Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal de Morropón, Chulucanas
Como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y con la finalidad de garantizar y preservar la paz y la seguridad internacional se creó la Organización de las Naciones Unidas, la que con su actividad dio lugar a una nueva rama del Derecho Internacional: el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que tiene por objeto brindar protección al individuo frente a las irracionalidades provenientes de un ejercicio arbitrario de la fuerza estatal. Es en este contexto que el 10 de diciembre de 1948 se aprueba la Declaración Universal de los Derechos Humanos, declaración que por su importancia es tomada, en su fecha de promulgación, para celebrar el Día de los Derechos Humanos.
En este documento internacional, en el art. 1º se hace referencia a uno de los principios que lo inspiran, la fraternidad: “Todos los seres humanos... deben comportarse fraternalmente unos con otros”. Es a la luz de este principio que debemos interpretar el catálogo de derechos que contiene la Declaración y que se repiten en nuestra Constitución Política vigente o en el proyecto de Constitución que, en este momento, se discute en el Congreso de la República.
En los últimos días, y aún cuando en teoría se reconoce la universalidad y el carácter absoluto de los derechos humanos, y su inherencia a la condición humana, tal como se indica en el Título Preliminar del Proyecto de Constitución; la discusión respecto de la legitimidad del aborto ha puesto en duda, los mencionados caracteres respecto del derecho a la vida. Un sector de la sociedad civil, representado por egregios personajes y connotadas instituciones defensoras de los derechos de las mujeres han manifestado públicamente, bajo el slogan “anticoncepción para no abortar, aborto legal para no morir” que la penalización del aborto constituye violencia y discriminación contra las mujeres, en tanto que el concebido no les permitiría decidir con autonomía y responsabilidad sobre sus cuerpos y sus vidas (véase el pronunciamiento publicado en diario La República, 1 diciembre de 2002, p. 15).
En nuestro ordenamiento jurídico se garantiza tanto el derecho a la vida como el derecho a la libertad y, tal como puede apreciarse, nos encontramos ante un conflicto de derechos; por un lado, el derecho a vida del concebido (partimos de la presunción de que la vida humana se inicia en la concepción, tal como se reconoce en los arts. I del Título Preliminar y 1 del Código de los Niños y Adolescentes) y, por otro, el derecho a la libertad –de las mujeres– de elegir estar o no embarazadas. Entonces: ¿cómo dilucidar que derecho es más importante que el otro?. ¿sobre qué preferir? ¿la vida del concebido o la libertad del sexo femenino?. Proponen Pereira Menaut y Dworkin recurrir, en primer lugar, al sentido común y, en segundo término, acudir a los valores de la dignidad y la igualdad. Finalmente, creemos, que el principio de la fraternidad humana, que inspira a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, puede ser útil para superar la dificultad planteada.
Jurídicamente hablando, el concebido es un tercero existencialmente distinto a la madre, frente al que se erige el derecho a libertad de la madre de “intentar”decidir sobre la vida del hijo en gestación. El sentido común, a la luz del valor de la dignidad e igualdad humanas, indica que no existe desemejanza entre la vida del concebido y la vida de la mujer, por tal motivo no existiría fundamento válido para desestimar la vida del primero frente a la libertad de la gestante; la que, dígase de paso, no está en tela de juicio, toda vez que el embarazo no es una imposición de la naturaleza sino consecuencia del ejercicio de una relación sexual, en la es necesario tener presente no sólo la libertad para realizarla sino también la responsabilidad para asumir sus consecuencias.
Dada la equivalencia de valor entre la vida del concebido y la de la gestante, y no obstante lo dicho, se blande en favor del aborto la posibilidad del mismo, en aquellos casos donde la concepción se realiza sin la libertad de la mujer (es el caso de la violación sexual), donde existe la posibilidad de males congénitos (síndrome de down, por ejemplo) o, donde se expone a peligro la vida de la gestante (embarazo de alto riesgo). Al respecto, ha de tenerse presente el principio de fraternidad.
En nuestro país está establecido que si alguien encuentra a un menor de edad amenazado de peligro y omite prestarle ayuda será reprimido con pena privativa de libertad (encarcelamiento) de hasta cuatro años. Entonces, si al amparo del principio de fraternidad se califica como delito el abandono de un menor ante el peligro, cómo no realizar el deber de fraternidad –realizado a través de la maternidad responsable– con el concebido; cómo no ser recíproco en el respeto a la vida de un ser indefenso que, por su calidad de no-nato no tiene las condiciones físicas para defenderse por sí mismo, porqué –en el caso de una violación– hacerlo merecedor de un castigo, cuando en realidad es la víctima inocente, porqué condenarlo a la pena de muerte, si no es culpable de los males congénitos que pueda padecer, porqué, de forma anticipada, se le exime de la existencia, cuando el médico tiene la obligación –por el juramento hipocrático– de salvar vidas independientemente de las circunstancias, lo cual le exige dedicarse con el mismo empeño a salvar tanto al hijo como a la madre; allí la muerte de uno de ellos será no un medio o fin en si mismos, sino una consecuencia no buscada de la actuación humana.
