sábado, 26 de enero de 2013

Justicia ronderil. El colectivo diferenciado

Laurence Chunga Hidalgo


Es interesante advertir que la Constitución Política al tiempo en que reconoce a la jurisdicción especial (campesina o ronderil, como también se le denomina) no exija la existencia de “una cultura distinta”. Sin embargo cuando afirma la existencia de las comunidades campesinas afirma también el respeto de su “identidad cultural”. Es el Convenio 169 de la OIT que ofrece mejores luces para individualizar a esas poblaciones distintas. Así, cuando se habla de pueblos indígenas o tribales –en la denominación internacional- se exige, en común, condiciones sociales, económicas, culturales y jurídicas que les distingan de la colectividad nacional. Ese es el punto de partida para el reconocimiento de la jurisdicción especial: sólo es posible reconocer el derecho a sus propios mecanismos de acceso a la justicia si se puede distinguir de ese colectivo social sus costumbres propias, sus tradiciones colectivas, su cultura distinta.

El espacio geográfico en el que se ubica es un indicio distintivo de esa diferenciación. Don Régulo Oblitas contaba que hace algo más de 36 años que se crearon las rondas campesinas para autoprotegerse de los vándalos y abigeos y aprovechando de su propia organización social (formaciones para el trabajo comunal) decidieron extenderla a la vigilancia nocturna mediante grupos de campesinos comprometidos. Afirmaba también que la ausencia del Estado era evidente: para poder llegar a una comisaría era necesario caminar de entre 5 y 8 horas y hasta más, para que luego de recibida la denuncia (si es que la recibían) el asunto murieran en la tinta de los cuadernos policiales. La ronda campesina en consecuencia nace de la adaptación de la minka (tradicional forma de trabajo comunitario con fines sociales) para asegurar la seguridad colectiva que el Estado debía garantizar.

Hoy se han organizado rondas campesinas por todos lados. La ley 27908 no exige condiciones y basta con que un grupo de personas señale que son “ronderos” y que tengan el deseo de inscribirse en los registros públicos para que efectivamente existan como tales y puedan irrogarse el derecho de administrar justicia sin importar la existencia de las condiciones primordiales para su administración. El reglamento de la norma sólo exige pertenencia al “ámbito rural”, aunque luego indica que deberá respetárseles “su derecho consuetudinario, su cultura y sus costumbres”. Si ese es el fundamento ¿no deberían ser tales elementos, condicionantes para la inscripción en los registros públicos? Es decir que, no puede reconocerse a una organización como ronda campesina si es que ella misma no logra acreditar su ubicación en una zona rural además de asegurar su distintividad cultural: sus costumbres distintas y sus prácticas jurídicas consuetudinarias. En otras palabras: el que dice ser diferente tiene el deber de evidenciarlo. Si bien la existencia de una ronda campesina en un asentamiento humano no es elemento suficiente para descartar su distintividad, el hecho de que sus miembros convivan en medio del colectivo mayoritario pone en riesgo de que efectivamente se trate de un grupo humano culturalmente diferenciado. La pregunta es ¿qué se entiende por “ámbito rural”?

En nuestro medio regional, es más fácil reconocer la existencia de prácticas culturales consuetudinarias en las alturas de la meseta andina piurana que en pequeños grupos humanos que se ubican en los cinturones sociales de las principales ciudades costeras. En estos últimos, quienes dicen ser ronderos conviven con similares prácticas colectivas que aquellas otras personas que no se reconocen como tales. Y en algunos casos hasta se desempeñan como servidores estatales –o presumen serlo con vestimentas y distintivos similares a las de quienes representan al Estado- evidenciando su inculturación con aquellos que se sujetan a la administración que se imparte a través del Poder Judicial. Entonces ¿cómo distinguir prácticas consuetudinarias distintas allí donde mayoritariamente no se reconocen ronderos?

Se suele argumentar que, para exponer dichas diferencias colectivas se requiere de estudios particularizados que definan si efectivamente existen tales distinciones. Reconozco que efectivamente podrían ser útiles dichos estudios sólo si nos encontramos ante la necesidad de identificar a un individuo; pero no para calificar a un colectivo, pues en este caso la diferenciación ha de ser evidente. El derecho consuetudinario presupone un grupo culturalmente particular y, ese contraste tiene que ser tangible a la sensibilidad de un profano.

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