domingo, 16 de noviembre de 2008

La ètica cristiana como fundamento de la acción social

El hombre es un animal gregario. Esta es una afirmación que se funda en la mismísima naturaleza humana. De hecho, la familia y la sociedad son prolongaciones naturales del hombre y están ordenadas a la preservación de la especie y al logro de los fines inmediatos y mediatos de los individuos. En la especie el varón se une con la mujer para formar la familia, la familia se enlaza con otras y forman el clan, de allí derivan la tribu, la polis, luego la nación... Es decir la sociedad[1].
Pues bien, en sociedad los cristianos ejercen su actividad y, la Iglesia, de hecho es una institución social y se conforma por el conjunto de cristianos.
Sin embargo, la vida en sociedad, además de los beneficios que otorga, impone exigencias, las que -dígase de paso- se deducen de la propia convivencia. La actuación de los individuos, por tanto, está sumida reglas mínimas que garantizan la convivencia pacífica. La máxima "haz el bien y evita el mal" (lo que quieras que hagan por ti, hazlo también por los demás) es el principio que debe inspirar nuestra convivencia. Su correlato en la moral cristiana se impone en la formula: "ama al prójimo como a ti mismo", es la forma positiva de "evitar el mal", pero por encima de esto es la declaración del amor como fundamento de la actuación del cristiano. Y efectivamente, en la ética social, en las relaciones entre los hombres, se imponen dos tipos de relaciones[2]: las relaciones fundadas en la justicia, como deber de dar a cada uno lo suyo, y las justificadas en la caridad, en el sentido de "hacer el mayor bien posible a los demás". Más allá del sentido puramente sentimental y romántico del término o del espíritu salvífico - evangélico que evoca, tal como afirma Luis Pérez Aguirre, en las relaciones sociales es reemplazada por el concepto de "solidaridad"[3].
El Magisterio de la Iglesia así lo ha asumido. El Concilio Vaticano II, en el documento conciliar Gaudium et Spes, Nro.32 establece el principio doctrinal de la solidaridad como una necesidad histórica fundada en "nuestra fraternidad universal en Cristo". Pablo VI en la Octogésima Adveniens indica: "Sin una educación renovada en la solidaridad, la afirmación de la igualdad puede dar lugar a un individualismo, en virtud del cual cada uno reinvindica sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común".
Pero el concepto de solidaridad no se sujeta a simple bondad, como preocupación respecto del necesitado, de la hospitalidad para el “sin techo”, por la salud del desvalido, o de la libertad del injustamente preso, sino que se desprende del paternalismo, de la superación de la dimensión individual de los actos humanos. La solidaridad en las relaciones sociales restituye la dimensión comunitaria que exige la “fraternidad humana” que, por ejemplo, se reconoce en la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. La Iglesia Católica extiende el principio de solidaridad a tres planos: a.- la distribución equitativa de los bienes y la remuneración del trabajo, b.- la exposición de esfuerzo de todos a un mejor y justo orden social, c.- la solidaridad internacional, como búsqueda del bienestar y paz mundial, d.- la difusión de los bienes espirituales como prenda del desarrollo de los bienes temporales[4].
Al igual que en el derecho, para los cristianos la palabra no tiene significación accidental, no responde necesariamente a hechos de desgracia (terremotos, sequías), supone una unión sustantiva entre los hombres: en cada acto de la persona, debe existir un acto solidario, de la misma forma que en la responsabilidad solidaria que reconoce el derecho civil, respecto de las obligaciones del mismo nombre. Evidentemente, la solidaridad ético social, va más allá de la obligación, se genera en la voluntad humana.
La Iglesia, asumiendo el mensaje evangélico toma la “solidaridad” y entrañablemente la acoge en los términos de Jesús: “el que quiera ser mi discípulo, que coja su cruz y me siga”, es decir: que comparta sus padecimientos y... a caminar. El “compartir” es la cúspide de la solidaridad. Pero en el camino, están los otros, los demás, los que comparten el espacio comunitario, para con ellos, evidentemente, la solidaridad, se hace carne al momento que compartimos sus propias desgracias, al momento que asumimos dar de beber al sediento, alimento al hambriento, cuando visitamos al que está privado de su libertad. En términos de Pablo Pérez, la solidaridad, en este caso se define, como “adherencia a las necesidades de otro” y forma parte de “un actividad original y profundo del espíritu humano, que explica la facilidad de hacer propios los asuntos de otras personas” [5].
En filosofía moral, la solidaridad se justifica en a.- en la semejante naturaleza de la especie humana: los demás hombres son semejantes y afines entre si; b.- la sociedad humana no podría subsistir sin la mutua solidaridad; c.- El hombre individualmente se haya imposibilitado de alcanzar su perfección natural[6]; d.- para quienes profesamos una fe en un Ser Superior, el origen divino de la humanidad, es justificación para la fraternidad humana[7].
Para quienes profesamos la fe cristiana, Juan Pablo II en la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente (1994) nos exhorta, con vistas al nuevo milenio –en el que ya vivimos- ciertos gestos de solidaridad puntuales: entre otros, la condonación de la deuda externa para los países pobres, la libertad para tantas personas que están en las cárceles sin ninguna razón de justicia, la solidaridad de los países ricos para con los pobres del tercer mundo. En la clausura del Sínodo de América, nos dice:
“Sí, es preciso impulsar proféticamente la solidaridad y testimoniarla en la práctica. La solidaridad, aunando los esfuerzos de todas las personas y todos los pueblos, contribuirá a superar los efectos perniciosos de algunas situaciones presentadas (...): una globalización que a pesar de sus posibles beneficios también ha producido formas de injusticia social. (...) En este esfuerzo por promover una auténtica solidaridad, los laicos están llamados a jugar un rol protagónico[8].
Siendo la solidaridad, un concepto, además del de justicia, que explica y justifica las relaciones sociales, no sólo nos importa como seres religiosos, que profesamos una fe, sino que se extiende al derecho[9] mismo, y de hecho, se plantea como un principio jurídico, “el principio de solidaridad”, es el que posibilita y garantiza la irrenunciable posición de sujeto propia del hombre, sin lesionar ni disminuir el valor propio y la sustantividad de las demás entidades sociales (la familia, la nación, el Estado, la humanidad), permitiendo armonizar el respeto de la persona humana con las búsqueda del bien común, el respeto de la libertad individual con el cumplimiento de la justicia social.
[1] GIORDANI, Igino, El Mensaje Social de Jesús, RIALP, Madrid, 1962, p. 165.
[2] WILLEMS-HISPANO, Lecciones de Filosofia, Vol. 3: Filosofía Moral, Lima, 1938,p. 233.
[3] Comisión Episcopal de Acción Social, Materiales de Lectura: Justicia y Derechos Humanos, III Taller Regional Norte, Centro y Sur; Lima, 1999, p. 25. “hoy ser una “persona caritativa” no suena bien a nuestros oidos; en el mejor de los casos significa una persona “buena”, pero ingenua respecto de las implicaciones sociales del amor”. Juan Pablo II, indica que la solidaridad es una “nueva virtud muy cercana a la virtud de la caridad, fundada en la interdependencia de los individuos, entre los grupos y naciones. En la Sollicitudo Rei Socialis, indica que la solidaridad es el nuevo frente para la ética social cristiana. La praxis de la solidaridad coincide con el ejercicio del compromiso social cristiano.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, Nral. 1939-1942. Pio XX en discurso del 1 junio de 1941 exclama: “Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de la fe (...) con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano”.
[5] PEREZ SANCHEZ, Pablo, Nociones de Filosofía Social, Universidad de Piura, Piura, 1992, p. 46.
[6] Cfr. WILLIAMS, o.c. p. 234.
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, Nral. 360-361.
[8] Cfr. Juan Pablo II, 12/12/97, citado por BREÑA LOPEZ, Guido, Mons., La Solidadridad a la Luz del tercer Milenio, en CEAS, Justicia y Derechos Humanos. Talleres Regionales. Foro Internacional. Lima, 1999, p. 23.
[9] Según VIDAL, Marciano, Diccionario de Ética Teológica, Ed. Verbo Divino, Navarra, 1991, p. 577, indica que el término solidaridad tiene en su origen una connotación juridica: servía para referirse a las obligaciones contraídas “in solidum”.

MANIFESTACIONES POPULARES: LA PREPARACIÓN DEL COPUS

Laurence Chunga Hidalgo
Federico Helguero Seminario en "Castilla y los piuranos" de “La Patria Vieja”, recordaba las expresiones de los hombres de esta parte del Perú (Piura) que impresionaban a Ramón Castilla. Ese hombre melancólico, apegado a la tierra, de cantares tristes y de hablar cansino, no ha perdido en nuestros tiempos esas cualidades. El cariño al terruño propio es connatural al hombre piurano, sea por las razones que sean: costumbres regionales, tradiciones, apego familiar, fiestas patronales, etc. Y junto a estas razones encontramos sus comidas típicas. Si algún piurano se halla fuera de la región, probablemente lo que más extrañe de sus comidas sea “un picante cebiche tal como se prepara en su tierra”.

Dentro del arte culinario regional existen otros platos que encantan al paladar de propios y extraños, y así tenemos: el seco de chabelo, la sopa de novios, el majado de yuca, las cachemas encebolladas con los ya conocidos chifles de plátanos verdes, el pasadito por agua caliente, la tradicional mala rabia, el seco de cabrito con sus tamalitos verdes, el frito, la patasca, el caldo de bolas, el rachi-rachi, entre otros que aun cuando no sean originarios de estos lares, por la sazón que se les ha dado ya son parte de la tradición popular. Cada uno de ellos tiene su lugar en las fiestas familiares. Sin embargo, de entre todos ellos tenemos el COPUS que tiene ciertas características no sólo en su preparación sino también en las ocasiones que lo permiten. De modo genérico, puede decirse de su preparación que es más o menos uniforme a nivel de la región, aunque existe alguna que más resalta y que a continuación se explica.

Siendo Piura una región de agricultores y campesinos dedicados al cuidado de pequeños rebaños de cabras u ovejas, a la guarda de algunos porcinos, y los más pudientes a la crianza de vacunos, es comprensible que en alguna ocasión y con motivo de alguna festividad, sacrifiquen alguno o algunos de estos animales que están bajo su cuidado y que les permiten el mantenimiento de la familia. En muchas oportunidades, estos animales son separados con algunos meses de anticipación: se les aparta del grupo o de la manada con el fin de proporcionarles un cuidado especial, principalmente de la alimentación.

En la regularidad de las veces, se trata de una celebración o de la reunión de toda la parentela o amistades más allegadas en razón de la visita de alguno que vive lejos, pero en otras situaciones, se justifica en la celebración de las exequias de algún pariente; y a pesar de ello, en el fondo, se consigue el mismo fin: la reunión de los familiares más cercanos. Y es que se trata de una comida en la que la mayor parte de los parientes participan; desde el sacrificio del animal hasta la degustación de alguna parte de lo preparado.