En consecuencia, bajo cualquier circunstancia e independientemente de la legislación positiva, el derecho a la vida es inviolable no sólo respecto de los que realizan su existencia autónomamente de vientre materno, sino también de los no nacidos, quienes, por su fragilidad, merecen la fraternidad de todos aquellos que decimos, amparados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ser seres humanos.
En este documento internacional, en el art. 1º se hace referencia a uno de los principios que lo inspiran, la fraternidad: “Todos los seres humanos... deben comportarse fraternalmente unos con otros”. Es a la luz de este principio que debemos interpretar el catálogo de derechos que contiene la Declaración y que se repiten en nuestra Constitución Política vigente o en el proyecto de Constitución que, en este momento, se discute en el Congreso de la República.
En los últimos días, y aún cuando en teoría se reconoce la universalidad y el carácter absoluto de los derechos humanos, y su inherencia a la condición humana, tal como se indica en el Título Preliminar del Proyecto de Constitución; la discusión respecto de la legitimidad del aborto ha puesto en duda, los mencionados caracteres respecto del derecho a la vida. Un sector de la sociedad civil, representado por egregios personajes y connotadas instituciones defensoras de los derechos de las mujeres han manifestado públicamente, bajo el slogan “anticoncepción para no abortar, aborto legal para no morir” que la penalización del aborto constituye violencia y discriminación contra las mujeres, en tanto que el concebido no les permitiría decidir con autonomía y responsabilidad sobre sus cuerpos y sus vidas (véase el pronunciamiento publicado en diario La República, 1 diciembre de 2002, p. 15).
En nuestro ordenamiento jurídico se garantiza tanto el derecho a la vida como el derecho a la libertad y, tal como puede apreciarse, nos encontramos ante un conflicto de derechos; por un lado, el derecho a vida del concebido (partimos de la presunción de que la vida humana se inicia en la concepción, tal como se reconoce en los arts. I del Título Preliminar y 1 del Código de los Niños y Adolescentes) y, por otro, el derecho a la libertad –de las mujeres– de elegir estar o no embarazadas. Entonces: ¿cómo dilucidar que derecho es más importante que el otro?. ¿sobre qué preferir? ¿la vida del concebido o la libertad del sexo femenino?. Proponen Pereira Menaut y Dworkin recurrir, en primer lugar, al sentido común y, en segundo término, acudir a los valores de la dignidad y la igualdad. Finalmente, creemos, que el principio de la fraternidad humana, que inspira a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, puede ser útil para superar la dificultad planteada.
Jurídicamente hablando, el concebido es un tercero existencialmente distinto a la madre, frente al que se erige el derecho a libertad de la madre de “intentar”decidir sobre la vida del hijo en gestación. El sentido común, a la luz del valor de la dignidad e igualdad humanas, indica que no existe desemejanza entre la vida del concebido y la vida de la mujer, por tal motivo no existiría fundamento válido para desestimar la vida del primero frente a la libertad de la gestante; la que, dígase de paso, no está en tela de juicio, toda vez que el embarazo no es una imposición de la naturaleza sino consecuencia del ejercicio de una relación sexual, en la es necesario tener presente no sólo la libertad para realizarla sino también la responsabilidad para asumir sus consecuencias.
Dada la equivalencia de valor entre la vida del concebido y la de la gestante, y no obstante lo dicho, se blande en favor del aborto la posibilidad del mismo, en aquellos casos donde la concepción se realiza sin la libertad de la mujer (es el caso de la violación sexual), donde existe la posibilidad de males congénitos (síndrome de down, por ejemplo) o, donde se expone a peligro la vida de la gestante (embarazo de alto riesgo). Al respecto, ha de tenerse presente el principio de fraternidad.
En nuestro país está establecido que si alguien encuentra a un menor de edad amenazado de peligro y omite prestarle ayuda será reprimido con pena privativa de libertad (encarcelamiento) de hasta cuatro años. Entonces, si al amparo del principio de fraternidad se califica como delito el abandono de un menor ante el peligro, cómo no realizar el deber de fraternidad –realizado a través de la maternidad responsable– con el concebido; cómo no ser recíproco en el respeto a la vida de un ser indefenso que, por su calidad de no-nato no tiene las condiciones físicas para defenderse por sí mismo, porqué –en el caso de una violación– hacerlo merecedor de un castigo, cuando en realidad es la víctima inocente, porqué condenarlo a la pena de muerte, si no es culpable de los males congénitos que pueda padecer, porqué, de forma anticipada, se le exime de la existencia, cuando el médico tiene la obligación –por el juramento hipocrático– de salvar vidas independientemente de las circunstancias, lo cual le exige dedicarse con el mismo empeño a salvar tanto al hijo como a la madre; allí la muerte de uno de ellos será no un medio o fin en si mismos, sino una consecuencia no buscada de la actuación humana.
En consecuencia, bajo cualquier circunstancia e independientemente de la legislación positiva, el derecho a la vida es inviolable no sólo respecto de los que realizan su existencia autónomamente de vientre materno, sino también de los no nacidos, quienes, por su fragilidad, merecen la fraternidad de todos aquellos que decimos, amparados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ser seres humanos.
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