El hombre es un animal gregario. Esta es una afirmación que se funda en la mismísima naturaleza humana. De hecho, la familia y la sociedad son prolongaciones naturales del hombre y están ordenadas a la preservación de la especie y al logro de los fines inmediatos y mediatos de los individuos. En la especie el varón se une con la mujer para formar la familia, la familia se enlaza con otras y forman el clan, de allí derivan la tribu, la polis, luego la nación... Es decir la sociedad[1].
Pues bien, en sociedad los cristianos ejercen su actividad y, la Iglesia, de hecho es una institución social y se conforma por el conjunto de cristianos.
Sin embargo, la vida en sociedad, además de los beneficios que otorga, impone exigencias, las que -dígase de paso- se deducen de la propia convivencia. La actuación de los individuos, por tanto, está sumida reglas mínimas que garantizan la convivencia pacífica. La máxima "haz el bien y evita el mal" (lo que quieras que hagan por ti, hazlo también por los demás) es el principio que debe inspirar nuestra convivencia. Su correlato en la moral cristiana se impone en la formula: "ama al prójimo como a ti mismo", es la forma positiva de "evitar el mal", pero por encima de esto es la declaración del amor como fundamento de la actuación del cristiano. Y efectivamente, en la ética social, en las relaciones entre los hombres, se imponen dos tipos de relaciones[2]: las relaciones fundadas en la justicia, como deber de dar a cada uno lo suyo, y las justificadas en la caridad, en el sentido de "hacer el mayor bien posible a los demás". Más allá del sentido puramente sentimental y romántico del término o del espíritu salvífico - evangélico que evoca, tal como afirma Luis Pérez Aguirre, en las relaciones sociales es reemplazada por el concepto de "solidaridad"[3].
El Magisterio de la Iglesia así lo ha asumido. El Concilio Vaticano II, en el documento conciliar Gaudium et Spes, Nro.32 establece el principio doctrinal de la solidaridad como una necesidad histórica fundada en "nuestra fraternidad universal en Cristo". Pablo VI en la Octogésima Adveniens indica: "Sin una educación renovada en la solidaridad, la afirmación de la igualdad puede dar lugar a un individualismo, en virtud del cual cada uno reinvindica sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común".
Pero el concepto de solidaridad no se sujeta a simple bondad, como preocupación respecto del necesitado, de la hospitalidad para el “sin techo”, por la salud del desvalido, o de la libertad del injustamente preso, sino que se desprende del paternalismo, de la superación de la dimensión individual de los actos humanos. La solidaridad en las relaciones sociales restituye la dimensión comunitaria que exige la “fraternidad humana” que, por ejemplo, se reconoce en la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. La Iglesia Católica extiende el principio de solidaridad a tres planos: a.- la distribución equitativa de los bienes y la remuneración del trabajo, b.- la exposición de esfuerzo de todos a un mejor y justo orden social, c.- la solidaridad internacional, como búsqueda del bienestar y paz mundial, d.- la difusión de los bienes espirituales como prenda del desarrollo de los bienes temporales[4].
Al igual que en el derecho, para los cristianos la palabra no tiene significación accidental, no responde necesariamente a hechos de desgracia (terremotos, sequías), supone una unión sustantiva entre los hombres: en cada acto de la persona, debe existir un acto solidario, de la misma forma que en la responsabilidad solidaria que reconoce el derecho civil, respecto de las obligaciones del mismo nombre. Evidentemente, la solidaridad ético social, va más allá de la obligación, se genera en la voluntad humana.
La Iglesia, asumiendo el mensaje evangélico toma la “solidaridad” y entrañablemente la acoge en los términos de Jesús: “el que quiera ser mi discípulo, que coja su cruz y me siga”, es decir: que comparta sus padecimientos y... a caminar. El “compartir” es la cúspide de la solidaridad. Pero en el camino, están los otros, los demás, los que comparten el espacio comunitario, para con ellos, evidentemente, la solidaridad, se hace carne al momento que compartimos sus propias desgracias, al momento que asumimos dar de beber al sediento, alimento al hambriento, cuando visitamos al que está privado de su libertad. En términos de Pablo Pérez, la solidaridad, en este caso se define, como “adherencia a las necesidades de otro” y forma parte de “un actividad original y profundo del espíritu humano, que explica la facilidad de hacer propios los asuntos de otras personas” [5].