Quizá suene temerario, pero me atrevo a decir que se trata de la celebración de un rito festivo. Acordado el día y la hora en que ha de prepararse, los mayores de la familia se levantan muy temprano para matar el animal (chivo, cordero, lechón, y algunas veces –si la situación lo permite- torete), aprovechando la madrugada o el clarear del día (algunas familias prefieren el mediodía para que el copús sea degustado al atardecer), y mientras unos “pelan” el animal, otros preparan el brasero, las mujeres preparan el agua para el café, los aliños, los plátanos y camotes, y así cada cual va realizando su propia tarea, según la necesidad que se presente.

Lograda la parte del animal que se va a preparar –por lo general es la cabeza y/o una pierna del mismo, dependiendo de la cantidad de participantes- es pinchada con un tenedor, un cuchillo u otro instrumento que permite que el vinagre y el aliño preparados se introduzcan por entre la carne, procedimiento que ha de repetirse cada cierto tiempo por espacio de una hora, con el fin de macerarla. Paralelamente a esto se prepara los camotes y los plátanos maduros (también se les llama “negritos”), que van a ser la “cama” sobre la que se deposita la carne ya “encurtida”. Junto a ello, -en la parte posterior de la casa y en un lugar acondicionado para esto- se tiene ya preparada una olla de barro (en Tumbres se usa una olla de fierro que se le conoce con el nombre de "mata suegra") enterrada hasta la boca de la misma, en la que una persona ha de conseguir tener los carbones encendidos y en la cantidad suficiente para la cocción (ya sea que éstos se trasladan desde el fogón de la cocina o que se logran en la olla misma, a través de la quema de la leña).

Con los carbones encendidos al rojo vivo (no se recomienda que quede algún leño sin convertirse en carbón, porque se corre el riesgo de que se ahume la carne), se procede a acomodar los camotes, y encima de éstos los plátanos, para finalmente colocar la carne macerada. En algunas partes de Piura la carne se coloca directamente sobre los camotes, y al calor de las brazas el jugo que de ella sale se esparce sobre los camotes y los plátanos, quedando éstos al final abiertos por el calor y “enmielados” con el jugo de la carne. En Tumbes, en cambio, se coloca la carne sobre un recipiente, de tal forma que el jugo que brota de ella puede recogerse al final. Luego de esto, se cubre la olla con una tapa lo suficientemente grande (por lo general se utiliza un trozo de latón), y finalmente se cubre con tierra toda la tapa, -con el cuidado necesario para que no quede alguna abertura que permita ingreso de aire o tierra y haga peligrar la cocción- por espacio de 3 horas, momento en que se descubre la olla y se saca la carne ya cocida y lista para acompañarse de una salsa de cebolla, un trozo de camote horneado, un café y el hambre suficiente para no desmerecer la delicia del copus.

Decía antes, que se trataba de un rito festivo, en razón al trabajo de todos –o cuando menos de la mayoría- además porque logra el estrechamiento de los lazos familiares o la presentación de algún pariente no conocido por todos, pues así lo permite el trabajo común; pero sobre todo, la espera de la cocción de aproximadamente tres horas, es importante porque permite que todos compartan sus vivencias y recuerdos: los mayores narran las tradiciones orales por ellos conocidas, las costumbres de sus tiempos; los demás, las usanzas de los lugares donde viven, conversan sobre la crianza del ganado, de la sequía o abundancia de las cosechas, de las ocurrencias de sus hijos, o de las “hazañas” del algún familiar desaparecido: en conclusión, es un momento de la familia, del recuerdo y de la unión con el tronco común.

Fuentes:
· PUIG, Esteban: Breve Diccionario Folclórico Piurano. Universidad de Piura, Piura, 1985. 254 pp.
· Conversaciones con Tomasita García Cox, natural del Cabeza de Lagarto – Tumbes.
· Conversaciones con Javier Maza Robledo, Natural de Las Monteros – Castilla- Piura.
· Conversaciones con Liliam Hidalgo Escobar, natural de El Cardo – Tumbes.

jueves, 6 de noviembre de 2008

La defensa de los acusados de "cierto nivel"

Laurence Chunga Hidalgo
Leía en el portal de Justicia Viva la preocupación de Carlos Rivera por la dación del Decreto Supremo N° 022-2008-DE/SG, por medio del cual se regula la defensa legal de militares y policías que se encuentren investigados o procesados por casos de violaciones a los derechos humanos. Argumenta el citado, que dicha regulación expone un grado de inequidad entre los militares y policías acusados y las víctimas del delito investigado y amplía una serie de argumentos que van desde la austeridad como tema la política de Estado hasta la decisión de asumir dichas defensas como política de este gobierno. El asunto es atendible y los argumentos respetables.
Desde mi perspectiva el tema debe abordarse desde otro lado. Es evidente que la víctima de una violación de derechos humanos requiera tanta ayuda cómo le sea posible, puesto que en muchos casos el mal llamado “espíritu de cuerpo” militar o policial permite encubrir conductas deleznables y a ese efecto requerirá de un buen soporte que le permita defensa técnica, acompañamiento psicológico, asunción de gastos procesales y recursos para su sostenimiento material. No obstante, al militar o policía acusado de graves violaciones de derechos humanos les asiste un derecho que es anterior al derecho de defensa mismo: el derecho ser tratado como inocente, hasta que no se pruebe lo contrario; en consecuencia, tiene tanto derecho a la defensa como el carterista, el microcomercializador de droga y el proxeneta. Y, por tanto, es su derecho que el Estado le provea de un defensor.
El tema es ¿porqué al carterista, al microcomercializador de droga y al proxeneta se le permite tan sólo la humildad de la defensa de oficio mientras que al violador de derechos humanos por su condición de militar o de policía se le permite “contratar servicios especializados en asesoría legal”(así dice el primer párrafo de la citada norma)? La Constitución Política del Perú no dispone diferencias entre los ciudadanos y la presunción de inocencia no hace distingos en razón de la forma como nos vestimos. Es irrelevante sí llevamos “insignias” o sí vamos vestidos de harapos. Es igual, los citados son iguales frente a la Constitución. Y si tanto el hurto como la desaparición forzada tienen la calidad de delitos, ¿que hace que a unos se les conceda más o menos beneficios?
La diferencia viene dada, según el D.S 018-2002 PCM (publicado el 8 de marzo de 2002), porque se trata de “funcionarios y servidores públicos de cierto nivel que realizan actos, toman decisiones u omiten acciones en el ejercicio regular de sus funciones por las cuales podrían verse inmersos en procesos judiciales”. Esta es la razón… pero me dejo en el limbo ¿Qué quiere decir de “cierto nivel”? ¿Cuántas insignias se necesitan para incluirse dentro del concepto de “cierto nivel”? o mejor ¿se necesitan insignias por ser de determinado nivel? Bueno… No lo sé. La norma no lo precisa y, tal indeterminación, cuando menos, le favorece al procesado.
En realidad le favorece a cualquier persona que detente la calidad de “funcionario o servidor público”. El panorama se amplía por que el nominativo dado para el citado decreto supremo reza: “disposiciones para la defensa judicial de funcionarios y servidores de entidades, instituciones y organismos del Poder Ejecutivo en procesos que se inicien en su contra”; es decir que, bastaría con pertenecer a la función pública, adscrito al poder ejecutivo para adquirir el derecho, aun que, claro, el requisito indispensable viene dado por necesitar ser “de cierto nivel”. Con ello, no había precisiones hasta la aparición del D.S 061-2006-PCM (del 23 de septiembre de 2006), en la que la referencia recayó en los militares y policías, tal como ha quedado anotado líneas arriba.
Pero ¿podría un médico de Essalud solicitar “contratar servicios especializados en asesoría legal” cuando es acusado por negligencia médica? ¿o el director de un centro educativo que administra mal los recursos que le son asignados? Finalmente, no puede negarse que cada funcionario que presta servicios al Estado siempre, cualquiera sea su posición, ha de realizar actos, tomar decisiones u omitir acciones al ejercer su función.Pero la pregunta no debe quedar allí ¿Por qué sólo se aplica para los funcionarios y servidores públicos adscritos al Poder Ejecutivo? Quizá sea porque aquellos otros, los que laboran en el Poder Legislativo o en el Poder Judicial, no sean de “cierto nivel”. Por lo pronto no encuentro razones para discriminar… una posición del Gobierno, que sería mejor no se repita.
Publicado en diario El tiempo, Piura, 05 de noviembre de 2008.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

POSICIÓN JURÍDICA DEL “PARTICULAR” EN EL DELITO DE ABUSO DE AUTORIDAD

1. INTRODUCCIÓN
El debate sobre la reforma de los delitos contra la administración pública es una constante de la reflexión penal actual. La corrupción, a estos días, supone un fenómeno sistémico dada la creciente de las patologías de la acción administrativa en todos sus aspectos (prevaricación, abusos en el ejercicio de la función, malversación, omisiones de los deberes de oficio o cargo), la problemática está, sin embargo, encuadrada casi exclusivamente desde una perspectiva de política criminal de prevención no obstante que las penas que se imponen aún no lograr intimidar a quien cometen este tipo de delitos, lo que requiere, en realidad, una adecuada ponderación de las peculiares exigencias dogmáticas de la materia.
En una materia que se empeña en amparar la articulación de la función pública, que se promete asegurar conforme al ‘buen funcionamiento e imparcialidad’ –las expectativas institucionales sobre el actuar de los aparatos estatales–, las líneas directrices de la reforma debería estar dirigidas hacia el progresivo abandono de una dimensión exclusivamente abstracta del bien jurídico sino que, por el contrario se requiere de determinar objetivamente el contenido de dicho concepto y, si fuera posible, establecerse la diferencia específica respecto de cada uno de los tipos penales reconocidos en nuestra legislación.

2. Concepto de “Administración Pública”
Como bien reconoce Fidel Rojas, el tratamiento otorgado, en el país, a los denominados delitos contra la administración pública no han sido debidamente tratados, limitándose los estudios dogmáticos a exploraciones exegéticas, sin embargo y pese a la ausencia de estudios sobre el respecto, hay cierta uniformidad en el concepto que se administración. Ordinariamente se entiende como tal a la organización integrada por un personal profesional, dotada de medios económicos y materiales públicos que pone en práctica las decisiones tomadas por el gobierno. Se compone de todo lo que la hace efectiva: funcionarios y edificios públicos, entre otros. Por su función, es el enlace entre la ciudadanía y el poder político. Sin embargo, no sólo existe administración pública en el Poder Ejecutivo, sino en gran parte del Estado e incluso en entes privados que desempeñan funciones administrativas por habilitación del Estado.
No obstante, el concepto de administración pública puede ser entendido desde dos puntos de vista. Desde un punto de vista formal o subjetivo, se entiende a la entidad que administra, o sea, al organismo público que ha recibido del poder político la competencia y los medios necesarios para la satisfacción de los intereses generales. Desde un punto de vista material u objetivo, se entiende más bien la actividad administrativa, o sea, la actividad de este organismo considerado en sus problemas de gestión y de existencia propia, tanto en sus relaciones con otros organismos semejantes como con los particulares para asegurar la ejecución de su misión. En este sentido, se requiere de un “orden de órganos estatales, lo que implica niveles, jerarquías, entidades, cargos y oficios delimitados en sus competencias por la ley”[1].
Desde el punto de vista de la teoría, puede entenderse como la disciplina encargada del manejo científico de los recursos y de la dirección del trabajo humano enfocada a la satisfacción del interés público, entendiendo este ultimo como las expectativas de la colectividad. En la doctrina jurídica, se utiliza con mayor profusión el concepto de administración pública en el sentido formal, denotando y haciéndose hincapié en la “persona jurídica de derecho público que realiza la actividad del Estado”, de allí que se empiece a hablar de la "responsabilidad de la Administración" que se extiende al Estado mismo.
Para terminar, respecto del concepto, ordinariamente, se entiende como elementos de la administración pública:
Medios personales o personas físicas
Medios económicos, principalmente, adquiridos mediante los tributos.
Organización, ordenación racional de los medios.
Fines, principios de la Entidad de la administración.
Actuación, que ha de ser lícita, dentro de las competencias del órgano actuante.

