuda- medios de prueba que le aseguren una justa reparación.
Cualquiera sea el caso, ya que el agraviado se constituye en actor civil, o que contribuye en la actuación del fiscal aportando medios de prueba, el daño padecido por la víctima, al igual que el delito, tiene que ser probado. El juez no lo puede adivinar ni presumir, por el contrario, corresponde al agraviado asumir su rol procesal, si así lo considera conveniente.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 14 de agosto de 2009

lunes, 3 de agosto de 2009

El día del juez

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal Unipersonal de Chulucanas
Era agosto de 1971, cuando el Presidente de facto Gral. Juan Velasco Alvarado, el día tres de ese mes refrendaba y publicaba el D.L 18918 en el que declaraba el 04 de agosto de cada año como el “día del juez”. La iniciativa no era propia; de hecho, en más de una oportunidad el presidente había tenido desencuentros con éste poder del Estado, al punto que, un par de años antes había expedido el D.L 18060, alegando la necesidad de reforma institucional a fin de “moralizar” el país, había destituido a los vocales supremos para imponer aquellos otros que, en el entendimiento del poder político era los aptos para el cargo creado bajo la forma de Consejo Nacional de Justicia. En grave afectación de la autonomía e independencia jurisdiccional, éste se conformaba, además de los representes de la propia institución, por aquellos del poder legislativo y del poder ejecutivo; con lo que la intromisión estaba asegurada y el equilibrio de poderes desestabilizado.
El reconocimiento de una fecha como “día del juez” no era sino una velada forma de “contentar” a algunos, pues si se lee el indicado D.L 18918 no se hace referencia en ninguno de sus extremos a que, el ejercicio de la función suponga ejercicio del poder estatal. Se limita a indicar que la función jurisdiccional es una contribución “a los altos fines de la justicia”. En la realidad, la fecha no era más que el recordatorio del acto libertario de Dn. José de San Martín, quien luego de proclamar la independencia política del Perú, dispuso también la independencia jurisdiccional y para ese efecto se ordenó una nueva demarcación judicial reemplazando a la antigua Real Audiencia de Lima de 1543 y con ella a su presidente (ordinariamente, el Virrey), sus oidores y alcaldes del crimen por la Alta Cámara de Justicia, conformada por un presidente, ocho vocales y dos fiscales.
Desde aquellos días iniciales de la independencia, en los que el “Protector del Perú” señalara en su Estatuto Provisorio “me abstendré de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias, porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo” la experiencia judicial ha sido vasta aunque insuficiente.
En nuestros días, si bien la Constitución ha delimitado el ejercicio funcional del poder, no podrá negarse que aún quedan resabios en nuestra historia de reciente en la que el Poder Político ha influenciado gravemente –o cuando menos lo ha pretendido- en la actuación jurisdiccional. La renovación democrática del nuevo milenio ha remarcado los parámetros de la actuación institucional y ha acentuado la afirmación de la autonomía e independencia, aunque aún quedan tareas pendientes de resolver: la demora en la administración de justicia, la carga procesal, la calidad de nuestras resoluciones y la desazón social producida por las desatenciones anteriores.
A sufragar dichos inconvenientes, contribuye satisfactoriamente la imparcialidad y la honestidad en el ejercicio del cargo y, al que suma gratamente los conocimientos y el criterio jurídicos. La conjugación de dichos elementos: imparcialidad, honestidad, formación intelectiva y criterio, le permitirán al juez hallar soluciones a los problemas planteados. En esa medida, el juez no sólo queda condicionado a la Constitución y a las leyes, como reza el art. 138 de la Constitución Política sino que además se impone un parámetro personal: su propia conciencia, desde la que las normas éticas admitidas por la mayoría, le permitirán discernir y optar entre la ley, el derecho y la justicia. Es en este espacio, donde se hace posible la materialización de la norma jurídica pero también el ámbito donde la vida de los ciudadanos, sus libertades, su honor, la tranquilidad y los patrimonios personales deberían descansar placidamente, pues es un hombre el que, sin perder tal condición, juzga a sus semejantes, procurando la paz y la justicia, tal como reza el Decálogo del Juez que rige nuestra actuación conforme a lo publicado en 03 de junio de 2004. Es necesario reavivar nuestra adhesión a sus mandamientos para asegurar las tareas pendientes. Renovemos nuestra fidelidad al derecho y la justicia.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 04 de agosto de 2009.

viernes, 24 de julio de 2009

¿Victima o agraviado?