En filosofía moral, la solidaridad se justifica en a.- en la semejante naturaleza de la especie humana: los demás hombres son semejantes y afines entre si; b.- la sociedad humana no podría subsistir sin la mutua solidaridad; c.- El hombre individualmente se haya imposibilitado de alcanzar su perfección natural[6]; d.- para quienes profesamos una fe en un Ser Superior, el origen divino de la humanidad, es justificación para la fraternidad humana[7].
Para quienes profesamos la fe cristiana, Juan Pablo II en la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente (1994) nos exhorta, con vistas al nuevo milenio –en el que ya vivimos- ciertos gestos de solidaridad puntuales: entre otros, la condonación de la deuda externa para los países pobres, la libertad para tantas personas que están en las cárceles sin ninguna razón de justicia, la solidaridad de los países ricos para con los pobres del tercer mundo. En la clausura del Sínodo de América, nos dice:
“Sí, es preciso impulsar proféticamente la solidaridad y testimoniarla en la práctica. La solidaridad, aunando los esfuerzos de todas las personas y todos los pueblos, contribuirá a superar los efectos perniciosos de algunas situaciones presentadas (...): una globalización que a pesar de sus posibles beneficios también ha producido formas de injusticia social. (...) En este esfuerzo por promover una auténtica solidaridad, los laicos están llamados a jugar un rol protagónico[8].
Siendo la solidaridad, un concepto, además del de justicia, que explica y justifica las relaciones sociales, no sólo nos importa como seres religiosos, que profesamos una fe, sino que se extiende al derecho[9] mismo, y de hecho, se plantea como un principio jurídico, “el principio de solidaridad”, es el que posibilita y garantiza la irrenunciable posición de sujeto propia del hombre, sin lesionar ni disminuir el valor propio y la sustantividad de las demás entidades sociales (la familia, la nación, el Estado, la humanidad), permitiendo armonizar el respeto de la persona humana con las búsqueda del bien común, el respeto de la libertad individual con el cumplimiento de la justicia social.
[1] GIORDANI, Igino, El Mensaje Social de Jesús, RIALP, Madrid, 1962, p. 165.
[2] WILLEMS-HISPANO, Lecciones de Filosofia, Vol. 3: Filosofía Moral, Lima, 1938,p. 233.
[3] Comisión Episcopal de Acción Social, Materiales de Lectura: Justicia y Derechos Humanos, III Taller Regional Norte, Centro y Sur; Lima, 1999, p. 25. “hoy ser una “persona caritativa” no suena bien a nuestros oidos; en el mejor de los casos significa una persona “buena”, pero ingenua respecto de las implicaciones sociales del amor”. Juan Pablo II, indica que la solidaridad es una “nueva virtud muy cercana a la virtud de la caridad, fundada en la interdependencia de los individuos, entre los grupos y naciones. En la Sollicitudo Rei Socialis, indica que la solidaridad es el nuevo frente para la ética social cristiana. La praxis de la solidaridad coincide con el ejercicio del compromiso social cristiano.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, Nral. 1939-1942. Pio XX en discurso del 1 junio de 1941 exclama: “Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de la fe (...) con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano”.
[5] PEREZ SANCHEZ, Pablo, Nociones de Filosofía Social, Universidad de Piura, Piura, 1992, p. 46.
[6] Cfr. WILLIAMS, o.c. p. 234.
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, Nral. 360-361.
[8] Cfr. Juan Pablo II, 12/12/97, citado por BREÑA LOPEZ, Guido, Mons., La Solidadridad a la Luz del tercer Milenio, en CEAS, Justicia y Derechos Humanos. Talleres Regionales. Foro Internacional. Lima, 1999, p. 23.
