Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal de Morropón, Chulucanas
(Artículo públicado en diario El Tiempo, noviembre de 2003)
Se narra en la “Breve Relación de los Agravios que reciben los indios que hay desde cerca del Cuzco hasta Potosí...” de 1596, que el ausentismo y huida de los indígenas de sus asentamientos naturales se debió a la obligación de trasladarse masivamente para la labor de minas en la mita de Potosí y al excesivo trajinar a que eran sometidos. En uno de sus párrafos se señala: “Después que haya llevado el minero sus indios, hace que entren a las minas y saquen el metal. Y si no es tanto como el desea, entonces el azotallos y acoceallos con tanto rigor que afirman muchos que los azotes de las galeras no llegan a esto. (...) Este rigor y aspereza temenla los indios mucho, porque ha acontecido y sucede cada dia matar los españoles indios a puras coces y azotes”. Más adelante se indica: “A esto se junta la crueldad de los corregidores cuando los indios no acuden a sus granjerías (...) Y esto mismo hacen los soldados. Y muchos caciques usan el mismo rigor con sus indios(...). Y para evitarlo, los indígenas “tienen gran provecho en huirse a los valles y es que tienen que comer y se libran de todas estas vejaciones.”
Cuatrocientos años después, la Comisión de la Verdad y Reconciliación recoge 16,885 testimonios. Dos de estos expresan: “A mi esposo lo han sacado los senderistas (...) y yo me he quedado con mis cinco hijos. En 1989 hemos quedado así, viudas, y nosotros hemos caminado de hueco en hueco ocultándonos, asustados de cualquier ruido, ni siquiera hemos podido volver a nuestras casas” y otro afirma: “Luego de las masacres, la comunidad desaparece, victima de la violencia de ambos fuegos... Tal vez dentro de una generación nuestros hijos sean peruanos”.
Y ¿que tienen de común estos textos? Tanto el de la Breve Relación de 1596 como los testimonios recogidos por la CVR son igual de dolorosos, lastimeros y dramáticos, y conllevan una efectiva “marca de horror y deshonra” para nuestra sociedad. En ellos se reitera la condición de la víctima: indígena, campesino quechua hablante y pobre, y expresan, en consecuencia, los sentimientos de indiferencia, desprecio y marginación que inunda a nuestra psicología colectiva, que intenta negar lo que en esencia somos: un país mestizo. Allí donde, en la teoría, se reconoce diferencias étnicas y culturales como notas que enriquecen nuestra sensibilidad nacional; la realidad nos muestra amplias brechas socioeconómicas, diferencias por el color de la piel o la jaez de los cabellos, exclusión por las grafías con que se escriben los apellidos, convirtiéndose, con ello, a la ciudadanía en el privilegio de unos cuantos. En los hechos, la negación de nuestra mismidad.
Y más allá de tan cruda realidad, los textos entretejen una esperanza: la de asumir las lecciones del pasado. Entrelazar unos hechos con otros para conocer e interpretar nuestra historia social nos ha de permitir conocer nuestros males colectivos para superarlos. Por tanto no podemos justificar nuestro presente, menos aún sobreponerlo, si no conocemos las causas que lo posibilitan y para ello es vital el conocimiento de la historia. Con ello el pasado histórico no sólo es lo que merece ser recordado sino que, como afirma Zubiri, aquello que posibilita nuestra realidad presente; entonces negar la necesidad de acercarnos a nuestra historia, a la más remota y a la que no lo es tanto, es la posibilidad que nos brinda la vida para no tropezar dos veces en la misma piedra. Las conclusiones de la Comisión de la Verdad –al igual que la Breve Relación de 1596- no son más que expresiones materiales de aquel viejo aforismo ciceroniano: “la historia es maestra de la vida”. Nos queda a nosotros, como ciudadanos y como nación, mostrar que no somos malos alumnos. Que la historia no se vuelva a repetir.
Cuatrocientos años después, la Comisión de la Verdad y Reconciliación recoge 16,885 testimonios. Dos de estos expresan: “A mi esposo lo han sacado los senderistas (...) y yo me he quedado con mis cinco hijos. En 1989 hemos quedado así, viudas, y nosotros hemos caminado de hueco en hueco ocultándonos, asustados de cualquier ruido, ni siquiera hemos podido volver a nuestras casas” y otro afirma: “Luego de las masacres, la comunidad desaparece, victima de la violencia de ambos fuegos... Tal vez dentro de una generación nuestros hijos sean peruanos”.
Y ¿que tienen de común estos textos? Tanto el de la Breve Relación de 1596 como los testimonios recogidos por la CVR son igual de dolorosos, lastimeros y dramáticos, y conllevan una efectiva “marca de horror y deshonra” para nuestra sociedad. En ellos se reitera la condición de la víctima: indígena, campesino quechua hablante y pobre, y expresan, en consecuencia, los sentimientos de indiferencia, desprecio y marginación que inunda a nuestra psicología colectiva, que intenta negar lo que en esencia somos: un país mestizo. Allí donde, en la teoría, se reconoce diferencias étnicas y culturales como notas que enriquecen nuestra sensibilidad nacional; la realidad nos muestra amplias brechas socioeconómicas, diferencias por el color de la piel o la jaez de los cabellos, exclusión por las grafías con que se escriben los apellidos, convirtiéndose, con ello, a la ciudadanía en el privilegio de unos cuantos. En los hechos, la negación de nuestra mismidad.
Y más allá de tan cruda realidad, los textos entretejen una esperanza: la de asumir las lecciones del pasado. Entrelazar unos hechos con otros para conocer e interpretar nuestra historia social nos ha de permitir conocer nuestros males colectivos para superarlos. Por tanto no podemos justificar nuestro presente, menos aún sobreponerlo, si no conocemos las causas que lo posibilitan y para ello es vital el conocimiento de la historia. Con ello el pasado histórico no sólo es lo que merece ser recordado sino que, como afirma Zubiri, aquello que posibilita nuestra realidad presente; entonces negar la necesidad de acercarnos a nuestra historia, a la más remota y a la que no lo es tanto, es la posibilidad que nos brinda la vida para no tropezar dos veces en la misma piedra. Las conclusiones de la Comisión de la Verdad –al igual que la Breve Relación de 1596- no son más que expresiones materiales de aquel viejo aforismo ciceroniano: “la historia es maestra de la vida”. Nos queda a nosotros, como ciudadanos y como nación, mostrar que no somos malos alumnos. Que la historia no se vuelva a repetir.
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