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal unipersonal de Morropón
Hace ya algunas semanas, escribí acerca de la persona que padece el delito o las consecuencias de éste. En la exposición hice uso de los términos “victima” y “agraviado” como si fueran sinónimos y, en realidad, el nuevo Código Procesal Penal no lo prevé así. Cuando menos existe diferencias de grado, al punto que, si bien todo “agraviado” debe considerarse “victima” no necesariamente “victima” hace referencia a la definición de “agraviado”.
Si bien la norma no expone una definición del concepto “victima”, lo antes expuesto se deduce del modo como se ha estructurado el título IV de la sección IV del Libro correspondiente a las disposiciones generales. “Victima”, según dicha estructura es un concepto genérico que comprende las definiciones de “agraviado”, “actor civil” y “querellante particular”, y es la definición de agraviado la que se convierte en el concepto base, presupuesto indispensable para las otras dos definiciones. Así, se considera agraviado a todo aquel que resulte directamente ofendido por el delito o perjudicado por las consecuencias del mismo, sin importar su condición de persona natural o jurídica, con capacidad de ejercicio o sin contar con ella.
No obstante la definición planteada -deducida desde la propia norma procesal-, si la comparamos con la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y Abuso de Poder de las Naciones Unidas, podemos advertir que, la definición que acabamos de ofrecer para “agraviado” es similar a la que se destaca para la “victima”, con lo que víctima y agraviado se hacen sinónimos. En consecuencia, cuando se haga uso de uno u otro término será necesario precisar si se utiliza conforme a la definición del Código Procesal Penal o según a la que aparece en la declaración internacional antes citada. Dicha confusión tal sólo expone una deficiencia en la técnica legislativa, pero no disminuye el valor de los conceptos recogidos en la norma procesal, que es, finalmente, a la que debemos remitirnos los ciudadanos cada vez requiramos de las precisiones conceptuales.
Adicionalmente y, aun cuando la norma procesal no lo señala con meridiana claridad, es necesario señalar que, “agraviado” no es lo mismo que “perjudicado”. Pues si bien el primero es quien sufre directamente el daño causado con el delito y es el titular del bien jurídico protegido; el segundo hace referencia a la persona que sufre los efectos perjudiciales del delito sin tener la calidad de sujeto pasivo del mismo. Por ejemplo: en el homicidio, se distingue entre agraviado y perjudicados en tanto que el primero se identifica con la persona del difunto mientras que el segundo nos remite a sus familiares
[1]. Sin perjuicio de lo dicho, existen aquellas situaciones donde conceptos coinciden en una misma persona.
Las otras dos definiciones, la de “actor civil” y “querellante particular” tienen más bien connotación procesal y hacen referencia a la posición de “agraviado” al momento en que interviene en el proceso penal. De allí que, la expresión “actor civil” debe entenderse como “el agraviado que actúa procesalmente para hacer valer su derecho a la reparación civil por el daño causado con el delito”. La diferencia entre éste y “querellante particular”, se deriva de la naturaleza del hecho punible a que se hace referencia: si se trata de un delito de persecución pública –con intervención del Ministerio Público- estamos ante un actor civil y, si estamos ante un delito de ejercicio privado de la acción penal o de una falta, entonces diremos que si el agraviado que decide interponer la denuncia correspondiente, se convierte en “querellante particular”.
El nuevo Código Procesal Penal aún cuando no define que entiende por “victima” si lo hace con precisión respecto de los conceptos de agraviado, actor civil y querellante particular, ofreciendo a cada uno de ellos un apartado especial que supera largamente las deficiencias del Código de procedimientos penales de 1940. Situación que, no exime de la posibilidad de dificultades interpretativas que le corresponde a la práctica judicial y a la doctrina jurídica dilucidar.



[1] FERREIRO BAAMONDE, Xulio: La víctima en el proceso penal, La Ley, p. 116. En el mismo sentido, en la jurisprudencia española se tiene la STSde 18 de mayo de 1997, Penal, RA 4848.


martes, 16 de junio de 2009

La víctima en el proceso penal

Laurence Chunga Hidalgo

María camina por la calle y es asaltada por Juan quien, sin que esta tenga opción a reaccionar, le arrebata su celular. Nadie dudará que, la victima en este delito es la propia María, quien ha sufrido directamente el daño patrimonial. Sin embargo no en todos los delitos es tan simple el asunto y, de hecho, si ahora mismo se me ocurriera falsificar un documento en el cual indico que he laborado para una empresa determinada y con el que pretendo cobrar una pensión de jubilación ¿Quién es la victima? ¿la empresa de la que he utilizado su nombre? ¿El Estado que da fe pública de la autenticidad del documento? ¿la institución encargada de pagar las pensiones?. El asunto se complica.

La posición tradicional suele identificar a la victima con quien ostenta la titularidad del bien jurídico, con lo que, en el caso específico de la falsedad antes referida, victima sería el propio Estado que es quien da fe pública de la autenticidad documental y, en el proceso penal, ordinariamente, se incluía como posible agraviado al Estado, independientemente de que dicha actuación delictiva pudiera afectar el interés de personas particulares. Así ha ocurrido en temas de abuso de autoridad, conducción en estado de ebriedad y otros delitos, donde el bien jurídico pertenece a una entidad de naturaleza colectiva: El Estado o la sociedad.

El Código Procesal Penal del 2004 pretende superar dicha postura y claramente indica: “se considera agraviado a todo aquél que resulte directamente ofendido por el delito o perjudicado por las consecuencias del mismo”; con lo que nuestra legislación se inserta en la posición adoptada por la Organización de las Naciones Unidas que a través de la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y Abuso de Poder, de 29 de noviembre de 1985, señala, de forma genérica: “victima es aquella persona que ha sufrido un perjuicio (lesión física o mental, sufrimiento emocional, pérdida o daño material, o un menoscabo importante en sus derechos), como consecuencia de una acción u omisión que constituya un delito con arreglo a la legislación nacional o del Derecho Internacional” sin hacer referencia a la identificación de ésta con quien detenta la titularidad del bien jurídico protegido con el tipo penal.