3. El bien jurídico de los denominados “delitos contra la Administración Pública”
En la determinación de lo que se quiere proteger en el ámbito de los delitos contra la administración pública es menester realizar una distinción entre lo administrativo y lo penal. Esto nos indica que pueden existir conductas que no armonicen con las finalidades públicas o que se manifiesten marginales a lo público. Situación que llevará a un proceso de evaluación de tal infracción y a verificar si por su connotación es meramente administrativo o por sus particularidades se presenta como lesiva de un bien jurídico penal. Esto trae a colación el problema del non bis in idem [nadie puede ser sancionado o procesado dos veces por los mismos hechos], que se presenta como una forma de extender una doble responsabilidad: la administrativa y la penal.
Bajo una perspectiva de política criminal es necesario buscar aspectos materiales en los delitos contra la administración pública que permitan distinguir aquellos que tienen efectos lacerantes a nivel microsocial [lesión al individuo] como macrosocial [lesión al sistema institucional] y aquellos que pueden ser tolerados.[Por su dimensión no es igual un soborno de veinte dólares que una malversación de millones de dólares]. Lo que se quiere evitar es llegar a un marco de interpretación vaciado de contenido, y se puede llegar a ese punto si aceptamos una línea universal o absolutamente generalizada de lo que se entiende por la Administración Pública [no todo lo que afecta a la Administración Pública es delito][2].
Entonces tendríamos, previo a la determinación del bien jurídico, que establecer si existe un concepto jurídico penal de “administración pública”. En el entendimiento de Rojas Vargas, no hay necesidad de una delimitación jurídico penal del concepto puesto que, desde la rama del derecho público se ha efectuado un proceso de ampliación del concepto que abarca actualmente a todo el ejercicio de la función pública con prescindencia de la naturaleza del órgano oficial; así el derecho penal asume el concepto de más amplio contenido que se pueda concebir en el derecho.
Al amparo de tan vasta amplitud conceptual, el objeto genérico de tutela penal es la propia “administración pública”, sin perjuicio de que, como afirma Urquizo Olaechea, sea el propio derecho administrativo el que se encargue de autoprotegerse de las posibles lesiones a las que se halla expuesta. Así, Derecho Penal sólo aparecerá para proteger a la administración pública en cuanto afirmación de su carácter fragmentario y de última ratio[3].
Si atendemos a los conceptos expuestos, el sujeto del derecho lesionado, el titular del bien jurídico “administración pública” es siempre el Estado. Todo delito que por acción u omisión que se encuentre comprendido bajo la égida de los denominados “delitos contra la administración pública” siempre va a afectar al Estado, que viene a constituirse así en un sujeto pasivo genérico. Así y, en síntesis, el bien jurídico protegido en los delitos contra la Administración Pública será el correcto funcionamiento de la actividad prestacional que brinda la Administración Pública[4]; consecuentemente, las conductas graves que afectan las condiciones necesarias para su buen funcionamiento, ya sean de particulares o de funcionarios, trascenderán el ámbito administrativo para cobrar relevancia penal.

4. El delito de “abuso de autoridad”
En términos generales, y desde la perspectiva de la sociología jurídica, podemos indicar que el abuso de autoridad se define como “todo acto del funcionario que se excede en sus atribuciones o facultades respecto a particulares o a la cosa pública” o también como “la injusticia cometida por personas que ejercen atribuciones funcionales, administrativas, o jurídicas al rehusar hacer, retardar o exceder la autoridad atribuida a su cargo o función; perjudican a un tercero”. En el derecho penal, el asunto se restringe en gran medida y se define como “el ejercicio ilegal, arbitrario, prepotente, del poder por parte de quien ostenta la autoridad y en agravio de quien le está sometido o subordinado”[5].
La redacción contenida en el art. 376 del Código penal expone:
“El funcionario público que, abusando de sus atribuciones, comete u ordena, en perjuicio de alguien, un acto arbitrario cualquiera, será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de dos años. Cuando los hechos deriven de un procedimiento de cobranza coactiva, la pena será no menor de dos ni mayor de cuatro años."
Coinciden los autores en señalar que la redacción recogida por el legislador peruano es tan amplia que bien puede acusársele de ser la menos típica de las infracciones penales, en la medida en que puede comprender, sin mayor detalle ni especificación, innumerable comportamientos; lo que posibilita una serie de aplicaciones extensivas así como interpretaciones antojadizas y arbitrarias[6]. No obstante, siendo ese el peligro, es a la vez la esencia de la figura delictiva, puesto que corresponde a la jurisprudencia establecer la extensión de su aplicación en el ámbito jurisdiccional[7].
Nos preguntamos, ¿Cuál es la naturaleza de este delito?. En principio debemos indicar que se trata de un delito de acción o de omisión; sin embargo, parece no haber consenso respecto de si se trata de un delito de actividad (delimitación de una conducta) o de resultado (individualización de una consecuencia material) o, si es un delito de lesión o de peligro.

5. El bien jurídico protegido
Dice Abanto Vásquez que, en el caso del delito de “abuso de autoridad” que por tratarse de un delito contra la administración pública, también se protege el correcto funcionamiento de la administración pública, sin embargo, en la pretensión de otorgar una diferencia específica al delito en cuestión señala que, se trata del bien jurídico “desempeño funcionarial”[8], cuanto apego a las leyes escritas referidas a su función. La protección recae en la regularidad y, especialmente, la legalidad de los actos de los funcionarios públicos en las actividades propias de su cargo, cuyas violaciones no son castigadas por otras disposiciones legales”.

6. El agravio individual “en perjuicio de alguien”
Según Ezaine Chávez es elemento objetivo del tipo del denominado “perjuicio del particulares”, con lo que no bastaría que el funcionario público desatienda las funciones que por le ley corresponde realizar, sino que, además, debe causar perjuicio a los particulares, afectando derechos individuales[9]. Tal consideración nos lleva al cuestionamiento, a través de dos preguntas:
¿Que ocurre si el funcionario público realiza actos arbitrarios o abusa de sus funciones gravemente sin afectar derecho de terceros?
¿Cómo se protege los derechos e intereses del “alguien” perjudicado?. ¿a través del delito de abuso de autoridad o mediante el concurso ideal de delitos?
Sobre el primer punto no habría mayor asunto que discutir. Si el elemento “en perjuicio de alguien” es una condición objetiva del tipo penal, entonces, tendríamos que indicar que no hay delito, sin perjuicio de que pueda ser pasible de una sanción administrativa.
En el segundo de los temas; Abanto Vásquez señala que, mediante este tipo penal no sólo se protege a la a la administración pública sino que “también se protegen intereses de particulares”[10]. No somos partidarios de dicha postura. Y explicamos nuestras razones.
Si atendemos a lo expuesto en los epígrafes anteriores, debemos indicar que, solo existe un único sujeto pasivo del delito: la administración pública y, siendo que los individuos a quienes se agravia[11] no se identifican con tal concepto no podrían constituirse como parte civil agraviada en dicho delitos. Muy por el contrario, si un funcionario público, -una persona en la que el Estado ha depositado su confianza para que sea funcionario estatal- realiza un acto arbitrario cualquiera y es investigado por dicho delito, en tanto que es la “administración pública” el bien jurídico que se protege, le corresponde al titular del mismo, es decir, al Estado constituirse en parte civil y defenderse del funcionario que haciendo abuso de su función atenta contra ella.
Si seguimos la posición de Dr. Abanto, tendríamos que, además de la administración pública, tenemos como agraviado a un ciudadano cualquiera. En consecuencia, tal agraviado, por su sola condición de tal se halla en la posición de solicitar su consideración parte civil en la investigación de dicho delito. Bajo esta premisa tendríamos que admitir que para un mismo tipo penal, el Estado aparecería no sólo como agraviado –y en consecuencia con derechos de ser sostenidos como parte civil- sino que además, además se presentaría como sujeto pasivo, puesto que la administración pública es responsable de los actos y omisiones que realizan sus funcionarios. En tal sentido es posible que, participe en el proceso –a solicitud del ciudadano agraviado- como tercero civilmente responsable.
Nos preguntamos, ¿es posible hallarse en doble posición dentro de un mismo delito?[12]. No es posible que la Administración Pública aparezca como victimario (o cuando menos responsable civil) y víctima respecto de unos mismos hechos. Tal condición permitiría la anulación de la posibilidad de un proceso penal. Tal situación nos lleva a la revisión del concepto de bien jurídico que se pretende tutelar, o –desde nuestra perspectiva- dar cabida a una solución desde la pertinencia de concurso ideal de delitos, posibilitando que el funcionario sea procesado no sólo por el abuso de autoridad sino que además se permita su procesamiento por aquel otro delito con el que efectivamente, la persona agraviada pueda efectivamente sustentar su pretensión desde la perspectiva de un bien jurídico que por su propia naturaleza le pertenece, dígase, su libertad, su identidad, su patrimonio, su trabajo, etc.
No obstante la posición de Abanto Vásquez, el autor afirma que “el perjuicio para alguien” es una particularidad propia del tipo penal peruano y, explica que, con la misma, el delito se convierte en uno “de resultado”. Sin embargo, tal resultado, como lo hemos dicho, no sólo supone afectación patrimonial microsocial sino que supone el “menoscabo de intereses y derechos de cualquier persona”. Y en tal sentido, es posible el concurso, específicamente, con tipos penales como “coacción” (art. 151), “daños” (art. 206), “secuestro” (art. 152).

CONCLUSIÓN Y SINTESIS
En conclusión, si bien la intervención “el tercero” o el “particular” es pasiva en la comisión del delito de abuso de autoridad, desde el punto de vista material, se requiere de un perjuicio en su agravio para que se configure la comisión del delito, según el art. 376 del Código Penal.
Tal “particular agraviado” aparece como victima pero no necesariamente se identifica con el concepto de “sujeto pasivo delictivo” lo que permitiría la posibilidad del concurso ideal con otros delitos.
La necesidad del concurso ideal solo es posible si existiera un delito autónomo que permita protección directa e inmediata a dicho particular agraviado. La negación de esta posibilidad pone en riesgo la existencia del proceso mismo puesto que la “administración pública” no puede aparecer en el proceso penal como sujeto activo y sujeto pasivo a la vez del mismo delito.