[9] Según VIDAL, Marciano, Diccionario de Ética Teológica, Ed. Verbo Divino, Navarra, 1991, p. 577, indica que el término solidaridad tiene en su origen una connotación juridica: servía para referirse a las obligaciones contraídas “in solidum”.
Pues bien, en sociedad los cristianos ejercen su actividad y, la Iglesia, de hecho es una institución social y se conforma por el conjunto de cristianos.
Sin embargo, la vida en sociedad, además de los beneficios que otorga, impone exigencias, las que -dígase de paso- se deducen de la propia convivencia. La actuación de los individuos, por tanto, está sumida reglas mínimas que garantizan la convivencia pacífica. La máxima "haz el bien y evita el mal" (lo que quieras que hagan por ti, hazlo también por los demás) es el principio que debe inspirar nuestra convivencia. Su correlato en la moral cristiana se impone en la formula: "ama al prójimo como a ti mismo", es la forma positiva de "evitar el mal", pero por encima de esto es la declaración del amor como fundamento de la actuación del cristiano. Y efectivamente, en la ética social, en las relaciones entre los hombres, se imponen dos tipos de relaciones[2]: las relaciones fundadas en la justicia, como deber de dar a cada uno lo suyo, y las justificadas en la caridad, en el sentido de "hacer el mayor bien posible a los demás". Más allá del sentido puramente sentimental y romántico del término o del espíritu salvífico - evangélico que evoca, tal como afirma Luis Pérez Aguirre, en las relaciones sociales es reemplazada por el concepto de "solidaridad"[3].
El Magisterio de la Iglesia así lo ha asumido. El Concilio Vaticano II, en el documento conciliar Gaudium et Spes, Nro.32 establece el principio doctrinal de la solidaridad como una necesidad histórica fundada en "nuestra fraternidad universal en Cristo". Pablo VI en la Octogésima Adveniens indica: "Sin una educación renovada en la solidaridad, la afirmación de la igualdad puede dar lugar a un individualismo, en virtud del cual cada uno reinvindica sus derechos sin querer hacerse responsable del bien común".
Pero el concepto de solidaridad no se sujeta a simple bondad, como preocupación respecto del necesitado, de la hospitalidad para el “sin techo”, por la salud del desvalido, o de la libertad del injustamente preso, sino que se desprende del paternalismo, de la superación de la dimensión individual de los actos humanos. La solidaridad en las relaciones sociales restituye la dimensión comunitaria que exige la “fraternidad humana” que, por ejemplo, se reconoce en la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. La Iglesia Católica extiende el principio de solidaridad a tres planos: a.- la distribución equitativa de los bienes y la remuneración del trabajo, b.- la exposición de esfuerzo de todos a un mejor y justo orden social, c.- la solidaridad internacional, como búsqueda del bienestar y paz mundial, d.- la difusión de los bienes espirituales como prenda del desarrollo de los bienes temporales[4].
Al igual que en el derecho, para los cristianos la palabra no tiene significación accidental, no responde necesariamente a hechos de desgracia (terremotos, sequías), supone una unión sustantiva entre los hombres: en cada acto de la persona, debe existir un acto solidario, de la misma forma que en la responsabilidad solidaria que reconoce el derecho civil, respecto de las obligaciones del mismo nombre. Evidentemente, la solidaridad ético social, va más allá de la obligación, se genera en la voluntad humana.
La Iglesia, asumiendo el mensaje evangélico toma la “solidaridad” y entrañablemente la acoge en los términos de Jesús: “el que quiera ser mi discípulo, que coja su cruz y me siga”, es decir: que comparta sus padecimientos y... a caminar. El “compartir” es la cúspide de la solidaridad. Pero en el camino, están los otros, los demás, los que comparten el espacio comunitario, para con ellos, evidentemente, la solidaridad, se hace carne al momento que compartimos sus propias desgracias, al momento que asumimos dar de beber al sediento, alimento al hambriento, cuando visitamos al que está privado de su libertad. En términos de Pablo Pérez, la solidaridad, en este caso se define, como “adherencia a las necesidades de otro” y forma parte de “un actividad original y profundo del espíritu humano, que explica la facilidad de hacer propios los asuntos de otras personas” [5].
