jueves, 5 de noviembre de 2020

Caminata

Allí, entre la casa de "La Pera" y la carretera Panamericana se distinguía un afirmado que lograba superar la ladera de la loma sobre la que se elevaban varias casas. Detrás de éstas algunas otras que era de anterior factura, apenas se lograban ver desde la carretera; sin embargo, desde los laterales de aquellas era posible visualizar, en ambos extremos del barrio, un par de terraplenes en los que los jóvenes solían –en las tardes- jugar sus partiditos de futbito a pata pelada y con el pecho al sol. En estos días una de esas canchitas ya no existe: una desordenada ubicación de viviendas ha suplido los arcos formados de ramas de algarrobo o de retazos de caña de Guayaquil. La otra canchita, desde hace ya varios años, fue construida con material noble: una plataforma de cemento bordeada por pequeñas graderías que se convirtió en el centro recreacional más importante de esos vecinos. La parte frontal de cementerio, que también era visible desde la Panamericana, ahora mismo tambien se esconde detrás de viviendas rústicas. En los treinta últimos años, el crecimiento demográfico se ha multiplicado y de forma desordenada.

El cementerio, en los primeros años de la década de los ochenta, gracias a la iniciativa del Sr. Burgos se amplió hacia su lateral posterior y allí terminaba Máncora: en el muro que se adosaba en la parte de una cuchilla que conduce a la cadena de elevaciones geográficas que rodean al poblado. Muy hacia el este se visualizaba la entrada de la llamada “Quebrada del camal”, en cuyo lado norte se elevaba una construcción solitaria en la que funcionaba el matadero municipal. Más allá de éste, cualquiera podía subirse por la quebrada y perderse entre los cerros. Los chiquillos denunciábamos la existencia de tres abismos. Cada uno más peligroso que los anteriores. Era parte de la “mitología infantil” de la que nosotros mismos habíamos generado una serie de personajes inexistentes salvo en nuestra imaginación que nos llevaba por esos espacios buscando riesgos que contar en los días de clases tupacamarinas. Ahora mismo, por esos espacios se ubican un sin número de viviendas, con callejuelas estrechas y, algunas sin salida a la vista, en las que hasta da miedo aventurarse, aunque las gentes te permiten el acceso y salen para espantar a los perros que se enfrentan a los desconocidos. Es posible también el temor de los habitantes ante un desconocido que se atreve a aventurarse, en pleno sol, por lugares escondidos al ojo de los visitantes playeros de la Máncora de fines de semana.

Después de la desembocadura de la quebrada de camal y, ya a la altura del Túpac Amaru, algunas casas no resistieron las avenidas del 83 y sus habitantes las desalojaron, por lo que lo más próximo que podía verse era las casas que se circunscribían a otra planicie que llamábamos “la cancha de Don Pedrito”, en la que los domingos se jugaban los más peleados partidos de futbol. En sus inmediaciones, algunas casas eran acondicionadas para la venta de comidas, cerveza, dulces, frutas… cosas necesarias para los aficionados. Desde el lado este, un talud de tierra hacía de muro de contención de las aguas que pudieran allegarse desde los cerros y las redirigían hacia el asiento de la quebrada del camal. Ahora, aventurado por esos espacios, solo es posible identificar el lugar donde se ubicaba la cancha de Dn. Pedrito guiado tan solo por los cerros que apenas pueden verse en razón a que las viviendas ya han alcanzado sus laderas, bordeando un canal de concreto que rodea el asentamiento mancoreño y por el que puede llegar hasta la calle posterior de la iglesia Virgen de Carmen. Esta calle sigue tan abandonada como en mis días de infancia, aunque, eso no significa que el número de casas no haya crecido en ese espacio. De hecho, allí puede identificarse aquellas existentes en la década de los ochenta y, otras que se le adosan, en un caminito de tierra donde conviven los perros conjuntamente con el abandono. Unas huellas de ruedas de trimovil me hacen saber que es posible llegar hasta la vieja pista que da acceso a la vetusta casa de Dñ. Bertha Céspedes. Es posible que esa propiedad le corresponda a otras familias. En el camino, el faro: un gigante que no se ha cambiado de ropa desde que tuve conciencia de su existencia. Un par de escalinatas, una de maderas y tierra, la otra de concreto armado –pero muy, muy empinada y peligrosa- permiten el acceso. Un hombre amable te da la bienvenida y te invita a darle “like” a su negocio en una página electrónica. Desde esa cima puedes darte cuenta que aquello que tus pasos te han regalado es real: Máncora se pierde a la visión. Se nota el crecimiento de sus establecimientos playeros pero su horizonte está más allá de ellos; su esperanza bordea los cerros circundantes, se escribe con el esfuerzo del barrendero que quiere mejorar su aspecto en medio de esas calles polvorosas donde los vecinos escribe sus propias historias, se advierte en la  tarea de la ama de casa que sale a mirar a los viandantes con ánimo vigilante, con los chiquillos que juegan con los otros –quizá sus hermanos- en medio de las dificultades de cada día.

Gentes desconocidas, que ahora le regalan su mejor esfuerzo a esta Máncora de todos. Que el mar sea su mejor faro.

No hay comentarios:

Miedo

Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...