BIBLIOGRAFIA
ABANTO VASQUEZ, Manuel: Los delitos contra la administración pública en el Código Penal peruano, Palestra, Lima, 2003.
ALFARO PINILLOS, Roberto: Diccionario Práctico de Derecho Procesal Civil, Gaceta Jurídica, Lima, 2002.
CHIRINOS SOTO, Francisco: Código Penal, Edit. Rodhas, 3ª edic., Lima, 2006.
EZAINE CHAVEZ, Amado: Diccionario de derecho penal, Ediciones juridicas lambayecanas, Chiclayo, 1996.
MANES, Victorio: “Bien jurídico y reforma de los delitos contra la administración pública” en Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, febrero, 2002.
ROJAS VARGAS, Fidel: Delitos contra la Administración Pública, 3ra edic., Grijley, Lima, 2002.
URQUIZO OLAECHEA, José Francisco: “Delitos en la Administración Pública”, en http://www.derechoclub.com/biblio/derechopenal/9delito_adm_pub.doc.
VARONA VILAR, Silvia: Tutela Civil y Penal de la Publicidad, Universitat de Valencia, 1999, p. 666.
[1] ROJAS VARGAS, Fidel: Delitos contra la Administración Pública, 3ra edic., Grijley, Lima, 2002, p. 8.
[2] URQUIZO OLAECHEA, José Francisco: “Delitos en la Administración Pública”, en http://www.derechoclub.com/biblio/derechopenal/9delito_adm_pub.doc. Cfr. MANES, Victorio: “Bien jurídico y reforma de los delitos contra la administración pública” en Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, febrero, 2002.
[3] Urquizo, o.c., p. 3.
[4] ABANTO VASQUEZ, Manuel: Los delitos contra la administración pública en el Código Penal peruano, Palestra, Lima, 2003, p. 16. Entiende el autor que el bien jurídico “administración pública” se refiere a los “servicios que los distintos poderes del Estado prestan a los ciudadanos en el marco de un Estado social y democrático de Derecho”.
[5] Cfr. CHIRINOS SOTO, francisco: Código Penal, Edit. Rodhas, 3ª edic., Lima, 2006, p. 820.
[6] En la legislación comparada, para evitar esta crítica, se distingue típicamente cuales son las conductas que pueden ser calificadas como de “abuso de autoridad”. En el derecho penal de Mexico, por ejemplo se consideran, entre otras las siguientes, 1. el servidor público que para impedir el ejercicio de un derecho, el cumplimiento de una ley o reglamento solicita el auxilio de la fuerza pública o hace uso de la misma; 2. el servidor público que ejerciendo sus funciones o con motivo de ellas hiciere violencia a una persona sin causa legítima o la vejare o insultare, 3. el servidor público que indebidamente retarde o niegue a los particulares la protección o servicio que tenga la obligación de otorgarles, o impida la presentación o el curso de una solicitud, 4. los servidores públicos investidos de la facultad de juzgar y consiste en negarse injustificadamente y bajo cualquier pretexto, aunque sea el de oscuridad o silencio de la ley, a despachar un negocio pendiente ante él, dentro de los términos establecidos por ella; 5. la negación de auxilio, reprimiendo al encargado de una fuerza pública que, requerido legalmente por una autoridad competente, se niegue indebidamente a dárselo. Cfr. Codigo Penal mexicano, Delitos cometidos por servidores público, art. 215.
[7] Abanto cuestiona inclusive su constitucionalidad. Cf. Abanto o.c. p. 224.
[8] El autor hace diferencias entre “desempeño funcionarial” y honradez y correción del propio funcionario público”. Afirma que la frase segunda hace referencia a conceptos de ética y moral que, no necesariamente son protegidos por el derecho. Abanto, o.c., p. 224.
[9] Cfr. EZAINE CHAVEZ, Amado: Diccionario de derecho penal, Ediciones juridicas lambayecanas, Chiclayo, 1996, palabra “abuso de autoridad”, p. 17.
[10] ABANTO, o.c. p. 224.
[11] El concepto de agraviado, según Alfaro Pinillos es “aquella persona que ha sufrido un perjuicio o daño”. ALFARO PINILLOS, Roberto: Diccionario Práctico de Derecho Procesal Civil, Gaceta Jurídica, Lima, 2002, palabra “agraviado”. En el derecho procesal penal le corresponde sólo al agraviado o sus familiares constituirse en parte civil. Cfr. EZAINE, o.c. p. 355.
[12] Sobre el respecto, y haciéndose referencia al concepto de partes, nos dice un autor que no es posible hablar de proceso sin que exista una dualidad de posiciones, es decir “partes en posiciones contrapuestas”. Es tajante al afirmar que no se puede hablar de un proceso con una sola parte. VARONA VILAR, Silvia: Tutela Civil y Penal de la Publicidad, Universitat de Valencia, 1999, p. 666.

martes, 28 de octubre de 2008

La Iglesia del Carmen y el Seminario de “El Salvador”

Laurence Chunga Hidalgo

Hace algunos días, se entrevistó a una ciudadana, quien indicaría que la Iglesia del Carmen es del Instituto Nacional de Cultura y que, era este quien le permitía usufructuar parte de la misma, uno de sus accesos laterales, para que allí pueda funcionar una institución a la cual representa por disposición de Arzobispado de Piura. No sé qué motiva dichas expresiones, pero es necesario precisarlas.
En 1736, el corregidor Montero de Águila haciendo abuso del poder que le confería el cargo despojó de su propiedad a un indígena de nombre Francisco Campos Neira y, en ese lugar, meses después, se erigió una “casería” para Nuestra Señora de Carmen. A decir de Mario Cicala S.J (1771), la iglesia dedicada a Santa Teresa de Jesús le fue donada, hacia 1745, a la Compañía de Jesús, la que por dificultades económicas, religiosas y políticas no pudo levantar un colegio en esta ciudad, más todavía cuando en 1767 fueron expulsados de los dominios españoles de Carlos III.
En ausencia de los jesuitas, la iglesia fue cuidada por una familia adinerada, que permitió que su riqueza ornamental se mantuviera conforme a la descripción realizada por Cicala. Así, en 1783, a la visita del obispo Martínez Compañón, la recibió en donación de manos de Teresa Castillo para la fundación del “Colegio seminario de operarios eclesiásticos del Salvador”. Conforme a las ilustraciones de “Trujillo del Perú” confeccionado por el mismo obispo, dicho colegio se ubicaba justamente donde hoy funcionan algunas dependencias administrativas del INC, el Museo Bolívar Periodista, la galería Piurarte, el Coro Polifónico Piura, entre otras.
Ese mismo año de la visita episcopal, se iniciaron los trabajos para la edificación del colegio, en el que tenía como finalidad la formación y corrección de sacerdotes pero también se dedicaría a tareas cívicas: la educación de los niños, incluidos los indígenas. Lamentablemente la renta destinada a dicha construcción no fue suficiente, de allí que apenas se levantaron los muros perimétricos y algunas construcciones interiores, que no permitieron el funcionamiento del seminario pero sí la de uno de los primeros centros educativos de la región.
Se ha perdido el rastro de lo que pasó durante el siglo XIX, lo cierto es que, aquello que un día fue destinado para lo que pudo ser el primer seminario de clérigos de Piura, ha sido administrado por la autoridad civil, funcionando en algún momento de las respectivas historias particulares, los colegios San Miguel de Piura y Nuestra Señora de Fátima, del mismo modo que allí funcionó la Dirección Regional de Educación. Otra es la historia de la Iglesia de Carmen, que por tratarse de una construcción religiosa, ha estado bajo el dominio y administración del obispado de Trujillo, primero y, luego, del Arzobispado de Piura. El hecho que en su fábrica funcione un museo religioso, no expone que la indicada iglesia sea de propiedad de la Instituto Nacional de Cultura. De hecho, la existencia de aquel nace por iniciativa de Mons. Oscar Cantuarias, que con la ayuda del Banco Interbank, logró su funcionamiento, el cual se encuentra bajo la administración del Instituto Nacional de Cultura. Solo eso.
Es preciso señalar que a pesar de la liquidación jurídica del Patronato Regio con el Acuerdo entre Santa Sede – Estado Peruano en 1980, aún queda pendiente puntualizar el régimen de propiedades que un día fueron administradas por el Estado a través del Ministerio de Justicia y Culto, que hoy solo existe como Ministerio de Justicia, pero que en sus días regulaba y administraba monasterios, iglesias, conventos y obras pías. Una tarea pendiente.


Publicado en diario El tiempo, Piura, 28 de octubre de 2008.

jueves, 16 de octubre de 2008

El principio de legalidad en los delitos contra la ecología. Anotaciones respecto de los artículos 308, 309 y 310 del código penal peruano