Así, en el caso inicialmente propuesto, el de la falsificación documental de un certificado laboral, independientemente de quien sea el titular del bien jurídico, podrían intervenir en el proceso penal la empresa de quien se ha utilizado el nombre, el Estado como titular como sujeto pasivo o la propia entidad a la que se pretendían engañar con el documento: cualquiera sea el interés, corresponde a esto acreditar frente al juez penal, la forma en que ha sido perjudicados, la materialización de los daños padecidos y la cuantificación de los mismos. Corresponderá al juez definir si el derecho reparatorio invocado corresponde y en que medida a cada peticionante.

Esta posibilidad, en franca garantía de los derechos del agraviado, no la posibilidad de que el titular de la acción penal, es decir, el fiscal, pueda incoar la misma, bajo la figura de de concurso de delitos, para elevar el castigo que pueda merecer el comitente del delito. Para ejemplarizar: el policía que detiene a una persona sin que medie autorización judicial o flagrancia delictiva no sólo cometería delito de abuso de autoridad sino que esa misma actuación podría dar lugar a un delito de secuestro. El sujeto no sólo realiza una infracción de deber –que es la de asegurar el buen funcionamiento de la administración pública- sino que además ha privado de la libertad, sin justificación alguna, a un ciudadano bajo la forma de dominio de la acción. Y lo mismo podría predicarse respecto del conductor que en estado de ebriedad en plena realización de su ilícito causa daños en la propiedad de un tercero por la imprudencia realizada; hecho que posibilidad la concurrencia del delito de conducción en estado de ebriedad con el de daños a la propiedad de terceros.
La concurrencia delictiva da lugar a la posibilidad de ampliar el espectro de víctimas; pero el tema se definirá en el proceso penal y con los medios probatorios que se actúen.
Publicado en diario El Tiempo, Piura 17 de junio de 2009

miércoles, 10 de junio de 2009

Flagrancia delictiva y arresto ciudadano

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal unipersonal de Morropón

Cuando en el año 2007 se publicó el D.Leg 989 con el que, entre otras cosas, se modificó el concepto de “flagrante delito”, no se hicieron esperar las críticas a dicho dispositivo, por cuanto contravenía el sentido común. La definición semántica de la palabra “flagrancia” hace referencia a “lo que se está ejecutando actualmente” pero el Poder Ejecutivo –legislador por delegación- había extendido su significado para aplicarlo a situaciones delictivas cuya realización había acaecido hasta veinticuatro horas antes de haber aprehendido a su supuesto autor. Tal concepto, contravenía incluso la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional, en la que se reconocía que la flagrancia delictiva suponía dos requisitos insustituibles: a) la inmediatez temporal, que el delito se esté cometiendo o que se haya cometido instantes previos; b) la inmediatez personal, que el presunto delincuente se encuentre en o muy cerca al lugar de los hechos y en directa relación con el objeto o instrumentos del delito, lo que evidenciaría su participación en el acto delictivo.

El pasado 09 de junio se publicó la Ley 29372, en la que, advertidas las quejas, se vuelve al concepto originario de flagrancia delictiva atendiendo a las expresiones de la doctrina jurídica y de la jurisprudencia constitucional. Se reconoce dos supuestos: la de la llamada flagrancia stricto sensu, que es la que hace referencia al descubrimiento del autor en el momento de la comisión de los hechos y, la cuasi flagrancia, en la que se incluye a aquellas situaciones en las que el autor es perseguido inmediatamente después de la realización delictiva. En este punto, la norma ofrece dos indicadores que nos remiten a la inmediatez temporal y personal. El límite de 24 horas como expresión de inmediatez ha desaparecido.

Adicionalmente, la norma citada da fecha para la puesta en vigencia del denominado “arresto ciudadano”; una institución novedosa en la legislación, aunque en la práctica tiene antigua data. Es común advertir en los noticieros, por ejemplo, que en muchas oportunidades las muchedumbres aprehenden a los autores de accidentes de tránsito, carteristas, etc. y los mantienen “retenidos” hasta que llega la Policía para que actúe conforme a sus atribuciones. A ningún ciudadano se le ocurriría pensar que, el dejar escapar al “carterista” sea contrario a la ley; o tampoco parece razonable que, el supuesto autor del delito, al ser detenido por los ciudadanos, aspire que éstos sean denunciados por vulnerar su derecho a la libertad bajo una pretendida carencia de “legitimidad para obrar” o de “interés para obrar”.

La finalidad de su reconocimiento legal, no es más que la normativización de una práctica social, que es posible y aplicable en situaciones específicas y que, tiene sus efectos en la llamada “delincuencia menor” (carteristas, arrebatadores, accidentes de tránsito) y, en este sentido, es la propia norma la que establece los presupuestos que la justifican: a) que exista flagrancia delictiva, b) de aplicación subsidiaria a la actuación policial, c) de naturaleza voluntaria. El hecho de su aplicación impone, para evitar consecuencias legales adversas, que el ciudadano, una vez realizado el arresto, cumpla de forma inmediata con poner al arrestado y los objetos hallados a disposición de la Policía, de lo cual quedará constancia mediante la elaboración del acta correspondiente.
Si bien en algunas regiones, como en Piura, se halla vigente dada la aplicación del nuevo Código Procesal Penal, en estos días se ha puesto la figura en el tapete justamente, porque su vigencia se ha introducido en todo el territorio nacional. Se espera su prudente y responsable aplicación, atendiendo a las propias condiciones que la ley impone.
Publicado en diario El Tiempo, 11 de junio de 2009.