En filosofía moral, la solidaridad se justifica en a.- en la semejante naturaleza de la especie humana: los demás hombres son semejantes y afines entre si; b.- la sociedad humana no podría subsistir sin la mutua solidaridad; c.- El hombre individualmente se haya imposibilitado de alcanzar su perfección natural[6]; d.- para quienes profesamos una fe en un Ser Superior, el origen divino de la humanidad, es justificación para la fraternidad humana[7].
Para quienes profesamos la fe cristiana, Juan Pablo II en la Carta Apostólica Tertio Millenio Adveniente (1994) nos exhorta, con vistas al nuevo milenio –en el que ya vivimos- ciertos gestos de solidaridad puntuales: entre otros, la condonación de la deuda externa para los países pobres, la libertad para tantas personas que están en las cárceles sin ninguna razón de justicia, la solidaridad de los países ricos para con los pobres del tercer mundo. En la clausura del Sínodo de América, nos dice:
“Sí, es preciso impulsar proféticamente la solidaridad y testimoniarla en la práctica. La solidaridad, aunando los esfuerzos de todas las personas y todos los pueblos, contribuirá a superar los efectos perniciosos de algunas situaciones presentadas (...): una globalización que a pesar de sus posibles beneficios también ha producido formas de injusticia social. (...) En este esfuerzo por promover una auténtica solidaridad, los laicos están llamados a jugar un rol protagónico[8].
Siendo la solidaridad, un concepto, además del de justicia, que explica y justifica las relaciones sociales, no sólo nos importa como seres religiosos, que profesamos una fe, sino que se extiende al derecho[9] mismo, y de hecho, se plantea como un principio jurídico, “el principio de solidaridad”, es el que posibilita y garantiza la irrenunciable posición de sujeto propia del hombre, sin lesionar ni disminuir el valor propio y la sustantividad de las demás entidades sociales (la familia, la nación, el Estado, la humanidad), permitiendo armonizar el respeto de la persona humana con las búsqueda del bien común, el respeto de la libertad individual con el cumplimiento de la justicia social.
[1] GIORDANI, Igino, El Mensaje Social de Jesús, RIALP, Madrid, 1962, p. 165.
[2] WILLEMS-HISPANO, Lecciones de Filosofia, Vol. 3: Filosofía Moral, Lima, 1938,p. 233.
[3] Comisión Episcopal de Acción Social, Materiales de Lectura: Justicia y Derechos Humanos, III Taller Regional Norte, Centro y Sur; Lima, 1999, p. 25. “hoy ser una “persona caritativa” no suena bien a nuestros oidos; en el mejor de los casos significa una persona “buena”, pero ingenua respecto de las implicaciones sociales del amor”. Juan Pablo II, indica que la solidaridad es una “nueva virtud muy cercana a la virtud de la caridad, fundada en la interdependencia de los individuos, entre los grupos y naciones. En la Sollicitudo Rei Socialis, indica que la solidaridad es el nuevo frente para la ética social cristiana. La praxis de la solidaridad coincide con el ejercicio del compromiso social cristiano.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, Nral. 1939-1942. Pio XX en discurso del 1 junio de 1941 exclama: “Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de la fe (...) con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano”.
[5] PEREZ SANCHEZ, Pablo, Nociones de Filosofía Social, Universidad de Piura, Piura, 1992, p. 46.
[6] Cfr. WILLIAMS, o.c. p. 234.
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, Nral. 360-361.
[8] Cfr. Juan Pablo II, 12/12/97, citado por BREÑA LOPEZ, Guido, Mons., La Solidadridad a la Luz del tercer Milenio, en CEAS, Justicia y Derechos Humanos. Talleres Regionales. Foro Internacional. Lima, 1999, p. 23.
[9] Según VIDAL, Marciano, Diccionario de Ética Teológica, Ed. Verbo Divino, Navarra, 1991, p. 577, indica que el término solidaridad tiene en su origen una connotación juridica: servía para referirse a las obligaciones contraídas “in solidum”.
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