Laurence Chunga Hidalgo
Juez especializado penal de Morropón, Chulucanas

El mandato constitucional contenido en el art. 2, inc. 24, lit. d) expone, probablemente, la limitación más grave al función punitiva del Estado: no se puede atribuir la comisión de una falta o de un delito ni imponer una sanción si, antes, no se hallan previamente –tanto el delito como la sanción- determinados en la ley. Sin embargo, pretender que dicho mandato solo obliga al juez penal nos conduce a una limitada exposición del principio de legalidad, puesto que, fundamentalmente, interpretado dicho principio de forma positiva, debe entenderse como un mandato al legislador, sobre quien recae la obligación de establecer cuales son las conductas prohibidas y sus respectivas sanciones. En tal sentido, y bajo la presunción de que las normas dictadas por el legislador se expiden “conforme a la Constitución” es que, el órgano jurisdiccional puede aplicar o no dichas leyes.
En el derecho penal, es de extendido consentimiento que, el principio de legalidad supone una cuádruple exigencia: 1. que exista una ley positiva, escrita (lex scripta), 2. que su existencia sea anterior al hecho que se pretende sancionar o irretroactividad (lex praevia), 3. que contenga un supuesto fáctico determinado o taxatividad (lex certa), 4. que su contenido fáctico no pueda extenderse a supuesto análogos (lex stricta). Sin embargo, dichos imperativos tienen sus propias limitaciones, el primero viene dado por el lenguaje, en tanto que éste es el vehículo por el que se expresan los mandatos, prohibiciones o permisiones, que suponen la existencia de las palabras, las que no siempre tiene un significado unívoco o, pese a la univocidad de las mismas, se interpretan en el contexto en que se ubican[1]. Un ejemplo sobre el tema es el concepto de “casa”, respecto de cual en el lenguaje cotidiano se entiende como “aquella edificación destinada para la habitación de las personas o familias”. Sí un hurto se comete en el centro de trabajo, una fabrica de cosméticos, por ejemplo ¿se le podrá aplicar la agravante contenida en el art. 186 inc.1 que expone “en casa habitada”? ¿es la fabrica una casa?.
Otra limitación viene dada por la complejidad de la conducta que se pretende sea punible. Es el caso, de los delitos financieros o los delitos electorales en los que pretender el que supuesto fáctico normativo contenga toda o todas las conductas punibles significaría estancar el derecho penal en una situación compleja y cambiante. Dicha limitación posibilita la existencia de las llamadas “leyes penales en blanco”, en las que se prevé una sanción a aplicar a supuestos fácticos, determinados en todo o en parte, en normas complementarias distintas. De esta naturaleza son, también, los tipos penales contra la ecología, contenidos en los arts. 308, 309 y 310 del Código Penal, en los que por a través de distintos verbos rectores se pretende protección para: a. “especies de flora o fauna”, b. “especies de flora o fauna acuática”, c. “bosques o formaciones vegetales naturales o cultivadas” y todas ellas, “legalmente protegidas”. Entonces debemos preguntarnos ¿Quién determina cuales son las especies o bosques “legalmente protegidos”? ¿Quién establece las épocas, cantidades, talla y zonas marinas donde puede pescarse sin cometer ilícito penal?. La norma contiene un supuesto de hecho incompleto que nos remite a otras normas. A efectos de ilustración nos remitimos a la Ley 26585 en la que se expone que las especies de mamíferos marinos conocidos como delfín oscuro o chancho marino (Lagenorhynchus obscurus), tonino o marsopa espinosa (Phocoena spinipinnis), bufeo (Tursiops truncatus), y delfín común (Delphinus delphis y Delphinus capensis) y a los mamíferos de aguas continentales delfín rosado o bufeo colorado (Inia geoffrensis) y bufeo negro (Sotalia fluviatilis), como especies legalmente protegidas, mientras que el art. 2, señala que dicha protección se extiende a “todo el dominio marítimo y aguas continentales”. Es decir, la norma complementaria ha definido no sólo cuales son las especies legalmente protegidas sino que también ha expuesto los ámbitos geográficos de protección. Y para reafirmar el carácter penal de la conducta expone, en el art. 3, que el incumplimiento de la misma supondría la comisión de un delito y a la vez una infracción de naturaleza administrativa[2].
En el análisis de las normas penales en blanco, el profesor Bramont Arias Torres señala que las disposiciones extrapenales complementarias “deben ser dictadas por una autoridad administrativa competente en virtud de una concesión o autorización del legislador para delimitar, complementar y concretar el supuesto de hecho de la ley penal en blanco”[3]. Señala el autor, que aún cuando hay libertad para la autoridad administrativa, ésta no tiene facultades para establecer delitos, en consecuencia, la ley penal en blanco se limita a establecer que un género de conducta debe ser castigado con una determinada pena “delegando la estructuración de la acción punible en otra disposición”. Así la ley administrativa sirve de complemento sin ir más allá de lo que la ley penal le permite, puesto que se limita a señalar condiciones, circunstancias, límites y otros aspectos adicionales, pero nunca puede entrar a definir lo prohibido mismo. En tal sentido y para el caso específico de los tipos penales es cuestión se requiere que la norma accesoria determine el contenido de “lo legalmente protegido”, es decir, “cuales son esos bosques o formaciones vegetales” especificando la ubicación de las mismas y las especies de fauna y flora comprendidas en el ámbito de protección de la norma
Ordinariamente, en el caso de investigaciones jurisdiccionales por depredación de bosques o especies de flora y fauna, por imperio del artículo 149 de la Ley 28611, Ley General del Ambiente, se exige que al momento de hacerse denuncia penal esta deba ser acompañada por la opinión fundamentada de las entidades sectoriales respecto de si existe o no infracción a la legislación ambiental, sin embargo, es preciso advertir, al amparo del principio de fragmentariedad del derecho penal, que no toda infracción administrativa supone la comisión de un ilícito penal, en consecuencia, para los artículos 308, 309 y 310 del Código Penal no se exige que la conducta del procesado contenga o no una infracción administrativa a la legislación ambiental, sino que más bien, requiere que el titular de la acción penal o los responsables de las entidades sectoriales correspondientes (dígase INRENA, Ministerio de Agricultura, Ministerio del Ambiente, etc.) establezcan qué bosques o formaciones vegetales están o si las especies para las que se pretende atención se encuentra “legalmente protegidas”, en tal sentido, se requerirá que el informe sectorial en mención nos indique: a.- sí la especie forestal o de fauna se encuentra legalmente protegida por una norma especial, b.- si la norma de protección requerida se aplica para el espacio geográfico en el que se ha realizado dicha extracción.
Lo hasta ahora expuesto tiene consecuencias en el derecho procesal penal, puesto que, si la denuncia fiscal, y luego el dictamen acusatorio, omite señalar la norma complementaria al tipo penal en blanco, no podrá determinarse si la conducta descrita en la denuncia fiscal se subsume en el tipo penal de depredación de flora y fauna (art. 308), o de extracción de especies acuaticas prohibidas (art. 309) o de atentados contra bosques legalmente protegidos (art. 310), lo que motiva no sólo afectación al principio de legalidad sino también al derecho de defensa del imputado. En tal sentido, el Tribunal Constitucional ha señalado que “el grado de indeterminación e imprecisión de las mismas (las normas) son cláusulas de remisión que requieren de parte de la administración el desarrollo de reglamentos normativos que permitan delimitar el ámbito de actuación de la potestad sancionadora; consecuentemente, una sanción impuesta en estas disposiciones genéricas es inconstitucional por vulnerar el principio consagrado en el artículo 2, inciso 24, literal d) de la Constitución[4].
En la jurisprudencia constitucional comparada, específicamente, la jurisprudencia de El Salvador, al análisis de un tipo penal de similar expresión al nuestro expone:
“El Código Penal en su Art. 258, al prohibir la depredación de los bosques, exige que estos estén legalmente protegidos, y esto hace remitirse a la Ley Forestal que en sus Arts. 45, 46 ordena al Estado establecer mediante decreto, cuales son las zonas protectoras del suelo, como las de reserva forestal, (…) habiendo omitido la Fiscalía presentarle al Juez, el decreto que declaraba zona protectora o reserva forestal (…) no existe el delito de depredación de bosques; entonces decretar la detención provisional de contra los cuatro imputados por este delito, es violatorio del Principio de Legalidad establecido en el art. 11 de la Constitución de la República (…)”[5].
En cualquier caso, el desconocimiento o la desatención de las normas complementarias de las leyes penales en blanco exponen a infracción constitucional a los operadores jurídicos no sólo por afectación del principio de legalidad, sino también por contravención al derecho de defensa y al principio de imputación necesaria lo que, finalmente, en el caso del juez –por el principio de vinculación a la constitución- le obligará a expedir sentencia absolutoria allí donde, a todas luces, pudo existir un delito.
[1] Cfr. Sobre el tema, véase: HURTADO POZO, José: Manual de Derecho Penal. Parte General I. 3ª edición, Grijley, Lima, 2005, p. 165.
[2] En este caso por defecto de técnica legislativa, la Ley 26585 señala que quien desatienda dicha ley comete “el delito tipificado en el Artículo 308º del Código Penal vigente”, cuando en realidad debió remitir al art. 309 de la norma penal, que es el tipo específico para flora y fauna acuática.
[3] Cfr. BRAMONT ARIAS TORRES, Luis Miguel: Los delitos ecológicos y sus problemas en FRANCISKOVIC INGUNZA, Militza (comp.): Derecho ambiental, Grafica Horizonte, Lima, 2002, p. 205.
[4] Expediente 2192-2004 AA/TC del 11 de noviembre de 2004, fundamento jurídico Nro. 07. En el mismo sentido, expediente 010-2002 Ai/TC, del 03 de enero de 2003, fundamento jurídico Nro. 122. Haciéndose referencia al principio de imputación necesaria, ver: Expediente N.° 8125-2005-P HC/TC, caso General Electric.
[5] Véase: http://www.jurisprudencia.gob.sv/exploiis/indice.asp?nBD=1&nItem=21456&nModo=3. El subrayado es nuestro.