miércoles, 27 de mayo de 2009

Sanciones administrativas inconstitucionales III

Laurence Chunga Hidalgo
Juez Penal Unipersonal de Morropón

En el análisis de la infracción administrativa que regula el supuesto fáctico de la conducción en estado de ebriedad contenida en Reglamento de Tránsito, D.S 016-2009-MTC, como ya habíamos expresado en dos artículos periodísticos anteriores se distingue entre aquella que supone la sola conducción en estado de ebriedad, la que tipifica la conducción en estado de ebriedad y participación en accidente de tránsito y una tercera que contiene la conducción en estado de ebriedad, participación en accidente de tránsito y causación de lesiones graves o muerte a alguna persona. Si miramos una tras otra podemos vislumbrar que la primera conducta en tanto que se encuentra contenida en las dos restantes, es el tipo base, debiendo considerarse a las otras dos como tipos administrativos agravados; no sólo respecto de las circunstancias del hecho sino también de la sanción a imponerse.

La ultima conducta, supone una sanción que consiste en: a.- multa del 100% de la UIT, b.- cancelación de la licencia de conducir, c.- inhabilitación definitiva para obtener nueva licencia. El contenido del hecho sancionable expone una particular atención a bienes jurídicos distintos a los que se protegen con la legislación referida al sector transporte y transito terrestre: vida e integridad física; por lo que se hace necesario esta sanción sea atendida en referencia a aquel sector de normas punitivas que también pretenden protección para los indicados bienes jurídicos. Así, el Código penal, en el art. 124 sanciona con pena de entre tres a cinco años de privativa de libertad e inhabilitación cuando la lesión culposa grave es atribuible a un conductor vehicular en estado de ebriedad (con presencia mayor a los 0.5 gramos de alcohol por litro de sangre) o cuando el conductor –sin estar en dicha condición- haya inobservado las reglas técnicas propias de tránsito.

Si atendemos a ambas sanciones –la de naturaleza penal y administrativa–éstas tienen en común la pena de la inhabilitación. Conforme a la doctrina jurídica, se trata de una sanción limitativa de derechos que consiste en incapacitar o suspender al sancionado en el ejercicio de determinados derechos, en especial cuando el ejercicio de éstos se realiza en el ámbito de un cargo, función o empleo instrumentalizado para cometer el hecho punible[1]. El asunto espinoso que puede plantearse es ¿Cuál es el límite temporal para una inhabilitación? O ¿es que puede ser impuesta a perpetuidad? Conforme se lee del Reglamento de Tránsito es aplicable la segunda opción: quien conduce un vehículo en estado de ebriedad y hiere gravemente o mata a una persona queda inhabilitado no sólo para la conducción de vehículos sino también obtener nueva licencia en el futuro; mientras que, de otro lado, nuestro derecho penal bajo la égida de los principios rectores de un Estado Social y Democrático, en el que priman las pretensiones resocializadoras, de proporcionalidad y de necesariedad del sistema penal, se impone límites temporales a la aplicación de la misma, y para el caso específico de los delitos culposos de tránsito, se le da tratamiento de accesoria con el su plazo no puede ser mayor al de la pena principal. Así, sí la pena de privativa de libertad es de cinco años, la inhabilitación no puede ser mayor a dicho plazo.
Si de conformidad con el principio de mínima intervención, el derecho penal sólo actúa respecto de aquellas conductas que sean más intolerables socialmente aplicándoles las penas más graves que el principio de humanidad de las penas permite ¿cómo puede permitirse que el derecho administrativo sea más lesivo –punitivamente hablando- que el derecho penal mismo que se configura como la última ratio del derecho?
Sin perjuicio de lo ya expresado, hemos de recordar que, el principio de humanidad de las penas, fundado en la dignidad humana del sancionado, exige que las penas a imponérsele tengan como objeto reeducarlo y formarlo convenientemente para el uso responsable de su libertad. Nos preguntamos ¿de que respeto a la dignidad humana se habla cuando la sanción le quita toda esperanza de “reinsertarse” socialmente? ¿Es razonable y proporcionado que las penas que impone el derecho penal sea menos lesivas y graves que las del derecho administrativo?. Tal pareciera, el nuevo Reglamento Nacional de Tránsito también atenta contra los principios de razonabilidad y proporcionalidad que inspiran el sistema punitivo constitucional.
[1] PEÑA CABRERA FREYRE, Alonso Raúl: Derecho Penal Peruano. Parte General: Teoría de la Pena y las Consecuencias Jurídicas del Delito. Segunda Parte. Ed. Rodhas, Lima, 2004, p.331.

miércoles, 13 de mayo de 2009

Sanciones Administrativas Inconstitucionales II

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal unipersonal - Morropón

Decíamos en nuestra publicación anterior, del sábado 09 de mayo, que el regocijo social causado por la expedición del D.S 016-2009-MTC por que se aprueba el TUO del Reglamento de Tránsito y en el que se agravan las sanciones para quienes infrinjan las reglas de tránsito, en especial los conductores ebrios, no debía ser tal justamente, porque, su expedición se realizaba desatendiendo algunos de los elementales principios constitucionales que delimitan la acción punitiva del Estado. En aquella oportunidad hacíamos breve análisis a la luz del principio de legalidad.

