El silencio, una sábana pudorosa y el amor de un par de jovencitos eran los ingredientes. Aprendían a amarse. Se conocieron en las aulas udepinas. Luego de algunas semanas del tiempo de los primeros cursos de Humanidades, decidieron mandar al tacho los apuntes de ética y antropología. Las horas de estudio para las prácticas de matemática 1, cuando la biblioteca ya no atendía, se convirtieron en pretexto para el amor juvenil.
Ambos vivían en pensiones, de esas tantas que se acomodan en las urbanizaciones vecinas al Alma Mater en la que hacían su vida académica. Ella, en casa de la Sra. Antonia, una tía de misa diaria y, que por su condición de jubilada tenía tiempo para todo, incluida la dedicación a una “bitácora” de cada una de las cinco chicas que vivían en su casa, a las que ella cuidaba como si fueran las hijas que nunca tuvo. Si. Les ofrecía dulcecitos y, de vez en cuando, las visitaba en sus respectivas habitaciones, para inspeccionar la limpieza y sugerirles consejitos que resalten su femineidad, que ha de ser, siempre, decorosa y recatada. Estaba atenta a los baños, que si les faltaban implementos higiénicos, que las toallas estuvieran limpias, que no hubiera fugas de agua… que no hubiera algún muchacho escondido. Era necesario mirar hasta por debajo de las camas.
Él, por su lado, vivía en un departamento compartido, donde confluían varios otros talareños, cuyos padres se conocían por ser empleados u obreros de las empresas petroleras de su lugar de origen. El control, allí, era distendido. Los dueños del departamento solo se comprometían a asegurar los servicios básicos de luz, agua, cable y, ofrecieron –para los meses siguientes- el internet, siempre que, cada uno de los ocho muchachos que vivían allí, se comprometieran al pago de un 5% adicional de lo que le correspondía como mensualidad. Una señora, una vez a la semana hacía limpieza de los espacios comunes y, se llevaba las ropas sucias de aquellos que le pagaban el servicio de lavandería. Las escaleras, de madera, anunciaban el ingreso de los propios y extraños. La dueña de la pensión había aprendido a distinguir entre pisadas de varón y de mujer. Los “ay, muchachos” se repetían cada vez que advertía de la presencia de chicas en ese segundo piso. Tampoco daba para más. “No soy madre de ninguno como para andar cuidándoles los calzoncillos”, era una expresión con la que justificaba su desinterés.
Allí, en el cuarto de Sergio, a la luz de una lámpara de mesa, luego de breves juegos de manos, sus labios encontraron la suavidad de su torso, mientras que las cuartillas en las que se anotaban las fórmulas matemáticas de las hipérboles, las elipses y los círculos, se perdían por entre sus desperdigados zapatos de debajo de la cama… allí también se escondía –sin que ella lo supiera- un viejo librito que Doña Antonia le había prestado, un catecismo juvenil propio de aquellos días: “Para salvarte” del P. Loring, en el que ella misma había resaltado con un lápiz de color: “El amor entre adolescentes es una imprudencia”, y que ahora mismo pretendía no atender. Era una vieja edición, que aún tenía vigencia en los tiempos del mixmail, del messenger y del Hi5. Él juguetea con sus dedos entre los flequillos de las mangas de la blusa, intentando romper la resistencia de la tira del sujetador.
Entre las nuevas sensaciones que bullían en su, ahora, trémulo cuerpo, la intención de no reprobar el curso de Matemática I, el ánimo de que Sergio le ayudara en sus estudios; resaltaba las palabras de su abuela: “Cuídate de los muchachos… esos son como los lobos, comen y se mandan a mudar… cuídate, no seas tonta. Las ganas se pierden en medio del agua fría”. Y entre las caricias nunca antes sentidas, decidió de forma enérgica, correr a la casa de Dña. Antonia para tomar una buena ducha.
Esa noche soñó ser la protagonista de una novela. De esa donde la niña bonita encuentra al amor de su vida; Sergio en cambio, era burla de sus congéneres: “huevón… se te fue la costilla, jajajaja”, era expresión escribible de las tantas espetadas. Y por encima de ellas, solo pensaba en ella. No era tiempo de soñar, pero le robaba los pensamientos. Dejó lo que tenía y envió un mensaje de texto. Estaba dispuesto a enfrentarse a quien fuera. Tomó una ducha, se puso ropa limpia y cruzó la calle, avanzó tres cuadras, tocó el timbre y preguntó por ella: “Debo entregarle unas cosas personales” expuso como justificación. Corrían los minutos y ella, todavía inquieta con esas extrañas sensaciones que apenas se habían apaciguado con el agua fría, dudaba entre salir o pedir permiso para que le permitan ingresar a la sala.
Lo atendió en la puerta de la calle y, él solo atinó a decirle: “Vengo a ayudarte a estudiar. ¡Confía en mí!” Luego de algunas otras palabras y de convencer a Dñ. Antonia, el muchacho ingresó a la sala de televisión, allí estudiaron casi hasta la medianoche, tiempo en el que fue gentilmente invitado a descansar. No hubo espacio para sus propias pieles y emociones, a contrario fue tiempo para encontrar los artilugios destinados a ensordecer las ebulliciones adolescentes, pero por encima de ellas, para aprender estrategias y encontrar soluciones al largo catálogo de ejercicios relacionados con la circunferencia, la parábola, la elipse y la hipérbola. Aún guarda entre sus libros, ese de Geometría Analítica de Lehmann, que en un descuido de Marisol, la bibliotecaria, se robó una de esas tardes en las que el tiempo le era insuficiente para entender de qué iban los puntos, segmentos, ángulos y líneas rectas.
Esa noche, ella soñó con ser la protagonista de su propia novela. Era la chica bonita, que había encontrado al amor de su vida, en el que distinguía a un esmirriado chiquillo que era capaz de contenerse, justamente por amor. Le parecía que ella era un punto en medio del plano cartesiano que había encontrado a su par, aunque sería necesaria mucha paciencia para que la línea que los uniera se solidificara. Serían necesarios la moderación y la fortaleza como virtudes para templar sus propias almas.
Había mucho tiempo por delante.
miércoles, 21 de febrero de 2018
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Miedo
Su agenda no tenía espacios... Cada año compraba en el pasaje de la calle Lima, -que está cerca a la sede de justicia- una agenda portafolio...
-
Hay una calcomanía, pegatina, adhesivo, que suele estar en los vehículos automotores. Es una elipse de fondo rojo con un delgado filo azul d...
-
El hambre era más. La tarde aún alumbraba, amenazaba con desaparecer pero el cansancio y la necesidad de su alivio exigían atención. Una gar...
-
“¡Eres bien huevona, ¿no?!” Las mujeres de alrededor se sonrieron con gusto. “Me dices que te condenaron por vender droga en tu casa, que...
No hay comentarios:
Publicar un comentario