Las ajadas pieles de la mujer acentuaban la oscuridad de su color. Su carácter huraño y la acidez de sus formas se habían diluido con los años. ¿Quién sabe cuantos llevaba a cuestas?! Hasta la memoria le era huidiza... Solo quedaban algunos chispazos que, "de cuando en vez", la ponían en la realidad, aun cuando ésta pudiera retrasarse en algunas cosas. "Hoy estamos sábado, ¿no?" dijo en forma de pregunta, pero en realidad quería afirmar que no se equivocaba. "No mamá. Estamos domingo. Domingo..." Ella completó: "¿Domingo 14?". Ahora su afán era congraciarse con su interlocutora.
La hija en cambio tenía otros apuros distintos del tiempo. En realidad, se relacionaban, más, con el futuro. "¿Ya tienes todo listo? Zapatos, medias, calzoncillos, camisa y pantalón.... No te olvides del pañuelo", le decía al adolescente, mientras en un maletín de triple fondo -de aquellos que mediante un sistema de cierres generan mayor espacio en profundidad- acomodaba las cosas del hijo: ropas, cosas de limpieza personal, correa... perfume, detergente, shampoo... todo iba allí. Algunas de esas cosas para estrenar. Y mientras acomodaba, le decía: "A donde vas, de seguro vas a tener un ropero o un casillero... por favor que tu ropa siempre esté acomodada... no importa que pueda estar sucia, pero acomodada donde corresponda". Mis recuerdos se van en el jabón liquido -que era la primera vez que lo conocía- y en algunos pares de medias de "seda china", que se había comprado en Huaquillas, Ecuador.
La otra mujer, la de los años viejos, miraba por encima de un ventanal. Uno que hacía de conexión entre "la casa" y la casa de barro. Miraba... quizá no entendía... puede que a lo mejor entendiera solo un poco... No sé porqué, pero siempre la recuerdo con un cuchillo en la mano... Era uno al que siempre tenía que sacarle filo... renegaba por ese asunto, pero tampoco quería abandonarlo. Era como su juguete... Era un cuchillo cacha de madera aunque enfundado en un plástico logrado de un trozo de manguera de jardín. Se notaba las líneas azules y negras de que se había adornado, en otros tiempos, el plástico de que estaba hecho. La radio, en cambio, ajena a la escena, nos regalaba una melodía triste: "amor hecho de canto y de lamento, de ensueño, de dolor y grito mudo; amor que deja el corazón desnudo, para mostrar el por qué del sentimiento". O quizá, suponía lo que debajo de esas tareas se escondía.
"Recuerda que vas a estudiar. No te han pedido nada pero... es mejor que lleves lapiceros, un par de cuadernos, lápices... Hay un folder debajo de la caja de ropa... ponlo en tu maletín". El apremio era harto. "¿Tienes la carta de presentación?". Mientras la mujer acomodaba las cosas, no dejaba de pensar en lo que tenía que acomodarse en la mochila de mano del muchacho. "Ya má... ya... tranquilÍizate", solo se limitaba a decirle. En el bolso de mano se escondía los útiles escritorio, un acta de nacimiento, acomodada en una bolsa trasparente y ajustada con una costura de máquina de coser, un documento de presentación y, la constancia de término de los estudios secundarios. No había alcanzado ni los diecisiete como para pensar en libreta militar... En todo caso, en aquellos días, bien podía ser sujeto de leva.
La mujer vieja apenas podía saber de que iba el asunto, hasta que un rayo de luz le iluminó los recuerdos inmediatos "¿Te vas a Lima?... Tan chiquito ¿y ya te vas?" y, a línea seguida, respondí: "No mamá Delmira. Me voy a Piura. Me voy a estudiar". Ella se encogió del hombros: "¿Y cuando dejarás de estudiar?" me refutó... Se volteó y alejó sus pasos. El cuchillo se quedó en el marco del ventanal. Sus pasos se alejaron sin decir nada... regresó después de unos minutos y volvió a acomodar su cuerpo sobre el mismo ventanal.
"Allá en Piura hay fotocopiadoras", dijo la otra mujer, la de menos años. "Saca una copia de tu partida y llévala siempre contigo". Y las recomendaciones iban hasta de como cruzar la calle, como tomar los cubiertos, tender la cama al levantarse... ¡las luces de los semáforos! jajaja fue una clase entera. Y la clase venia bien. Allí, en ese pueblito aledaño al mar, apenas la única pistas asfaltada era la Panamericana y, la peor forma de tráfico ocurría los fines de semana, frente a la comisaria cuando los buses interprovinciales se detenían para que los pasajeros nuevos aborden y, uno que otro, para que los choferes puedan tomar sus alimentos en alguno de los restaurantes. Los vehículos eran contados y las mototaxis, inexistentes. No había necesidad de instrumentos de control vehicular. ¡Los pasajes déjalos a la mano, por favor! ¡No quiero renegar en la madruga! Se escuchó.
Luego de los acomodos, todo quedó listo. La emoción, el miedo, la intranquilidad regalaba una tensa calma. Todo estaba preparado. Solo faltaba esperar que llegase la madrugada. Un par de boletos desglosables, arrancados de un talonario y llenados a mano afirmaban que la salida del bus era a las "tres a.m". "¿Vas a comer?" preguntó la madre. Un "no", rotundo, se hizo sentir en el espacio. La ansiedad de no quedarse dormido, de no olvida nada de importancia, de las pocas cinco horas para descansar había hecho del hambre una nada en el buche del chiquillo... Y apareció la mujer, la de años cansados, la que se acomodaba de curiosa sobre la ventana: "no tienes hambre y yo tampoco, pero mañana seguro que si lo tendrás: extendió su brazo por el ventanal y, hasta se hizo de puntillas para acortar lo más posible la distancia y, en un pequeño mantelito blanco, me alcanzó un par de gofios... "Esos te aliviarán el hambre", pero ya será para mañana". Y a modo de reproche, remató: "Ojalá que cuando vuelvas, yo todavía esté". Se dio la vuelta y se fue.
La vida nos regaló varios silenciosos encuentros más...
No hay comentarios:
Publicar un comentario