En dichos casos, los de ebriedad del conductor, se indican determinados parámetros objetivos para establecer la gravedad etílica; sin embargo, tal objetividad será posible de materializar si es que el sujeto permite someterse a la prueba de alcoholemia. En caso de denegatoria, la norma presume que el conductor se encuentra en estado de ebriedad. Nos preguntamos ¿Y la presunción de inocencia?

El principio de presunción de inocencia supone que nadie puede ser considerado responsable de la comisión de la infracción a la ley si antes no se ha establecido su culpabilidad bajo las reglas del debido proceso. El Tribunal Constitucional español al estudio de este principio con relación del proceso administrativo sancionador ha expuesto que, su contenido no puede ser disminuido puesto que se trata de la aplicación de sanciones, lo que exigirá, en consecuencia, una etapa probatoria que permita medios probatorios de cargo que aseguren probar la culpabilidad en la que se sustenta la sanción a imponerse[1]. De este principio, a su vez, se derivan cuatro consecuencias: a.- corresponde al acusador (en este caso a la Administración Pública) exponer los medios de prueba que sustenta su pretensión, b.- la calidad de la prueba debe generar certeza de la imputación, c.- la necesidad de un tribunal imparcial, d.- la ausencia de consecuencias negativas de la negación de colaborar de parte del investigado. Así, al amparo de éstas premisas debe deducirse que, el conductor intervenido no sólo no tiene obligación de aportar medios probatorios que sustenten su condición de inocencia, sino que, tampoco tienen obligación de aportar elementos sustentatorios de la pretensión persecutoria-administrativa del Estado.
No obstante lo dicho, es necesario advertir que, sobre el tema no existe posición unánime, al punto que, por ejemplo, el Tribunal europeo afirma que las intervenciones corporales (dígase, registro personal, extracción de secreciones, etc.) no afecta el principio de inocencia ni la garantía de no incriminación[2], mientras que la jurisprudencia norteamericana ha establecido que la toma de muestras de orina o de sangre son válidas aún contra la voluntad del intervenido. En España, en cambio, bajo un criterio de prudencia, ha reservado que la obligación de someterse a las pruebas del alcoholemia es una obligación legal-administrativa, pero su desatención no justifica que el Estado pueda violentar a la persona para someterlo al examen, dejándose a salvo ciertas “consecuencias que del rechazo se puedan derivar”[3]. En este extremo, el Tribunal Constitucional español ha sido claro en señalar que las consecuencias de la negación pueden ser punitivas (la posibilidad de ser procesado por desobediencia a la autoridad) o valorativas de la conducta en relación a los indicios ya existentes. Es interesante advertir, que el citado Tribunal no refiere como consecuencia una presunción de culpabilidad.
La jurisprudencia nacional, cuando se trata de investigaciones ligadas al delito de conducción en estado de ebriedad, ha reseñado que, el principio de inocencia no puede ser enervado bajo el mérito de las simples presunciones, pues así lo expone el Tribunal Constitucional en el expediente 8811-2005 PHC/TC, condición que supondría reversión del principio de presunción de inocencia por la regla de culpabilidad, condición que no es aplicable ni siquiera en el procedimiento administrativo sancionador tal como ha quedado señalado por el supremo interprete de la Constitución en el expediente 2192-2004 AA. Tal hecho expone, en consecuencia, la necesidad de pruebas , antes que de presunciones, que acrediten la responsabilidad administrativa de los conductores, más todavía, cuando con este tipo de sanciones se imponen medidas limitativas de derechos, como el caso de la prohibición de conducir. Es ejemplarizador para el procedimiento administrativo, las prácticas jurisdiccionales, en las que aún cuando el acusado se niega a someterse al dosaje etílico, de las declaraciones de los transeúntes y del acta levantada por el propio policía interventor puede advertirse su condición. Suponer la culpabilidad desde la aplicación de una simple presunción es afectar el derecho a la presunción de inocencia, lo que nos permite deducir que, las presunciones de ebriedad derivadas de la denegatoria al examen de alcoholemia contenidas en el reglamento de tránsito no son más que afectaciones al tenor expreso de la Constitución.




[1] PLEITE GUADAMILLAS, Francisco y otros: Procedimiento y proceso administrativo práctico, La Ley, p. 948. En este extremo Juan Colombo expone: “Muchas veces este principio se ha visto restringido al proceso penal, cuando su ámbito es mucho más amplio, ya que afecta al resto de los habitantes(…) En síntesis, es el derecho a recibir de la sociedad un trato de no autor de los actos antijurídicos que se le imputan, y que va más allá de no haber participado en un hecho delictivo”. COLOMBO CAMPBELL, Juan: “Garantías constitucionales del debido proceso penal” en Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, 2007, p. 359. (consultable en Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. http://www.bibliojuridica.org/revistas/ (citado el 15 de octubre de 2008).
[2] Tribunal Europeo de Derechos Humanos, caso Saunders contra el Reino Unido, sentencia del 17 de diciembre de 1996, véase en MESTRE GARCIA, Ernesto y otro: Guía de infracciones y sanciones tributarias, 1ra edición. CISS, 2005, p. 270.
[3] QUISPE FARFÁN, Fany Soledad: El derecho a la no incriminación y su aplicación en el Perú, Tesis de maestría. UNMSM, Lima, 2002, p.84