miércoles, 8 de octubre de 2008

La obligación de motivar en los dictámenes fiscales y el proceso de amparo

Laurence Chunga Hidalgo
Juez especializado penal de Morropón
La administración de justicia en el Perú es una potestad que emana del pueblo y que se ejerce bajo el principio de la Supremacía Constitucional dentro de los límites de la ley, la que regula, además, la autonomía del poder judicial a fin de que éste garantice una verdadera aplicación de la justicia.
El artículo 139 de la Constitución Política, expresa los principios y derechos generales que deben inspirar la administración de justicia. Entre otros: la independencia y autonomía del Poder Judicial, la observancia del debido proceso y tutela jurisdiccional, la pluralidad de la instancia, la inaplicación de la analogía en el caso de la ley penal y de normas que restrinjan derechos, el principio de no ser condenado en ausencia, el principio de no ser privado del derecho de defensa en ningún estado del proceso. Es nuestra intención dedicarle algunas líneas al principio contenido en el inc 5 que reza: Son principios y derechos de la función jurisdiccional: La motivación escrita de las resoluciones judiciales en todas las instancias, excepto los decretos de mero trámite, con mención expresa de la ley aplicable y de los fundamentos de hecho en que se sustenta.
Remitidos a nuestra tradición constitucional, hallamos, en el siglo XIX que en las Constituciones de 1823 y 1826 de nuestro naciente Estado no se recoge el principio de la obligatoriedad de la motivación de las resoluciones judiciales y lo más próximo a este principio es la recepción del principio de legalidad: “Los tribunales y juzgados no ejercen otras funciones que la de aplicar las leyes existentes”. Es en la Constitución de 1828 en que, aparejado al principio de publicidad de los procesos, se señala la obligación de ofrecer la motivación de las sentencias: “Los juicios civiles son públicos: los jueces deliberan en secreto, las sentencias son motivadas y se pronuncian en audiencia pública”. Lo mismo se señala para los juicios penales. Sin embargo, al parecer dicha redacción no fue feliz, pues el Constituyente de 1834 indicó que dicha motivación supone la expresión de la ley que la justifica y, en su defecto, “los fundamentos en que se apoyan”. Hoy diríamos “los principios del derecho que la justifican”. Este texto se mantuvo incólume en las Constituciones de 1839, 1856, 1860 y 1867. De alguna forma, se recogió con dicho texto, además, la primacía de las fuentes del derecho peruano.
En siglo XX, nuestro Estado, dada la movilidad de la vida social, política y económica –a la par que los demás Estado del orbe­– siente que los tres poderes de Estado originados en la doctrina de Montesquieu no son suficientes para abarcar de forma eficaz las tareas estatales. Así nacen nuevos órganos de poder, con lo que la tripartita estructura estatal se complica para dar a luz a nuevos órganos de gobierno. En el ámbito de la administración de justicia, ésta se ejerce, fundamentalmente, desde el Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, sin embargo el Ministerio Público, como guardián de la legalidad e intereses públicos, ejerce funciones aparejadas con la administración de justicia. Como tercer brazo aparece el Defensor del Pueblo, que si bien no ejercer funciones jurisdiccionales, realiza actuaciones de supervisión en defensa de los derechos humanos.
No obstante estos nuevos entes de poder, que modifican la actuación y ejercicio de la justicia, la Constitución Política de 1979 mantiene el tenor del principio de obligatoriedad en similar forma a las anteriores expresiones: “La motivación escrita de las resoluciones, en todas las instancias con mención expresa de la ley aplicable y de los fundamentos en que se sustentan”. Con esta redacción se independiza del principio de publicidad, que aparece en distinto lugar y se precisa y detalla, cuando señala que se requiere motivación “escrita”.
La actual Constitución, de 1993, a lo dicho, añade que se trata de los “fundamentos fácticos” y que se exceptúan de tal fundamentación las resoluciones de mero trámite. Es decir desde la aparición del Estado peruano hasta nuestros días; el principio de motivación de las resoluciones ha evolucionado: nace con la sola indicación de la obligación de motivación de sentencias para llegar a la motivación escrita, fáctica y jurídica de todas las resoluciones y en todas las instancias.
Este principio así recogido, en tanto garantía de la recta administración de justicia está sujeto al control de constitucionalidad que se ejerce a través de los procesos constitucionales, recogidos en el Código Procesal Constitucional, Ley 28237, que en su artículo 4 señala: “El amparo procede respecto de resoluciones judiciales firmes dictadas con manifiesto agravio a la tutela procesal efectiva, que comprende el acceso a la justicia y el debido proceso (...)”. Más adelante se señala que tutela procesal efectiva es aquella situación jurídica de una persona en la que se respetan, de modo enunciativo, sus derechos de libre acceso al órgano jurisdiccional, a probar, de defensa, al contradictorio, a una resolución fundada en derecho, a la observancia del principio de legalidad procesal penal, etc.
Teniendo en cuenta tres presupuestos: 1.- la redacción constitucional de la garantía de la motivación de resoluciones judiciales; 2.- la procedencia del proceso constitucional de amparo ante las mismas y; 3.- La intervención del Ministerio Público en la realización de la justicia, como promotor de la acción judicial penal; nos preguntamos: ¿es posible plantear una acción o proceso constitucional contra una resolución expedida por un fiscal que afecta el principio de la obligatoriedad de motivación de resoluciones? ¿Qué se puede hacer, constitucionalmente hablando, contra una resolución en la que parte considerativa de la resolución fiscal no es congruente con la parte resolutiva? Evidentemente, es posible una queja funcional, pero ésta está dirigida a cuestionar la actuación de fiscal no a garantizar “la recta administración de justicia”, ¿qué proceso se aplicaría? ¿Un proceso de amparo o uno de cumplimiento?
Sin la intención de querer zanjar el asunto de forma definitiva y más bien con el ánimo dubitativo, se me ocurre que sea posible una acción de amparo. Si bien, el art. 139 inc. 5 de la Constitución y el art. 4 del Código Procesal Constitucional hablan ex profeso de resoluciones judiciales, creemos que es posible aplicar y extender dicho contenido a las resoluciones expedidas por el Ministerio Público, por las razones siguientes:
1.- Se trata de actos de administración de justicia, en los que en algunos casos deniegan de forma inapelable el acceso a los tribunales.
2.- El Ministerio Público, en tanto órgano del Estado, se halla sujeto al principio de legalidad. De hecho el art. 45º de la Constitución establece que quien ejerce el Poder del Estado lo hace con las limitaciones y responsabilidades que la Constitución y las leyes establecen.
3.- La Constitución señala en su art. 158 que los miembros del Ministerio Público tienen los mismos derechos y prerrogativas y están sujetos a las mismas obligaciones que los del Poder Judicial e indica que les afectan las mismas incompatibilidades. Siendo así, que esta sujeto a las mismas obligaciones, queda sujeto a la obligación de sustentar motivadamente sus resoluciones.
4.- La autonomía del Ministerio Público no supone imposibilidad de revisión jurisdiccional de sus decisiones. Tal como sí ocurre, por mandato del art. 142° de la Constitución Política, con las resoluciones del Jurado Nacional de Elecciones y del Consejo Nacional de la Magistratura.
5.- Que, por imperio del art. 4 del D.Leg 052, Ley Orgánica del Ministerio Público, sus miembros en casos de deficiencia de la ley, actuarán en consideración de los principios generales del derecho. Pero, si aplicamos a la actuación fiscal la legislación administrativa, tal como lo ordena el art. 3 de su norma orgánica, se ve obligado al cumplimiento de la Ley del Procedimiento Administrativo, que señala la obligación del principio del debido proceso el que abarca la necesidad de “obtener una decisión motivada y fundada en derecho”.
6.- Aún cuando lo antes señalado fuese una aberración jurídica, nos inclinamos por una interpretación “pro homine”, nos insertamos en una lógica favor libertatis, de preferencia a una mayor protección de los derechos, interpretación, que como dice el Dr. Eloy Espinoza Saldaña, es una lógica muy propia del Constitucionalismo y de la interpretación constitucional.6.- Siendo que el Control de Constitucionalidad es una garantía del principio de Supremacía Constitucional, atendiendo a que la Constitución tiene por fin, garantizar el pleno goce de los derechos humanos y, anotando que la recta administración de justicia es un pilar fundamental de éstos, consideramos que las resoluciones fiscales, no pueden quedar exceptuadas de dicho control constitucional. El proceso de amparo se convierte, para el caso que nos convoca en la institución adecuada para la limitación del poder y en un freno a la arbitrariedad en la que pueda caer el representante del Ministerio Público.

lunes, 8 de septiembre de 2008

El derecho al acceso a la Justicia y el ciberespacio

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal de Morropón
El derecho al acceso a la justicia, en la doctrina jurídica se define como el derecho de las personas sin distinción de sexo, raza, edad, identidad sexual, ideología política o creencias religiosas a obtener una respuesta satisfactoria a sus necesidades jurídicas. A este efecto, los ciudadanos pueden hacer valer sus derechos y/o resolver sus disputas bajo los auspicios generales del Estado. El acceso a la justicia, en tanto servicio público exige la satisfacción de, cuando menos, tres obligaciones estatales: el deber de ofrecer tutela jurisdiccional efectiva a través del sistema jurisdiccional del Estado, el deber de ofrecer la gratuidad de la justicia y la obligación de garantizar la defensa gratuita para las personas de escasos recursos económicos. Sin embargo, aún cuando lo expuesto apareciera, para los profesionales del derecho, como perogrulladas, al ciudadano común no le sienta tan bien. De hecho, no entiende las formalidades y “modos” en los que se administra la justicia, de allí que, el Poder Judicial sea una de las instituciones estatales que menos confianza le inspira a la colectividad.
Si ante un problema jurídico, se le hace la consulta al servidor público (mesa de partes, asistente judicial, especialista o juez) este responderá, finalmente: “busque un abogado que le asesore”. La misma respuesta vale para aquel que ha sido notificado con una resolución judicial en la que abundan expresiones como “otrosi digo”, “nulidicente”, “ad quo”, “no ha lugar”, “córrase traslado” y otros términos leguleyescos, que no aparecen en el lenguaje cotidiano. Es este, el lenguaje técnico jurídico, una de las principales barreras para que la justicia sea, materialmente, accesible a los ciudadanos.
El año pasado, en los últimos días del mes de septiembre, mediante Resolución Administrativa 184-2007 CE-PJ, el Consejo Ejecutivo del Poder Judicial dispuso que el servicio de consulta de expedientes a través del portal electrónico (http://www.pj.gob.pe/) se brinde de forma gratuita; servicio mediante el cual, cualquier ciudadano puede ingresar desde la comodidad de su domicilio o desde una cabina pública de Internet al sistema del poder judicial para hacer seguimiento de sus procesos judiciales –a excepción de las causas penales- y conocer resumidamente de las resoluciones judiciales así como las tiempos de las notificaciones. Si la idea es que, los ciudadanos –sin necesidad de acudir a ningún profesional- puedan conocer el estado de sus procesos, es lógico que deba exigirse que el lenguaje que se utiliza sea el más entendible posible. Por el contrario, si el lenguaje es de difícil comprensión, el ciudadano con la impresión de la información ciberespacial, minutos después estará en alguna ventanilla o sala del poder judicial, peticionando cita con “alguien” que le explique su contenido. Entonces, ¿cuánta eficacia reporta el sistema de consulta electrónica? ¿ha logrado disminuir la congestión jurisdiccional?.
El problema advertido -en buena cuenta- no lo genera quien digita las sumillas sino quien redacta y firma la resolución, es decir el juez. Sólo en la medida en que los jueces seamos concientes de que el servicio que se presta es a favor de ciudadanos, legos en derecho, será posible que nos apartemos de términos de arcaicos tecnicismos que nos alejan de los justiciables a quienes nos debemos.
Por lo pronto, es necesario resaltar que, la posibilidad de acceder a la información judicial mediante el sistema electrónico es ya una ventaja que le permite al ciudadano disminuir sus gastos en tiempo y dinero. Mejorar este sistema con el uso del lenguaje coloquial es también una forma de prestar una atención adecuada a los justiciables y, en buena cuenta, favorecer el acceso a la justicia de todos los ciudadanos.
Publicado en diario El Tiempo, miercoles 10 de septiembre de 2008.

martes, 2 de septiembre de 2008

El Informe de la CVR y los Derechos Humanos

Laurence Chunga Hidalgo
Este fin de semana, se armó alboroto gracias a las expresiones vertidas por el ciudadano Juan Luis Cipriani Thorne, quien fungiendo de Arzobispo de Lima, desde el púlpito de su catedral, ejerciendo función pastoral eclesial se pronunció respecto de la manipulación del concepto de derechos humanos en el Perú. La frase que se reseña en algunos diarios capitalinos reza: “Son demasiado importantes los derechos humanos para que los dejemos en manos de un pequeño grupo ideológico (…). Pero llevamos una temporada en que se ha convertido en bandera política de un grupo contra otros”. Esta expresión puede confirmarse, además, en el propio portal de Internet del Arzobispado de Lima, en una nota de prensa[1] emitida con motivo de la celebración festiva de Santa Rosa de Lima. En la citada nota no aparece ninguna referencia al informe de la Comisión de la Verdad y menos aún al ente que lo expidió; sin embargo, dadas las circunstancias sociales y políticas en el que se ofrecen, hace que más de uno relacione tales expresiones con los miembros o con la citada Comisión de la Verdad y Reconciliación.
De hecho, el Ministro del Interior, con anterioridad indicó que el cumplimiento de las recomendaciones del Informe de la CVR significaría poner de rodillas al Estado “por lo que iniciaron e hicieron principalmente otros”. Se ha repetido hasta la saciedad, y el Informe en su conclusión décimo tercera lo expone cuando afirma que el principal perpetrador del violaciones de derechos humanos fue Sendero Luminoso, pero más adelante, en los numerales 39 y 52 ofrece sentido homenaje a los miembros de la Policía Nacional del Perú y de las Fuerzas Armadas que ofrecieron su vida o perdieron su integridad física o psicológica en aras del cumplimiento del deber y, líneas después, antes de atribuir responsabilidad alguna al Estado, expone, a su favor, argumentos exculpatorios: falta de conocimiento, limitaciones en los servicios de inteligencia, condiciones logísticas precarias, etc. A pesar de ello, hubo responsabilidad estatal aunque menor respecto de la que se imputa a los grupos subversivos, por lo que es necesario, en consecuencia, dado el carácter de imprescriptible de algunos delitos, individualizar a los agentes responsables, sea que pertenezcan a grupos subversivos, sea que actuaron en nombre del Estado y/o asumir las consecuencias de dichos actos. Algunos de los objetivos de la CVR eran, además, de investigar los hechos y delimitar posibles responsabilidades (téngase presente que no tenía funciones jurisdiccionales), elaborar propuestas de reparación y dignificación de las víctimas y de sus familiares y recomendar reformas institucionales, legales, educativas y otras. La finalidad pretendida era la de evitar que la historia se repita.
¿Para qué serviría hacer historia sobre los hechos pasados o hacer un análisis (de cualquier naturaleza: económico, político, sociológico, religioso, etc.) de los mismos si, finalmente, no se pretende sacar utilidad de los mismos? El Estado peruano invirtió más de dieciocho mil dólares para el trabajo efectuado por la Comisión de la Verdad; por tanto, pretender omitir sus recomendaciones –cuando menos aquellas que supongan reparación y dignificación de víctimas y reformas estatales- no es sino una muy mala forma de invertir buena parte del dinero de todos los peruanos en cosas triviales, hueras y sin importancia. ¿Será que la vigencia de los derechos humanos en las dos últimas décadas del siglo pasado era una cosa sin importancia? Quiero pensar que no, que lo ocurrido sólo ha sido un “bache” en la historia de los derechos humanos en el Perú, que cuando en 1980 se hacía publicación de la Constitución de 1979, con la intención de exigir su cumplimiento no sólo a los ciudadanos sino también a las instituciones estatales, se tenía la intención firme y decidida de dar cumplimiento a los derechos fundamentales que en ella se enunciaban.
La vigencia de los derechos humanos, y su exigencia no tendría que suponer discrepancias y menos aún adjetivaciones. El largo consenso alcanzado en 1948 cuando aparece la Declaración de los Derechos Humanos tendría que repetirse en nuestro territorio en el momento actual no sólo porque sólo porque se requiere la unidad de todos los peruanos sino porque, los derechos humanos, como bien afirma la Defensoría del Pueblo, se erigen, en nuestros días, como el conjunto mínimo de principios éticos universalizables que nos permiten un mínimo de justicia para el respeto de nuestra dignidad humana[2]. Por lo pronto, según las expresiones de Juan Luis Cipriani, pareciera que la asunción colectiva de la defensa de los derechos humanos, enarbolar sus contenidos para exigírselos a los poderes e instituciones del Estado supone la adscripción a una determinada posición ideológica. Si esto es así, entonces reclamémosle al Papa León XIII, cuando en la Rerum Novarum, la denominada “Carta Magna del Magisterio Social Pontificio”, reconocía el derecho de asociación obrera “a fin de liberarse valientemente de opresión tan injusta como intolerable”[3], es decir, de exigir sus derechos frente al Estado y frente al empleador[4]. A propósito: ¿Cumple la Iglesia con sus obligaciones laborales?
[1] http://www.arzobispadodelima.org/notas/2008/agosto/300808a.html
[2] Defensoría del Pueblo: Ética y función pública, Lima, 2005, Numeral 12 y 13.
[3] Rerum Novarum Numeral 42.
[4] DOIG, German: Derechos Humanos y Enseñanza Social de la Iglesia, Asociación Vida y Espiritualidad, Lima, 1991, p. 176.
Publicado en El tiempo, jueves 04 de septiembre de 2008