viernes, 1 de mayo de 2009

Sanciones administrativas inconstitucionales I

Laurence Chunga Hidalgo
Juez Unipersonal Penal de Morropón

Se ha celebrado con complacencia la expedición del D.S 016-2009-MTC, en el que se aprueba el TUO del Reglamento de Tránsito y en el que se introducen un sin número de modificaciones al sistema sancionatorio administrativo para quienes infrinjan las reglas que regulan, fundamentalmente, la conducción de vehículos automotores, sin perjuicio de reconocer que los peatones también pueden ser responsables de alguna infracción y, en consecuencia, son pasibles de ser sancionados.
La presencia de alcohol en la sangre del conductor es la condición más importante para imponer una de las más graves sanciones y se encuentra signada con el código M.8. La sanción a imponerse es de multa proporcional a la Unidad Impositiva Tributaria más la retención del vehículo y de la licencia de conducir. La imposición de la sanción es gradual en mérito al grado de alcohol contenido en la sangre. Las escalas son tres van del 0.5 al 0.8 g/l, del 0.81 al 1.00 g/l, del 1.01 a más. En consecuencia, si el estado es subclínico, es decir de 0.00 a 0.5 g/l, no hay sanción alguna, si es superior al 0.5 y hasta por encima del 1.01 g/l la sanción supone la multa, la retención vehicular y la suspensión de la licencia de conducir por un periodo de hasta tres años. En otra infracción, se indica que, si estando en estado de ebriedad, se conduce un vehículo y se es partícipe de un accidente de tránsito la multa es del 100% de la UIT, se cancela la licencia de conducir y se le inhabilita definitivamente para conseguir otra licencia de conducir. La diferenciación en escalas supone distintos supuestos fácticos, que no vale la pena repetir, sin embargo es preciso indicar que cada uno de ellos tiene una fórmula que establece, además de los parámetros de ebriedad una expresión abierta e indeterminada: “conducir en estado de ebriedad comprobado por el examen respectivo o por negarse al mismo”. La pregunta es: si un conductor –sobrio o ebrio- se niega a la realización del test de alcoholemia ¿en cual de las tres escalas va a ser insertado? ¿Cuáles son los indicadores objetivos que tiene el policía de tránsito para decidir si lo pone en estado de ebriedad “inicial” o de ebriedad absoluta? La norma no es precisa, con lo que su formulación da paso a la arbitrariedad, puesto que, es posible que para hechos similares, se impongan sanciones distintas.
El principio de legalidad contenido en la Constitución Política del Perú, art. 2 inc. 24, lit. d) expone con claridad que la sanción por “acto u omisión” debe estar debidamente sancionada al tiempo de su comisión “de manera expresa e inequívoca” como infracción punible y, dado que la infracción de tránsito M.8 regula distintos supuesto de hecho que, a su vez, son reemplazables por una única fórmula de presunción de ebriedad por denegatoria al examen del alcoholemia, el solo hecho de negarse a dicho examen origina tres opciones sancionatorias: a.- la multa y la suspensión de la licencia por seis meses, b.- la multa y la suspensión de la licencia por un año y, c.- la multa y la suspensión de la licencia por dos años. Si Ud. fuera el conductor infractor: ¿Cuál de las tres sanciones elige? Sé que preferirá decir que no elige ninguna, sustentará que es la primera vez que le ocurre y ruega por que le perdonen la falta e irse a su casa. Si Ud. fuera el policía de tránsito ¿que pena le apetece imponer? Si está de buen humor la menos grave y si el conductor le ha caído antipático, la más onerosa. Si Ud. se pone en la posición del “hombre promedio” entenderá que las salidas antes indicadas son arbitrarias y altamente subjetivas; con lo que se afecta gravemente el principio de legalidad; por lo que, dependiendo de la voluntad del sancionado, un proceso constitucional de amparo le permitirá liberarse de una sanción administrativa de esta naturaleza.
Habrá quienes señalen que, el principio de legalidad no es aplicable en el derecho administrativo, puesto que su estudio, análisis y aplicación se corresponde, en estricto, con la teoría del delito, y en consecuencia su atención es merecida solo en el derecho penal. El Tribunal Constitucional, en la sentencia recaída en el expediente. N.° 1182-2005-PA/TC ha zanjado el asunto indicando, “Dicho principio (el de legalidad) comprende una doble garantía; la primera, de orden material y alcance absoluto, tanto referida al ámbito estrictamente penal como al de las sanciones administrativas, refleja la especial trascendencia del principio de seguridad jurídica en dichos campos limitativos y supone la imperiosa necesidad de predeterminación normativa de las conductas infractoras y de las sanciones correspondientes”. En este ámbito y reconocimiento que, el principio de legalidad tiene cuatro vertientes: lex certa, lex scripta, lex stricta, lex praevia; lo antes dicho para la infracción de tránsito en análisis, tal afectación al principio de legalidad debilita la característica de “certeza” que se requiere respecto de la misma: No puede ser posible que tres conductas distintas puedan ser homologadas con una fórmula de presunción ebriedad y, que a la vez ésta sancione de tres formas gravemente distintas. ¿Le corresponderá al juez constitucional analizar el tema? Por lo pronto, la presunción de ebriedad por denegatoria al sometimiento del examen toxicológico, afectaría el principio de presunción de inocencia. Lo veremos en la próxima entrega.
Publicado por diario El Tiempo, Piura, 09 de mayo de 2009.