jueves, 31 de julio de 2008

La flagrancia delictiva

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal de Morropón, Chulucanas

Hace ya un año que se publicó el decreto legislativo 989 en el que se modificó el concepto de “flagrancia delictiva” que subyacía en los textos legislativos, modificando la ley 27934 que regula la actuación del Ministerio Público y de la Policía Nacional en la investigación preliminar. Al momento de su expedición la crítica especializada no se hizo esperar e indicó que la norma contradice los principios contenidos en el nuevo Código Procesal Penal. De hecho, el artículo II del Título Preliminar de la novísima norma adjetiva expone que la imputación de la comisión de un hecho delictivo no supone la pérdida de la condición de inocencia que acompaña a toda persona, salvo declaración judicial en sentencia firme y debidamente motivada, la que, a su vez, está recogida en la Constitución de Estado en el artículo 2, inciso 24, literal e) “Toda persona es considerada inocente mientras no se haya declarado judicialmente su responsabilidad”.
Al amparo de este principio se erige la necesidad de respetar, también, el derecho a la libertad de los imputados. Aunque debemos advertir que para el Constituyente pareciera que antes que la presunción de inocencia está el derecho a la libertad, puesto que ésta es el enunciado genérico que permite la intromisión del inciso que contiene a aquella. Sin perjuicio de lo expresado, a línea seguida la Carta Fundamental afirma: “Nadie puede ser detenido sino por mandato escrito y motivado del juez o por las autoridades policiales en caso de flagrante delito”.
La pregunta es ¿Qué significa flagrante delito? Con anterioridad a la dación del Decreto Legislativo 957, Código Procesal Penal (2004) no existía norma alguna que definiera tal concepto, por lo que había que recurrir a la doctrina y a la jurisprudencia para tener una aproximación al mismo. Según Carrara, la flagrancia delictiva supone el descubrimiento del delito al momento de su perpetración, sin embargo también se hacía referencia a la cuasi flagrancia que tenía por objeto incluir a aquellas situaciones en las que el autor del hecho es perseguido inmediatamente después la comisión del acto delictivo. El nuevo Código Procesal Penal en la versión original ofrecía una salida legal al problema y afirmaba en su artículo 259: Existe flagrancia cuando la realización del hecho punible es actual y, en esa circunstancia, el autor es descubierto, o cuando es perseguido y capturado inmediatamente de haber realizado el acto punible o cuando es sorprendido con objetos o huellas que revelen que acaba de ejecutarlo.
Tal texto normativo fue modificado por otro en el que la frase “cuando es perseguido y capturado inmediatamente de haber realizado el acto punible” es modificada para extender a dos controvertidos supuestos: a) Ha huido y ha sido identificado inmediatamente después de la perpetración del hecho punible, sea por el agraviado, o por otra persona que haya presenciado el hecho, o por medio audiovisual o análogo que haya registrado imágenes de éste y, es encontrado dentro de las 24 horas de producido el hecho punible. b) Es encontrado dentro de las 24 horas, después de la perpetración del delito con efectos o instrumentos procedentes de aquél o que hubieren sido empleados para cometerlo o con señales en sí mismo o en su vestido que indiquen su probable autoría o participación en el hecho delictuoso.
En otras palabras, flagrancia delictiva no sólo supone la comisión actual del delito o la persecución del autor inmediatamente después del hecho delictivo o su captura con objetos o huellas que revelen “que acaba” de realizarlo, sino que su detención se realiza dentro de las 24 horas siguientes del tiempo de comisión del delito.
Esta nueva definición de flagrancia es la que modifica, también, a la ley 27934 y nos volvemos a preguntar: si el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española señala como definición para la palabra “flagrante”: “(lo) que se está ejecutando actualmente”, podríamos decir, por ejemplo, respecto de la cena que tomé anoche (hace poco más de 12 horas) ¿que estoy cenando?. Lo más próximo a dicho concepto sería decir que “me encuentro en «flagrante» lectura de un artículo periodístico”, pero no que “me encuentro en «flagrante cena», por el simple hecho de que ha transcurrido un tiempo más que prudencial para indicarnos que no se puede aplicar a dicha actividad –la de cenar– la inmediatez temporal.
Nos preguntamos ¿puede el legislador modificar gravemente el sentido de las palabras para incluir en ellas aspectos que el sentido común no evoca? Por lo pronto el Tribunal Constitucional ha establecido, en interpretación en concordancia con la Constitución que “la flagrancia en la comisión de un delito, presenta dos requisitos insustituibles: a) la inmediatez temporal, es decir que el delito se está cometiendo o que se haya cometido instantes antes; b) la inmediatez personal, que el presunto delincuente se encuentre ahí, en ese momento en situación y con relación al objeto o a los instrumentos del delito, que ello ofrezca una prueba evidente de su participación en el hecho delictivo”, así se lee del expediente 2096-2004-TC del 27 de diciembre de 2004 y, que, a posteriori ha sido ratificada en el expediente 2617-2006-TC, del 17 de mayo de 2006. En consecuencia, corresponde al sentido común de los operadores jurídicos la aplicación o inaplicación de las extensiones legales que hacen controvertido a tal concepto, en especial al juez penal que deberá evaluar la temporalidad entre la comisión de hecho y la captura de su autor.
Publicado en diario El Tiempo, 31 de julio de 2008

martes, 29 de julio de 2008

LA COMISIÓN DE LA VERDAD: SUS CONCLUSIONES Y LA HISTORIA

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal de Morropón, Chulucanas
(Artículo públicado en diario El Tiempo, noviembre de 2003)
Se narra en la “Breve Relación de los Agravios que reciben los indios que hay desde cerca del Cuzco hasta Potosí...” de 1596, que el ausentismo y huida de los indígenas de sus asentamientos naturales se debió a la obligación de trasladarse masivamente para la labor de minas en la mita de Potosí y al excesivo trajinar a que eran sometidos. En uno de sus párrafos se señala: “Después que haya llevado el minero sus indios, hace que entren a las minas y saquen el metal. Y si no es tanto como el desea, entonces el azotallos y acoceallos con tanto rigor que afirman muchos que los azotes de las galeras no llegan a esto. (...) Este rigor y aspereza temenla los indios mucho, porque ha acontecido y sucede cada dia matar los españoles indios a puras coces y azotes”. Más adelante se indica: “A esto se junta la crueldad de los corregidores cuando los indios no acuden a sus granjerías (...) Y esto mismo hacen los soldados. Y muchos caciques usan el mismo rigor con sus indios(...). Y para evitarlo, los indígenas “tienen gran provecho en huirse a los valles y es que tienen que comer y se libran de todas estas vejaciones.”
Cuatrocientos años después, la Comisión de la Verdad y Reconciliación recoge 16,885 testimonios. Dos de estos expresan: “A mi esposo lo han sacado los senderistas (...) y yo me he quedado con mis cinco hijos. En 1989 hemos quedado así, viudas, y nosotros hemos caminado de hueco en hueco ocultándonos, asustados de cualquier ruido, ni siquiera hemos podido volver a nuestras casas” y otro afirma: “Luego de las masacres, la comunidad desaparece, victima de la violencia de ambos fuegos... Tal vez dentro de una generación nuestros hijos sean peruanos”.
Y ¿que tienen de común estos textos? Tanto el de la Breve Relación de 1596 como los testimonios recogidos por la CVR son igual de dolorosos, lastimeros y dramáticos, y conllevan una efectiva “marca de horror y deshonra” para nuestra sociedad. En ellos se reitera la condición de la víctima: indígena, campesino quechua hablante y pobre, y expresan, en consecuencia, los sentimientos de indiferencia, desprecio y marginación que inunda a nuestra psicología colectiva, que intenta negar lo que en esencia somos: un país mestizo. Allí donde, en la teoría, se reconoce diferencias étnicas y culturales como notas que enriquecen nuestra sensibilidad nacional; la realidad nos muestra amplias brechas socioeconómicas, diferencias por el color de la piel o la jaez de los cabellos, exclusión por las grafías con que se escriben los apellidos, convirtiéndose, con ello, a la ciudadanía en el privilegio de unos cuantos. En los hechos, la negación de nuestra mismidad.
Y más allá de tan cruda realidad, los textos entretejen una esperanza: la de asumir las lecciones del pasado. Entrelazar unos hechos con otros para conocer e interpretar nuestra historia social nos ha de permitir conocer nuestros males colectivos para superarlos. Por tanto no podemos justificar nuestro presente, menos aún sobreponerlo, si no conocemos las causas que lo posibilitan y para ello es vital el conocimiento de la historia. Con ello el pasado histórico no sólo es lo que merece ser recordado sino que, como afirma Zubiri, aquello que posibilita nuestra realidad presente; entonces negar la necesidad de acercarnos a nuestra historia, a la más remota y a la que no lo es tanto, es la posibilidad que nos brinda la vida para no tropezar dos veces en la misma piedra. Las conclusiones de la Comisión de la Verdad –al igual que la Breve Relación de 1596- no son más que expresiones materiales de aquel viejo aforismo ciceroniano: “la historia es maestra de la vida”. Nos queda a nosotros, como ciudadanos y como nación, mostrar que no somos malos alumnos. Que la historia no se vuelva a repetir.

El derecho al nombre. El caso de los hijos no reconocidos

Laurence Chunga Hidalgo.
Juez penal de Morropón, Chulucanas
(Artículo publicado en diario El Tiempo, mayo de 2004).
Tal como ha sido publicado por los medios de comunicación, la Defensoría del Pueblo, Piura, ha iniciado una campaña para la inscripción en el registro civil correspondiente de aquellas personas que carecen de documento de identidad (acta de nacimiento, libreta militar, DNI), en especial de aquellos que por la violencia política vivida en el país en los últimos veinte años del siglo pasado, se vieron limitados para acceder a la inscripción correspondiente.
No obstante, aquella no sería la única causa por la que las personas pueden carecer de documentos de identidad. De hecho, cuando se trata de hijos fuera del matrimonio, la indocumentación de muchos se origina en la irresponsabilidad del padre que se negó al reconocimiento del hijo(a) en el momento debido. Esta situación alcanza notoriedad a posteriori de la vigencia del Código Civil de 1984, que señala, art. 392º, que cuando el reconocimiento se realiza únicamente por uno de los padres (generalmente, la madre) éste no puede revelar el nombre (entendido como nombres y apellidos) de la persona con quien lo hubiera tenido, y en todo caso cualquier anotación se tiene por no puesta. En su mérito, los funcionarios del registro civil están impedidos de anotar como progenitor o progenitora a persona que no lo autorice con su firma, bajo responsabilidad funcional. Para sumar, el art. 21 del Código Civil advierte que al hijo extramatrimonial le corresponden los apellidos del progenitor que lo reconozca. En la práctica, esto motiva que existan muchos casos en los que los hijos poseen los mismos apellidos de la madre, y, en consecuencia, aparecen ante los demás, como si fueran hermanos. Muchas madres, para evitar esta situación embarazosa y con la esperanza de convencer al padre del hijo, van desplazando en el tiempo dicha obligación, la que finalmente origina una persona indocumentada.
Al igual que la Constitución de 1979, la de 1993 señala, en el último párrafo del articulo 6º: “Todos los hijos tienen iguales derechos y deberes. Esta prohibida toda mención sobre el estado civil de los padres y sobre la naturaleza de la filiación en los registros civiles y en cualquier otro documento de identidad”. Nos preguntamos, la indicación de los mismos apellidos para madre e hijo en el acta de nacimiento de éste, ¿se convierte en un modo de advertir la naturaleza de su filiación? ¿Puede entenderse como una explícita insinuación de su condición de hijo extramatrimonial?. Creemos que sí; es más, nos indica que NO TIENE padre, expresando, por tanto, una flagrante negación de aquello que la Constitución intenta desterrar: motivaciones de discriminación.
Nuestra Jurisprudencia señala que “el nombre” no sólo es “el signo que distingue a las personas” ante los demás, sino que nos explica a nosotros mismos, señala nuestros orígenes, expresa nuestra procedencia, y como tal, debe entenderse como expresión del derecho a la identidad y, en consecuencia, se halla íntimamente ligado a nuestra personalidad. Si esto es así, ¿podría una madre indicarle a su hijo que ella es “su padre y madre” a la vez? ¿Qué en su concepción no intervino varón? O, esa explicación ¿satisfaría a un niño de 8 años que empieza a darse cuenta que sus amigos poseen apellidos distintos de los de sus madres?
Nuestra posición no es la de arbitrariedad. No pretendemos proponer que cada mujer –en los casos en los que el padre se niega al reconocimiento- por su sola declaración imponga hijos a quienes no han participado en la procreación pero tampoco creemos que la solución sea la de desligar el derecho al nombre del derecho mismo a la identidad personal. En el primer caso, motivaría la usurpación del nombre de terceros con afectación de su derecho al honor y a la intimidad; mientras que en el segundo, se atenta contra la “verdad histórica personal”del menor afectado.
En nuestros días, cuando en las actas de nacimiento, hay anotación de un nombre sin la autorización de su titular, éste, en la vía judicial, puede solicitar la exclusión de su nombre; sin embargo nuestra jurisprudencia, reiteradamente ha indicado que dicha exclusión “no importa la privación del apellido con que se le conoce al menor” por las razones siguientes: 1.- El nombre (y el apellido) es atributo de la personalidad del no se puede ser despojado sin causar grave daño, 2.- el nombre es una institución civil de orden público con el se identifica a una persona en todos los actos públicos y privados, 3.- el apellido no es un atributo particular de quien solicita la exclusión de su nombre, sino que, de hecho, más de una persona goza de ese mismo apellido.
Siendo así y atendiendo a los deberes de buena fe y probidad con que deben actuar las personas, y para evitar mayor inseguridad jurídica respecto de los hijos extramatrimoniales no reconocidos, nuestra propuesta es la de que al progenitor que lo reconoce se le faculte indicar el primer apellido de la supuesta persona con la que ha procreado al menor. Más allá de la legalista incongruencia que pudiera denunciarse, con ello no sólo cumplimos con el espíritu de la Constitución, sino que salvamos al menor, al que podremos decirle que TIENE UN PADRE... aunque lamentablemente irresponsable.Y mientras esto no ocurra, si pareciera buena la idea, unámonos –personas físicas, instituciones jurídicas y/o de bien social- a la Defensoría del Pueblo en la difícil tarea de dar identificación a aquellos que no la tengan.

EL DEBER DE FRATERNIDAD FRENTE AL NO NACIDO

Laurence Chunga Hidalgo
Juez penal de Morropón, Chulucanas
Como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial y con la finalidad de garantizar y preservar la paz y la seguridad internacional se creó la Organización de las Naciones Unidas, la que con su actividad dio lugar a una nueva rama del Derecho Internacional: el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que tiene por objeto brindar protección al individuo frente a las irracionalidades provenientes de un ejercicio arbitrario de la fuerza estatal. Es en este contexto que el 10 de diciembre de 1948 se aprueba la Declaración Universal de los Derechos Humanos, declaración que por su importancia es tomada, en su fecha de promulgación, para celebrar el Día de los Derechos Humanos.
En este documento internacional, en el art. 1º se hace referencia a uno de los principios que lo inspiran, la fraternidad: “Todos los seres humanos... deben comportarse fraternalmente unos con otros”. Es a la luz de este principio que debemos interpretar el catálogo de derechos que contiene la Declaración y que se repiten en nuestra Constitución Política vigente o en el proyecto de Constitución que, en este momento, se discute en el Congreso de la República.
En los últimos días, y aún cuando en teoría se reconoce la universalidad y el carácter absoluto de los derechos humanos, y su inherencia a la condición humana, tal como se indica en el Título Preliminar del Proyecto de Constitución; la discusión respecto de la legitimidad del aborto ha puesto en duda, los mencionados caracteres respecto del derecho a la vida. Un sector de la sociedad civil, representado por egregios personajes y connotadas instituciones defensoras de los derechos de las mujeres han manifestado públicamente, bajo el slogan “anticoncepción para no abortar, aborto legal para no morir” que la penalización del aborto constituye violencia y discriminación contra las mujeres, en tanto que el concebido no les permitiría decidir con autonomía y responsabilidad sobre sus cuerpos y sus vidas (véase el pronunciamiento publicado en diario La República, 1 diciembre de 2002, p. 15).
En nuestro ordenamiento jurídico se garantiza tanto el derecho a la vida como el derecho a la libertad y, tal como puede apreciarse, nos encontramos ante un conflicto de derechos; por un lado, el derecho a vida del concebido (partimos de la presunción de que la vida humana se inicia en la concepción, tal como se reconoce en los arts. I del Título Preliminar y 1 del Código de los Niños y Adolescentes) y, por otro, el derecho a la libertad –de las mujeres– de elegir estar o no embarazadas. Entonces: ¿cómo dilucidar que derecho es más importante que el otro?. ¿sobre qué preferir? ¿la vida del concebido o la libertad del sexo femenino?. Proponen Pereira Menaut y Dworkin recurrir, en primer lugar, al sentido común y, en segundo término, acudir a los valores de la dignidad y la igualdad. Finalmente, creemos, que el principio de la fraternidad humana, que inspira a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, puede ser útil para superar la dificultad planteada.
Jurídicamente hablando, el concebido es un tercero existencialmente distinto a la madre, frente al que se erige el derecho a libertad de la madre de “intentar”decidir sobre la vida del hijo en gestación. El sentido común, a la luz del valor de la dignidad e igualdad humanas, indica que no existe desemejanza entre la vida del concebido y la vida de la mujer, por tal motivo no existiría fundamento válido para desestimar la vida del primero frente a la libertad de la gestante; la que, dígase de paso, no está en tela de juicio, toda vez que el embarazo no es una imposición de la naturaleza sino consecuencia del ejercicio de una relación sexual, en la es necesario tener presente no sólo la libertad para realizarla sino también la responsabilidad para asumir sus consecuencias.
Dada la equivalencia de valor entre la vida del concebido y la de la gestante, y no obstante lo dicho, se blande en favor del aborto la posibilidad del mismo, en aquellos casos donde la concepción se realiza sin la libertad de la mujer (es el caso de la violación sexual), donde existe la posibilidad de males congénitos (síndrome de down, por ejemplo) o, donde se expone a peligro la vida de la gestante (embarazo de alto riesgo). Al respecto, ha de tenerse presente el principio de fraternidad.
En nuestro país está establecido que si alguien encuentra a un menor de edad amenazado de peligro y omite prestarle ayuda será reprimido con pena privativa de libertad (encarcelamiento) de hasta cuatro años. Entonces, si al amparo del principio de fraternidad se califica como delito el abandono de un menor ante el peligro, cómo no realizar el deber de fraternidad –realizado a través de la maternidad responsable– con el concebido; cómo no ser recíproco en el respeto a la vida de un ser indefenso que, por su calidad de no-nato no tiene las condiciones físicas para defenderse por sí mismo, porqué –en el caso de una violación­– hacerlo merecedor de un castigo, cuando en realidad es la víctima inocente, porqué condenarlo a la pena de muerte, si no es culpable de los males congénitos que pueda padecer, porqué, de forma anticipada, se le exime de la existencia, cuando el médico tiene la obligación –por el juramento hipocrático– de salvar vidas independientemente de las circunstancias, lo cual le exige dedicarse con el mismo empeño a salvar tanto al hijo como a la madre; allí la muerte de uno de ellos será no un medio o fin en si mismos, sino una consecuencia no buscada de la actuación humana.
En consecuencia, bajo cualquier circunstancia e independientemente de la legislación positiva, el derecho a la vida es inviolable no sólo respecto de los que realizan su existencia autónomamente de vientre materno, sino también de los no nacidos, quienes, por su fragilidad, merecen la fraternidad de todos aquellos que decimos, amparados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ser seres humanos.

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...