viernes, 17 de abril de 2009

Terror de Estado o estado de terror

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal unipersonal de Morropón


Hace ya más de una centuria en una vieja ciudad española, específicamente, el día 31 de julio del año 1826, en Valencia, fue ejecutado el maestro de escuela Cayetano Ripoll, acusado de profesar ideas contrarias al credo católico. La Audiencia de Valencia, en cumplimiento de la sentencia de la Junta de Fe provincial, dispuso su ahorcamiento para luego depositar el cadáver en un tonel -cuyos exteriores fueron “adornados” con pinturas de serpientes y animales ponzoñosos- y lanzarlo al río a fin de que se pierda en el mar. Tales hechos serían recogida por Modesto Lafuente en su monumental obra Historia General de España[1] y que ahora anotamos para la reflexión que nos convoca. El juicio a que se hace referencia es el último ajusticiamiento de la Santa Inquisición española pero no por eso deja de ser cruel y, menos aún deja de permitirnos en pensar en la finalidad de la imposición de penas cruentas. Acaso ¿el ajusticiamiento del maestro Ripoll redujo la existencia de los herejes? ¿Se acrecentó la fidelidad de los creyentes en los dogmas católicos? ¿se agolparon los fieles en las actividades litúrgicas? El hecho mismo de la desaparición de la Santa Inquisición nos da cuenta que los fines de la misma –por lo menos de aquella de sus últimos tiempos- no tenía objeto alguno: la preservación de la fe no puede mantenerse con la sola coerción punitiva.
En nuestros días, en nuestro país, el Ministerio de justicia impulsa una modificación respecto del reglamento nacional de tránsito y sobre el código penal pretende la modificatoria del art. 274 que penaliza la conducción de vehículos motorizados en estado de ebriedad imponiendo sanciones que van desde los 6 meses hasta los ocho años de pena privativa de libertad y que depende de si se trata de un vehículo de servicio particular o público, si existen daños personales o si se causa la muerte a alguna persona. El vice ministro del sector justicia ha indicado televisivamente, que la intencionalidad de la misma es la de reducir el actual estado y número de accidentes de tránsito. La pregunta es ¿será suficiente? Para ejemplarizar el cuestionamiento, cabe recordar que con fecha 05 de abril de 2006 se modificó los artículos referidos a violación sexual de menores de edad con penas de hasta cadena perpetua. Tal modificación del legislador no hizo ninguna mella en la conciencia colectiva y ha motivado que, en vía jurisprudencial dichas penas hayan sido desatendidas con los argumentos de los acuerdos plenarios Nros. 7-2007/CJ-116 del 16 de noviembre de 2007 y 4-2008/CJ-116 del 18 de julio de 2008, dado que las denuncias aumentaron, justamente, porque en muchos casos, lo que se pretendía con la acción penal era castigar gravemente un comportamiento jurídicamente no punible, o simplemente porque se usaba el derecho para venganzas personales y familiares.
La finalidad de la amenaza penal, en el entendimiento de los impulsores de la norma tendría como objeto imponer en la colectividad una intimidación psicológica social que obligue a los individuos a cohibir sus impulsos delictivos dada la grave amenaza que pende sobre ellos de pérdida de la libertad por un plazo de hasta ocho años. Me pregunto, si condujera mi vehículo en estado de absoluta ebriedad -por encima de 1.5 gramos de alcohol por litro de sangre- por una calle desolada de Piura a las tres de la mañana de un día martes cualquiera, sin causar daño a nadie o provocar escándalo público alguno, ¿es mérito suficiente para que pueda perder la libertad, por el sólo hecho de haber sido descubierto por un policía? ¿Cuál es la diferencia entre dicha actuación y la de aquel otro que en una noche de sábado con tragos encima y alterado por los mismos, rompe con su vehículo las rejas de una casa pero que no es aprehendido gracias al buen pique de su vehículo? La suerte, dirán algunos.

El Estado, en sus afanes punitivos no puede actuar bajo los designios del azar: Damos está ley penas más severas “para ver” si disminuyen los índices de criminalidad “automotriz”. La política criminal no puede conducirse a razón de las carátulas periodísticas o de los sensacionalistas programas televisivos de fin de semana. ¿Qué pretende una norma de ésta naturaleza? ¿el miedo colectivo? ¿No sería más humano apuntar a la racionalidad de los conductores?. Si se trata de la primera opción –que parece ser la más coherente y atractiva- quedamos a un paso totalitarismo punitivo, en donde el Estado se aprovecha de ese miedo para implantar sus propias políticas sin las consideraciones que requiere el principio de proporcionalidad o el de culpabilidad. El país ya ha pasado por esos trances. La política antiterrorista de la década pasada colmó de presidiarios nuestras cárceles con la sola sindicación de un supuesto “cabecilla arrepentido” ¿Cuántos de estos sindicados han sido liberados sin culpa alguna pero luego de haber padecido encierro por largos años? ¿No se recuerda, acaso, la difícil tarea de la humanitaria de la Comisión Ad-hoc de Indultos que dirigió el extinto sacerdote Hubert Lansier para liberar a inocentes?
La medida de seguro motivará algunas voces de alegría, apilará más presos en las cárceles, ampliará el horizonte de familias abandonadas –además de las de la víctima-, pero todo ello no reducirá el expendio del alcohol a conductores o a potenciales conductores (piénsese por ejemplo en aquellos “grifos” y bares que llevan las bebidas a las propias ventanillas de los vehículos) y éstos no dejarán de conducir pese a encontrarse con signos de ebriedad. El asunto no queda sólo en la amenaza de una pena mayor o en el cumplimiento de la misma, sino que requiere, fundamentalmente, de mayor sentido de responsabilidad social e individual. El valor de la responsabilidad, lamentablemente, no se aprende en las cárceles. Y tal como hace más de cien años, habremos castigado, -y castigado severamente- pero el castigo no habrá conseguido su finalidad. Los accidentes de tránsito seguirán ocurriendo como los incrédulos no han dejado de existir.
Publicado en diario El Tiempo, Piura, 22 de abril de 2009.
[1] http://sirio.ua.es/libros/BEducacion/historia_19/ima0142.htm

jueves, 26 de marzo de 2009

La justicia penal en estos tiempos

Laurence Chunga Hidalgo
Juez especializado penal de Morropón, Chulucanas

Es común imaginar la imposición de castigos para quienes cometen delitos desde la perspectiva misma de aquel que padece el hecho delictivo. Los medios de comunicación contribuyen a ello, dado que no sólo se limitan a informar “objetivamente” de los homicidios, asaltos, violaciones, sobornos, hurtos, etc. sino que también los califican imponiendo “condenas sociales” en la medida en que pretenden recoger el malestar de la colectividad respecto de aquellas situaciones que le son repudiables. Así, por ejemplo, no se duda en enfocar o fotografiar a la madre doliente de un menor de edad moribundo no sin antes preguntarle “¿Qué quiere que hagan con el autor del accidente de tránsito?”. Una pregunta que no merece comentario.
Si hoy, en la madrugada, “los amigos de lo ajeno” ingresan a la casa del juez y le “roban” el auto-radio luego de malograr el pestillo de la puerta posterior de su camioneta y dejar en estado de inservible el mecanismo de alarma de la misma; lo más probable que, aquellos que hoy les corresponde les sea leída su sentencia deberán sufrir las penas más graves que ese juez puede imponer para los delitos contra el patrimonio. Tal situación no habría ocurrido si, al amanecer, el mencionado juez, al levantarse no hubiera advertido de hurto de su auto-radio, aun cuando el hecho hubiera ocurrido.
Y es que la administración de justicia no es solo fría aplicación de la ley, porque entre la ley penal y el delito que se pretende castigar con ésta, hay personas involucradas. Entre las principales: el supuesto delincuente, el agraviado con el delito, el representante de la sociedad (el fiscal) y el juez. Cada uno de ellos, con sus defectos y virtudes, con sus cargas y despreocupaciones. Hay que sumar, en este grupo de personas, a los medios de comunicación; sin embargo, quien mayor responsabilidad adquiere es el juez, dado que le corresponde impartir justicia, de forma imperturbable, atendiendo tan sólo a los medios probatorios y calificando las condiciones personales del autor.
El hecho de muerte de un menor por el accidente automovilístico, referido al inicio de la nota, motivará a las más insanas preguntas de quienes cubren la noticia y la atención de la misma no durará más de siete días (exponiendo un generoso número de días); lo mismo ocurrirá con el dolor de la madre. Aquella mujer en medio de la impotencia de no poder salvar a su hijo, tres meses después no será la misma: habrá asimilado en parte la pérdida y, lo que pueda contestar a la pregunta formulada será respuesta distinta, quizá diametralmente distinta; pero a pesar de eso, se encuentra imposibilidad, por la carga subjetiva que supone, de darle una sanción al autor de la muerte de su hijo.
El juez, a diferencia de los directamente involucrados, al tiempo de administrar justicia, debería no estar ligado con el delito mismo o con las partes procesales o con la consecución de los medios de prueba, a efectos de evitar que éstos influyan en su ánimo, sea para castigar con extrema severidad o para absolver complacientemente. Le corresponde una posición neutra, imparcial, en la que las partes procesales: acusado, por un lado y Ministerio Público y agraviado, por el otro, sean tratados equitativamente, permitiéndoles el ejercicio de sus derechos y prerrogativas y limitándoles en aquellas pretensiones excesivas y desarregladas al derecho y a la justicia que imparte.
En los próximos días, la intromisión del Nuevo Código Procesal Penal, permitirá en nuestra jurisdicción la aplicación de un nuevo modelo de impartir justicia, donde la persecución e investigación del delito se ha de diferenciar, teórica y materialmente, del juzgamiento del mismo. Corresponderá a las partes conseguir y aportar los medios de prueba que justifiquen sus pretensiones, mientras que el juez, unipersonal o colegiado, ha de evaluar, en la etapa de juzgamiento, las pruebas producidas y, a partir de la actuación de éstas calificará las posiciones del Ministerio Público, del agraviado y del procesado a fin de establecer la culpabilidad o la inocencia de éste último y, de ser aplicable la primera opción –la de la culpabilidad- determinar su gradualidad para poder establecer una sanción conforme al derecho y a la justicia. No habrá otra forma de hacer justicia, y requiere, en gran medida, una transformación de nuestras estructuras mentales: la justicia penal no se hace desde la perspectiva del agraviado o con el “cristal” del Ministerio Público, tampoco desde la posición del procesado y menos aún desde el enfoque de los medios periodísticos. La justicia penal se administrará desde la configuración de los hechos que los medios probatorios permitan probar. No hay más.
Publicado en diario el Tiempo, Piura, 31 de marzo de 2009.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...